En 2011, una monumental biografía sobre el escritor inglés Martin Amis (Swansea, 1949) había aparecido firmada por Richard Bradford. El interés de la prensa especializada no podía ser menos. Incluso, algunos denunciaban el acto como una especie de carta de muerte entregada al propio Amis, quien, todavía respirando, ya tenía el dudoso privilegio de contar con un libro que recogía cada uno de los detalles de su vida en más de 400 páginas. Sin embargo, la reseña que apareció en The Spectator el 5 de noviembre de ese mismo año plantó, seguramente, una pregunta (¿una semilla?) que habrá sido seguida por varios fanáticos de Amis, pero también por una enorme cantidad de obsesos que consideran un dato menor el nombre del autor con respecto a la misteriosa obra mencionada. “¿Dónde está Invasion of the Space Invaders?”, vociferaba Sam Leith en la primera línea de la nota. “Eso es lo que quiero saber. Con solamente consultar la bibliografía de Richard Bradford cualquier puede darse cuenta que en 1982 Martin Amis publicó un libro –subtitulado ‘una guía de adicto’– sobre cómo ganar en el Space Invaders, y que (presumiblemente) nunca dejó que el libro vuelva a ser impreso”. Varias páginas web especializadas comenzaron a rastrear la existencia de este verdadero incunable, el cual se vende en Amazon, usado, en 120 dólares, además de empezar a especular el por qué no había vuelto a ser reeditado. La editorial Malpaso ha sacado la única edición en castellano de un libro que ha alcanzado el punto de ser mítico, tan mítico que muchos periodistas que aseguran haberlo leído dicen que se encuentra a Amis en su mejor momento en cuanto a manejo del estilo se refiere. La invasión de los marcianitos es, claro está, una de esas joyas que hará las delicias de los amantes de las curiosidades literarias. Y de los videojuegos, por supuesto. 

Una de las particularidades que tiene el libro, aparecido entre la publicación de Other People (Otra gente, 1981) y Money (Dinero, 1984), es que está escrito desde un punto de vista claramente esquizofrénico. ¿Por qué? Porque cualquier lector se puede dar cuenta de que Amis retrata el mundo de los videojuegos entre finales de los 70 y comienzos de los 80 desde el lugar del dandy que rechaza las fantasmagorías de lo nuevo y, también, desde el más absoluto junkie de las pantallas. El libro comienza con la sorpresa que siente Amis cuando, en Francia, en 1979, sentado en un bar, tomando un café y ocupándose de algún que otro asunto, recibe con la misma sorpresa que el maître del lugar la llegada de un nuevo aparato. Lo colocan a un costado del atemporal bar junto a la estación Tolón y lo descubren para la más absoluta fascinación de todos los presentes. La máquina era un Space Invaders, juego diseñado por Toshihiro Nishikado y puesto en circulación por la empresa Taito en 1978, auténtica pieza de la cultura popular que cambiaría la manera en la cual el mundo de los arcades iba a ser de allí en adelante. Ese mismo día, cuenta Amis, probaría la máquina hasta salir obnubilado a las 11 de la noche, hora de cierre del bar, con la cabeza un poco mareada y, como el mismo afirma, “totalmente hechizado”. La invasión había comenzado. 

SOMOS ADICTOS

¿Qué lado negativo puede haberle encontrado un apenas treintiañero Martin Amis a los videojuegos? Casi como si fuera un padre escandalizado frente a los juguetes nuevos, Amis no para de quejarse una y otra vez de que existe la posibilidad de que una auténtica adicción a escala mundial haya tomado al ser humano por sorpresa. Al comienzo, parece jocosa su enumeración de nuevas enfermedades que tienen que ver con los dedos o los codos lastimados por las incómodas posiciones que había que tomar para tratar de alcanzar los puntajes más altos en el Space Invaders, o en juegos como el Missile Command o incluso el Frogger. Pero después, esa aparentemente inofensiva esquizofrenia entre haber quedado pegado al juego y reconocer alguna que otra desventaja física por jugarlo se convierte directamente en paranoia. Así, uno de los más importantes escritores en lengua inglesa habla del horror sentido por la noticia de ciertos chicos que se prostituían por monedas para poder seguir jugando a Astro Panic, o de jóvenes inexpertos que agarraban un par de armas, entraban a un banco y pedían una cantidad tremenda de dinero pero, eso sí, “todo en monedas”.

Su descripción de los lugares en donde encontrar las hipnotizantes consolas no se queda atrás. Universos oscuros en donde merodean los fanáticos de los juegos pero, también, aquellos que le suman a la adicción “marciana” el consumo real de alcohol o drogas, o incluso la perversión de la mente infantil. Un poco jugando, otro poco en serio, advierte: revisen si los niños registrados como desaparecidos en sus casas no están en el local de videojuegos más cercano frente a una pantalla. 

En la primera parte, dedicada a contemplar el mundo de los videojuegos desde el lado más sociológico, analizando pros y contras, el autor también larga un par de cuestiones que son realmente pioneras en lo que después se convertiría en un negocio por demás serio que, en la actualidad, no sólo mueve millones, sino que también funciona como un verdadero faro cultural que está empezando a modificar todos los otros espacios de entretenimiento que el hombre tiene para sus numerosas horas de ocio. En principio, la descripción de Silicon Valley, un lugar que a comienzos de los 80 era apenas una promesa, pero que muy pronto se convertiría en el punto central de donde emergerían los elementos que hoy condicionan de cabo a rabo nuestra vida social. En segundo lugar, las contradicciones que el discurso en torno a los videojuegos y el uso de computadoras, en general, significa. Hoy, estamos por demás seguros que es necesario que los más niños tengan acceso a una netbook o a un celular para poder meterse de lleno en la “sociedad informatizada” que sentimos que estamos viviendo pero que aún no ha desplegado todo su potencial. Pero pensemos que, en 1982, los videojuegos se percibían como instrumentos endemoniados que pervertían a los niños, motivando acciones sin sentido, como restringir la cantidad de horas que los locales de videojuegos estaban abiertos o prohibirlos totalmente, como ocurrió en Filipinas en 1981. No sin humor, en el último capítulo del pequeño ensayo, Amis recuerda que, al comienzo de la era de la televisión, mucha gente tenía miedo de desnudarse en frente del aparato por temor a ser observados por alguien en algún puesto de control, de este lado o del otro del Bloque Occidental.   

