Cristian “Pity” Alvarez asesinó a una persona.

Hay que empezar por ahí, porque corren tiempos de extrema sensibilidad, y sucede que cuando se incorporan al análisis los matices que tiene todo asunto siempre hay alguien que prefiere leer una justificación. No hay nada que justificar: Pity disparó y mató, y el único destino posible para un homicida es la cárcel.

Que la Justicia siga su marcha como corresponde, entonces, pero que eso no obture la capacidad –la necesidad– de contemplar el asunto en todas sus facetas, que el “caso Pity” no se quede en esa etiqueta y ese zócalo. Del valor artístico de algunos trabajos de Alvarez no puede haber duda. Viejas Locas fue un eslabón importante en la cadena que engarza a los Redondos, a Los Piojos y La Renga, y que se fue afinando cada vez más hasta caer en las mediocres copias que se popularizaron en el nuevo siglo, que glorificaron el aguante antes que la música y desembocaron en Cromañón. Intoxicados fue una experiencia audaz, que buscó otras texturas. Pero la dimensión artística se extinguió en el caldero de adicciones. La última grabación de Viejas Locas fue un disco no solo musicalmente pobre, sino conceptualmente impensable en el contexto actual: basta ver en tiempos de #NiUnaMenos la tapa de Contra la pared (2011) y atender a la letra que habla de violentar sexualmente a una menor. Tamaño despropósito ya era en ese momento otra consecuencia del estado enfebrecido que había cobrado el músico.

Podría decirse, como tantas veces, que a Pity se lo comió el personaje. Que se volvió intratable para todo el que quisiera que se rescatara –afectos, colaboradores, managers, abogados– y fue quedando de lado, abandonado a su propia y generalmente mala suerte. Es muy difícil tratar con un adicto, más aún si se agrega el componente de mayor o menor megalomanía del que se sube al escenario y recibe la adoración de multitudes. Salvo que intervenga una rehab contundente y definitiva, el adicto suele quedarse solo. Deja de ser un artista: se convierte en una mascota.

A los medios, se sabe, les encantan las mascotas. Producen clicks. Generan audiencia. Fidelizan a una masa de público durante una considerable porción de tiempo sin tener que disponer más que de información raleada, a cuentagotas o incluso inexacta. Todo nuevo retazo realimenta el ciclo. Y la mascota va y mueve la cola. En los últimos años, Pity le dio a los medios mucho de eso, episodios cinematográficos en la vida de un muchacho limado. Y mientras el festín continuaba, el sistema judicial, sanitario y policial de este país rebotaba entre sus propias ineficacias y sistemas anquilosados o ilógicos. Para un tribunal, una pericia psiquiátrica demostraba su inimputabilidad; para otro tribunal, la misma pericia psiquiátrica demostraba que era plenamente consciente de sus actos. Frente a las incongruencias, la decisión fue la nada misma. Dilatar. Hacer cumplir con una rehabilitación nominal que no sirvió de nada, que mandó de regreso a la calle al tipo igualmente o peor limado, que siguió dando avisos de volatilidad hasta que terminó asesinando a otra persona. 

Pity Alvarez es el responsable de la muerte de Cristian Díaz. Hay muchos responsables de que Pity Alvarez estuviera tirando tiros tan tranquilo desde su ventana, como hay una cadena de responsables toda vez que una mujer es golpeada, violada o asesinada por una ex pareja que supuestamente no podía acercarse a menos de 200 metros. El sistema judicial argentino está enfermo; es algo comprobable en casos resonantes de presos políticos o persecuciones ideológicas y sindicales en la era macrista, pero también en lo micro, en el caso anónimo de todos los días, en los ciudadanos de a pie que lidian con infiernos similares al del personaje público pero no tienen la atención del prime time. Salvo algún caso especialmente escabroso, que se termina diluyendo con el tiempo. 

