Es como un acting. Todas las semanas me llaman del Banco Galicia. Celular, oficina, casa. Días hábiles, sábados, feriados. Hasta las diez de la noche. Hay una sola cosa más tenaz que el amor y es la avaricia. Es un malentendido. O dos. Yo y el capitalismo. Al principio contestaba. Que sí, que no. No. No. No. Gracias. Ya tengo. No. No necesito nada. ¿Nada? ¡Quién sos, Caputo!  Pero los pibes, los telemarketers (un convenio laboral de mierda), insisten. Te tienen que hablar y vos hablarles. Mejor si te venden, pero si hablan, si vos les hablás, están trabajando... Cuando lo entendí, acepté algunas charlas sin comprar nada, dando datos falsos o promesas. Hay días que les digo que ya tengo otro banco, que tengo mi futuro asegurado en la ficción de una caja de abogados, que tengo más propiedades que el propóleo y a veces, cuando me canso, recurro a la “Gran Fabricio Simeoni”: me quedan tres meses de vida, digo… se hace un silencio en la línea y termina la llamada.

A veces les he dicho (sin mala fe, aunque no podría decir lo que es la compasión), que no soy yo, que no estoy, que soy mi secretario, mi secretaria, el subdirector, el Vice, la esposa, el amante. Y luego les doy datos con otras cifras, les cambio alguna sílaba del nombre o tres números del DNI, o del Cuit o del ISBN. Al fin y al cabo es lo que hacen los bancos, los gobiernos, el INDEC, la SIDE, el FMI o el MMLPMQTRP Bank of América. En mayo, esa semana  que Sturzenegger fugó cuatro mil millones de dólares en tres días, pedí que me pasaran con un oficial de cuentas del banco y después de tres filtros solemnes (aunque yo les oía ese chasquido de lengua de serpiente), me atendió un flaco que se notaba empalado a un sillón ergonómico desde el corralito de Cavallo. El tipo me hizo una lista de productos financieros más asombrosos que una novela de Emmanuel Carrère. Cuentas, tarjetas, seguros, descuentos, promos, viajes… ¡Qué gente más buena y compasiva son los dueños de los bancos!

--Bueno, gracias… -dije. ¿Pero sabés que ando necesitando? Un pasaporte europeo. O una Green card. ¿Venden eso ustedes?

Me reputeó el tipo y oí el resorte del sillón ergonómico haciendo una especie de aneurisma metálico donde le faltaba lubricación.

Otras veces atiendo y no contesto. Cansado de hablar, espero, pero sin otorgar una escucha segura. Solo atiendo, pero no digo ni hola. Escucho como si estuviera en la bodega de un transatlántico en medio del océano. A veces me dicen el speech aunque yo no diga nada. A veces preguntan, esperan y cortan. A veces, como hoy, me toca una chica que me gusta. Es la telemarketer que se enoja porque se aburre. Me suele competir con su silencio en el éter como si jugáramos a ver quién aguanta más debajo del agua. Pero lo que más me gusta es que no aguanta la espera y se pone a cantar "Like a virgin". No deja de ser algo grabado, porque siempre es ese tema, en versión Madonna. Y termina cantándola completa y afinada. Hasta la puedo imaginar con sus mohines de fuck you Madonna latina, soplándose el esmalte recién pintado en las uñas, buscando las planillas del UVA, o el color, o la cotización del dólar en las nubes, el spreed de Londres y el menú ejecutivo de los lunes. Hoy, cuando terminó de cantar, le dije gracias. Tuve que decirlo (de buena fe, la compasión es otra cosa), porque la versión de hoy fue como apoteótica. Pareció una versión en vivo. Entonces ella dijo: ¡Ah, estabas...! Y yo le di los datos. Se los ganó en buena ley. Justo tenía los datos completos de un cliente nuevo que conocí esta mañana: Abel... sí, dije, Abel Balbo...