Lo verdaderamente alucinante del libro está en el medio. Y es que luego de hacer un resumen del caso en términos de fenómeno, antes de pasar a hacer futurología y hablar del destino de las consolas caseras, Amis, en el segundo capítulo, explica las mejores estrategias para ganarle a los juegos más populares del momento. Ya hablamos del Space Invaders, claro, pero aquí el otrora niño terrible de las letras sajonas pasa un par de páginas explicando cómo aprovechar la sucesión de oleadas en el Defender para sacar la mayor cantidad de puntos, o por qué PacMan es un juego que atrae a la audiencia femenina (comentario cargado de una misoginia gamer notable), o por qué el Frogger es un juego tonto que sólo es superado por el sin sentido de otra pieza de entretenimiento con muy poco futuro: el Donkey Kong. Y aquí el fanático pisa el palito: Amis considera tonto todo el proyecto de Nintendo, ya que seguro iba a transformar algún elemento tonto de la vida cotidiana en videojuego. Cosa que en algún sentido hizo, ya que le dio al héroe de la pantalla, un fontanero con ganas de rescatar a una princesa, la posibilidad de transformarse en uno de los mayores íconos culturales de la historia. Un tal Mario, dicen.    

SEÑALES DEL FINAL

 Otra de las perlitas que tiene el libro es realmente un símbolo de la catástrofe por venir. No otro que Steven Spielberg, quien en ese mismo año estrenaba la película E.T., y que venía de un exitoso filme como Indiana Jones y los cazadores del Arca Perdida (1981), es el responsable del prólogo a la edición original del libro de Amis. ¿Qué hace Spielberg hablando de videojuegos en ese año? Además de un confeso fanatismo, el director estrella consideraba que el Invasion of the Space Invaders de Amis iba a causar un gran revuelo porque, precisamente, estaba contando una adicción por parte de alguien que confiesa no sentirse fuera de ella. Spielberg, también presa de tal tormento, dice además que ya llegó a los 500.00 puntos en el Missile Command y que aspira a lograr unos 75.000 en las nuevas máquinas que estaban llegando a los locales. Al final del prólogo, casi parece hacer un guiño a la película que estaba promocionando: habla de que algunos de los marcianos que nos invaden pueden ser, de hecho, muy simpáticos. 

Lo curioso es que el libro está situado justo en un momento de cambio para la industria, cambio en el que Steven Spielberg iba a tener su cuota de participación. En ese mismo 1982, cerca de Navidad, y con sólo cinco semanas y media de preparación, saldría al mercado el juego E.T. para la consola Atari 2600, en ese momento, la máquina por encima de toda máquina en lo que a entretenimiento hogareño se refiere. La jugabilidad era de por sí bastante difícil y los objetivos poco claros: E.T. iba tratando de evitar caer en pozos mientras lo perseguían agentes del FBI y científicos. Obviamente, todo visto con las limitaciones gráficas de la época. Será este mismo cartucho, vendido en millones, el que comenzará a ser devuelto en la misma abusiva cantidad y empezará a ser señalado como el peor videojuego de la historia, título que carga hasta el día de hoy. No sólo arruinó la carrera de su programador, el ingeniero en sistemas Howard Scott Warshaw –considerado una joven y millonaria promesa, como dos ex empleados de Atari que por esos años estaban armando su propia compañía: Steve Wozniak y Steve Jobs–, sino que también fue señalado como el responsable de hundir a Atari en el desastre financiero, provocando su fuerte achicamiento, venta y repartija a otras empresas. En el excelente documental Atari: Game Over, del guionista y gamer Zak Penn, disponible en Netflix, puede seguirse la increíble historia de los juegos que quedaron de esta megaempresa pionera: a fines de 1983, miles de copias de E.T., de Centipede y de Missile Command, juego amado por Spielberg y admirado por Amis, fueron enterradas para nunca más ser vistas en Alamogordo, Nuevo México. En 2014, un grupo de excavación con permiso municipal logró encontrar, a casi nueve metros bajo tierra, el tesoro gamer perdido, los cartuchos que habían quedado de una época dorada.     

Casi como los videojuegos de Atari, el libro de Amis es un tesoro desenterrado que el mismo responsable se había encargado, durante mucho tiempo, de poner fuera de la mirada pública. Si bien su estilo no se puede apreciar del todo por la cantidad de términos ibéricos que reemplazan a los del inglés (cosa evidente en el título que reemplaza “Space Invaders” por “marcianitos”, nombre que llevó el videojuego en España), aún así la lectura de La invasión de los marcianitos puede ser refrescante, no sólo por la brevedad y la prosa amable, sino por la serie de curiosidades que se descubren a cada página y por el hecho mismo de que conforma una especie de pieza de museo de la cultura popular de los últimos treinta y pico de años. Y aunque a Martin Louis Amis no le guste mucho que estemos hablando de este ejemplar, nos consuela pensar  que en algún lugar, en alguna consola abandonada de algún local de videojuegos del mundo, un Space Invader o un Defender todavía enchufado y funcionando tenga en la lista de puntajes más altos tres obligatorias letras de un temprano fanático de los jueguitos: MLA.