“En la vida real –decía Anthony Bourdain– me siento en medio de arenas movedizas”. Es una frase de la nota que abre su libro Confesiones de un chef (Bloomsbury Publishing, 2000), y está dicha para contrastar la comodidad que, en cambio, sentía al moverse en el entorno “pequeño e incestuoso” de cocineros de la ciudad de Nueva York. El libro prometía acabar con su carrera porque se dedicaba, entre otras impudicias, a mostrar los montoncitos de basura y de mentiras que se erigen en todas las cocinas –incluida la propia– a puerta cerrada, y a los que el comensal nunca accede. Ya sabemos que eso no ocurrió; ese libro lo entronó como el chef rebelde, arriesgado, cínico y endiabladamente atractivo que le generó un fanatismo loco e inédito en su oficio. “Es como que se muera Keith Richards para un rockero”, me dijo un amigo chef que bordea los cuarenta, o sea que se formó justo cuando Bourdain, un flaco despeinado que medía dos metros, entraba en el hall de la fama gastronómica empuñando sus cuchillos afilados.  

Recuerdo solo dos amores groupies: un Menudo, de muy niña, y Tony Bourdain, ya inexcusablemente adulta. ¿Qué tenía de especial? Era un cocinero del montón, según sus propios dichos; tampoco se consideraba un periodista (en estos días lo han definido como el Hunther Thompson de la cocina) ni un escritor brillante (publicó un par de novelas de misterio que los más indulgentes califican como “simpáticas”). Por otro lado era uno de esos bellos polémicos (quiero decir, algunos incluso lo consideraban feo), pero no se trataba de eso, nunca se trata de eso. Para quienes no solo nos gusta sino que nos importa comer, fue la síntesis de un concepto que lo precedía y al que supo sumar sentido sin gastarlo. Hoy casi todos los cocineros piensan el alimento como “algo más que una sustancia para meterse en la boca cuando uno tiene hambre”, pero en el tiempo en que Bourdain escribía esa frase parecía un privilegio de franceses frígidos más interesados en montar el gran plato performático que en ofrecer comida sabrosa. La debilidad de Tony era la comida sabrosa, la que está emparenteda con ese modo de mirar y de decir tan intenso y terminante: “La vida sin caldo de ternera, grasa de cerdo, salchichas o un buen queso apestoso es una vida que no vale la pena vivir”, fue una de sus muchas citas destinadas a estamparse en delantales. 

La primera vez que lo vi fue en su programa No Reservations, con un hueso un la mano: estaba extrayendo el tuétano con una cucharita y la expresión de quien encuentra el antídoto contra la furiosa banalidad que lo rodea. Cuando lo probó soltó la cucharita, se llevó el hueso a la boca y sorbió como un niño famélico; luego se elevó en un trance de placer que coronó con un solo de batería imaginaria y un aullido salvaje. Esa escena bastó para entregarle mi devoción. De chica, cuando pensaba en la traducción criolla del néctar y la ambrosía que comían los dioses del Olimpo, imaginaba indefectiblemente el tuétano de un hueso. En la casa de mi abuela estaba prohibido sorber en público, pero a la hora de la siesta yo me asomaba a la olla, pescaba los huesos sobrantes y los vaciaba. Ese tipo estaba haciendo lo mismo, pero en un sótano neoyorkino rodeado de gente que, al igual que él, celebraba el evento de comer bien. Deben haber muy pocos placeres colectivos que se puedan celebrar con la honestidad y el desparpajo que se celebra una comida. Ellos –Anthony y sus secuaces de turno– sabían hacerlo como nadie. 

Cuando fue padre de Ariane –la niña que tuvo hace once años con Otavia Bussio, su segunda esposa– mostró su cara más dulce, pero también mas temerosa. Algo cambió: la sensación de fragilidad que viene adosada a un hijo pareció alborotarle esa fibra fatalista que uno, después de haber puesto tanto interés en mirarlo y escucharlo, podía adivinarle. Escribió un libro de cocina para ella, Apetitos, en el que lanza declaraciones arrebatadas y tiernas: “Me he convertido en ese estereotipo de abuela italiana que siempre está instando a la gente: ¡come, come! Y entristeciéndome inconsolablemente cuando no lo hacen”. 

Con el show de CNN, Parts Unknown, rompió cualquier expectativa de fracaso porque dejó de considerarlo una opción. Decía gozar de libertad total y trabajar con el equipo de sus sueños –toda gente del cine–. Ya no era un programa de comida ni de viajes, con mejores y peores resultados era un show distinto cada vez porque su interés iba mutando en cada destino. En este programa Tony abrazó su costado más político (“No hay nada más político que la comida. Quién come, quien no come”). Visitó lugares como Gaza, Irán, Cuba, Congo, Namibia, Libia o Colombia, largando declaraciones que cualquiera podría haber hecho en un almuerzo de domingo, pero que en la televisión masiva parecían brutales y osadas: “Esto se siente exactamente como lo que es: una prisión”, dijo en Israel.

En Parts Unknown hizo su famosa entrevista en Vietnam al presidente Obama, quien se sumó a la ola de despedidas en Twitter con una frase que resume bien la intención de su carrera televisiva: “Nos enseñó a tener un poco menos de miedo a lo desconocido”. Sobre Obama, Bourdain dijo algunas cosas amables y otras no tanto, pero su mejor cita se refiere a la pericia del entonces presidente frente al manejo de cubiertos y platos de plástico: “Nunca vi a nadie tan cómodo en una fonda barata”. Y en el capítulo de Roma conoció a su última mujer, la actriz y directora de cine Asia Argento, una de las principales voces en contra de Harvey Weinstein. No solo la respaldó, sino que se convirtió en su eco y en un referente importante en contra de los abusos a las mujeres. El día de su muerte, Helen Rosner, periodista del New Yorker que lo entrevistó varias veces, reveló la última cita que le dio Bourdain en un bar de Nueva York: “I’m a fucking feminist!”.

Hace unos meses, después de haberle perdido bastante la pista, lo pesqué en una entrevista que le hizo la revista Fast Company en una fonda vacía, con un hombre que seca platos al fondo y su eterna cerveza en la mano. Le noté un aplomo especial que me hizo pensar: este tipo está grande, lo tiene todo. Ahora vuelvo a esa misma entrevista y leo otra cosa: esa suerte de resignación existencial que uno tiende a confundir con la idea de estabilidad. “Siempre pienso que la humanidad va a conseguir ser cada vez más lastimera y cruel, y es cierto, siempre puede ser peor”, habló el Tony oscuro, como otras veces, pero cerró distinto: “En los viajes, sin embargo, conozco sobre todo a gente que hace lo mejor que puede con lo que tiene a mano. El mundo está lleno de gente que quiere a sus hijos, que se pone una camisa limpia cada mañana y sale a vivir su vida con dignidad para tener acceso a comida, agua y esperanza”. 

Supongo que él lo estaba intentando.