Pero es interesante volver sobre el tema de la mascota mediática que, como las animales, no tiene plena conciencia de serlo. Simplemente está allí y hace lo que le sale hacer. Hay hasta una coincidencia morbosa en ese “hice lo que haría cualquier animal” que soltó Pity en la mañana del show de la entrega a la policía. Si aquellos que delinquen generalmente suelen tocar el repetido cover de “soy inocente, eso no es mío, es un complot en mi contra”, Pity volvió a darle a cámaras y micrófonos aquello que fue entregando en episodios con el robo del remise, el tiro en la pierna de un productor, las amenazas con arma a una fan y su madre, los choques en moto, las caídas de escaleras y las siete horas de espera para un concierto. Nada de meterse rápido en la comisaría con una campera en la cabeza: con la habitual vestimenta llamativa, se plantó y largó una confesión en toda regla, utilizando los códigos del aguante de “era él o yo”. El valor jurídico de la declaración es nulo, pero el efecto es una onda expansiva que hace estallar todos los canales de comunicación. El responsable de un homicidio, músico famoso, dice “Sí, yo lo maté” en la primera mañana informativa. Un león atravesando el aro de fuego.

La historia del rock –la de otros géneros también, pero aquí estamos hablando del Pity– abunda en ejemplos de mascotas, de las que quisieron serlo, las que lo fueron casi sin darse cuenta y las que se resistieron. El día que se cansó de ser el animalito angustiado favorito de una audiencia planetaria y una industria musical encantada con sus cabriolas, Kurt Cobain también ejecutó un acto de violencia extrema, solo que contra él mismo. Sid Vicious, que ni siquiera tenía talento musical, fue tan buena mascota, tan respetuosa de la caricatura en la que terminó cayendo cierto punk, que incluso dejó fijada una suerte de manual de usuario. Drogas duras, apariciones explosivas, escándalos públicos, el asesinato de su novia Nancy Spungen y la extinción por sobredosis: gracias Sid, dijo la industria sin dejar de imprimir pósteres y fabricar camisetas. Muchos años después, Pete Doherty asumió gustoso ese lugar de bufón de la corte mediática, de tipo cuya aparición en antros nocturnos era el maná de movileros y fotógrafos.  

Syd Barrett también podría haber sido ese muñequito, pero eligió el exilio psíquico. Otros personajes lo entendieron todo y tuvieron la astucia y habilidad para tomar los hilos en sus manos. Cuando Andrew Oldham echó a correr eso de “¿Usted dejaría que su hija se case con un Rolling Stone?”, Mick Jagger y Keith Richards recibieron una lección que aprovecharían bien en su larguísima carrera: nosotros somos los monos, sí, pero también somos los dueños del circo. Entre fines de los ‘80 y parte de los ‘90, Guns N’Roses se apoderó del cetro del rock más aguerrido, y no solo por sus virtudes y su solvencia para moverse en el mapa dibujado por Black Sabbath, Led Zeppelin y Deep Purple. En la pose deliberadamente guarra, las fotos con botellas de Jack Daniels, faso en la mano y gesto disoluto, está implícita la búsqueda de ser las nuevas mascotas que atemoricen a la sociedad bienpensante, a las autoridades escolares, los políticos y jefes de policía. Pero fue en sus términos, con el control en la mano, haciendo que quien quisiera entrevistarlos debiera firmar un contrato en el que se comprometía a someter el texto a la revisión de la banda. Los GNR otorgaron harto centimetraje y segundaje mediático con sus excesos, pero fue sobre todo en su propio provecho. Solo en la Argentina llegaron a perder ese control: ante la insólita construcción con el mito de la bandera y las botas quemadas, hasta el irreductible Axl Rose tuvo que pasar al modo mascota mansa y ponerse una camiseta de la Selección. Ni siquiera Charly, otro ejemplo del sacado que los medios adoran y un tipo que hace básicamente lo que se le canta, ha podido escapar del todo del rol, teniendo que a veces sobreactuar su rehabilitación y recuperación.

Mal asunto cuando un artista se convierte en mascota. Peor asunto, mucho menos pintoresco, cuando se convierte en una mascota asesina.