La verdad del cielo la conocían las mujeres a las que no dejaban verlo. La noche y la intemperie eran propiedad de los hombres. Ellas solo lo veían a través de unas placas de cristal de veinte centímetros que el telescopio de los muchachos había recortado en la vigilia luminosa. Un cielo enmarcado que brotaba estelar ante sus ojos y sobre el que desentrañaban el misterio de las travesías celestes. A las astrónomas (a ellos les gustaba llamarlas calculadoras, porque las hacían contar estrellas) les pagaban unos pocos centavos, y a veces ni esos pocos, para que escondidas en la noche falsa descifraran los proverbios astrales cuyos honores académicos iban a disfrutar los salían a mirar a la verdadera. En ese cosmos desigual era muy difícil que una mujer pudiera revelar públicamente los misterios del cielo y hacer de esa “revelación su imperio. Entre las pocas cuyos nombres conocemos hay una que parece exagerar todos los anhelos para convertirse en la heroína de un buen libro. Se llamaba Janet Ionn, pero fue conocida como Janet Taylor (Taylor se llamaba el profesor viudo y con hijos con el que se casó cuando tenía veinte años) y fue la mujer que mirando al cielo cambió las reglas del mar. Que lo hiciera no impidió que muriera en la pobreza y sin el respeto de la elite de los mares que tragando las almendras amargas del veneno describía como “ingenioso” su saber, ni que se pusiera en duda su biografía. 

Hija de una familia pobre de Wolsingham, County Durham (no falta en su hazaña mítica un padre clérigo y maestro y una beca especial que a los nueve años recibió de la reina Charlotte por sus inusuales habilidades intelectuales), dirigió durante años una academia náutica londinense, crió hijos, escribió libros de matemática y astronomía (un manual naval, tablas lunares, principios de navegación con tablas horarias) y fabricó –entre muchos otros instrumentos– un octante, una brújula y una bitácora. ¿Maestra de marinos expertos y fabricante cuando los que fabricaban eran solo  hombres sin importar si eran científicos, relojeros, aventureros o marinos? Sí. Janet fue una más entre los que buscaban inventar un aparato capaz de evitar la tragedia de los hundimientos (que no habían sido pocos) determinando con precisión la longitud de un navío en alta mar y la única mujer en doscientos años en patentar un instrumento náutico. Si hacen falta las mayúsculas de un nombre propio para que el dato curricular corone a los biográficos la crónica dice que La Compañía Británica de la Indias Orientales estaba sentada en el primer banco de su Academia. Además de una escuela, la maestra de nautas tenía un almacén de mar donde las flotas que llegaban al Támesis reponían maquinaria. Académica, inventora y empresaria. Vaya arte, un toque mágico sin el artificio de la magia capaz de vaciar al señoreado campo de sal líquida. “Si la noche es clara, Sirius y la tercera estrella en Géminis; las tres estrellas de Aries, las Pléyades, las Híades, Aldebarán, Orión y Capella, se pueden observar en la parte occidental de los cielos. Las dos primeras estrellas de Procyon, las dos primeras de Géminis, y el corazón de León en la parte oriental” dice Janet dibujando el mapa de los cielos posibles mientras le pide a quien la lea que establezca el sextante entre cualquier estrella o planeta y la luna. Paciencia de maestra que sabe que las cosas se apretujan y duermen en la pesadilla de la historia y que tarda el tiempo en hacer lo que nombra.