¿Qué pueden aprender las fuerzas populares argentinas del triunfo de Jair Bolsonaro en Brasil? 

La primera lección es táctica. Si se miran con atención las series históricas es fácil comprobar que el electorado de derecha brasilero no aumentó. De hecho, Bolsonaro obtuvo en la primera vuelta más o menos el mismo porcentaje que en el pasado habían cosechado los candidatos del PSDB. Lo que sucedió es que, tras dos décadas de expresarse a través de políticos moderados como Fernando Henrique Cardoso, José Serra y en menor medida Geraldo Alckmin, esta vez la derecha se unificó en torno a un candidato más radical. En otras palabras, la derecha brasilera no es más grande: es más intensa. 

En este escenario, el PT optó por una riesgosa división de su electorado natural, lo que marca una clara involución en un partido con una larga tradición antisectaria que históricamente había hecho enormes esfuerzos por contener a todas las facciones del campo progresista, incluyendo a sectores del troskismo. Lula, proscripto por una sentencia arbitraria de la justicia, demoró hasta último momento la designación de un reemplazante y no consiguió articular un frente más amplio. La política no se construye con matemáticas, pero es evidente que algún tipo de acuerdo con Ciro Gomes, que obtuvo el 13 por ciento en la primera vuelta, le hubiera permitido llegar al ballotage en mejores condiciones. ¿Qué nos dice esto sobre la Argentina? De un lado, las reglas de nuestro ballotage, menos exigentes que el 50 por ciento más un voto brasilero, favorecen a la fuerza mayoritaria, que puede llegar al gobierno con menos porcentaje de votos, como de hecho sucedió en todas las elecciones presidenciales salvo en dos. Esto en principio beneficiaría al oficialismo, es decir al macrismo. Pero aquí existen las PASO, una herramienta institucional ideal para resolver internas manteniendo la unidad en la diversidad. No se trata entonces de extraer conclusiones apuradas sino de advertir que, con una derecha unificada, la fragmentación es un lujo que las fuerzas populares no se pueden permitir.

Otro aprendizaje táctico, muy útil a la hora de planificar campañas y asignar presupuestos: el poder de los medios tradicionales, incluso de la televisión, es más relativo que nunca. Claro que en la Argentina ya lo sabíamos, desde el momento en que –con la misma configuración mediática y el mismo poder de Clarín–  el kirchnerismo arrasó en 2011 y perdió en 2015. En las elecciones brasileras, Alckmim contaba con la mitad del espacio asignado en televisión y obtuvo apenas el 5 por ciento de los votos. Bolsonaro disponía de menos del 4 por ciento del tiempo asignado. 

Pero también hay aprendizajes políticos. La elección brasilera demuestra que el rechazo que genera la izquierda en importantes sectores de la sociedad no debe subestimarse. Las investigaciones demoscópicas coinciden en que el anti-petismo explica en buena medida el apoyo a Bolsonaro, del mismo modo que las encuestas argentinas confirman el rechazo duro que sigue despertando el kirchnerismo en franjas importantes del electorado (quizás el anti-kirchnerismo sea hoy, más que el kirchnerismo o el macrismo, la identidad política más sólida de la Argentina). 

Por supuesto, esto se explica en primer lugar como una reacción a las políticas de inclusión social y ampliación de derechos desplegadas por ambos gobiernos, que en el caso de Brasil, con una sociedad más desigual y jerarquizada que la nuestra, fue adquiriendo la forma de una verdadera revancha de clase. Pero la clave no reside exclusivamente en los avances de los gobiernos populares, avances que deben defenderse y negociarse, sino también en sus déficits y pendientes. La idea de que el anti-petismo –o el anti-kirchnerismo–  se explica solo por la resistencia a sus conquistas sociales es tan autocomplaciente como políticamente improductiva. Y además es falsa: durante su largo ciclo en el poder la izquierda latinoamericana terminó involucrada en diferentes episodios de corrupción y, considerada globalmente, no pudo mostrar un comportamiento ético distinto, lo que insólitamente les permitió a las fuerzas de derecha apropiarse del discurso de la transparencia. Pero además, y esto es aún más importante, no logró ofrecer soluciones a problemas concretos, como el aumento de la inseguridad y el narcotráfico, que el PT enfrentó de manera sinuosa, llegando incluso a emplear a los militares para tareas de seguridad interna (en los fracasados operativos de pacificación en las favelas ordenados por Lula) y finalmente haciéndose a un lado para que el PMDB se ocupara del tema en Río de Janeiro, el Estado más crítico, en tanto que el kirchnerismo optaba por minimizar el asunto o simplemente hacer de cuenta que no existía. 

El triunfo de Bolsonaro también demuestra que los avances culturales registrados en los últimos años son frágiles. Como en la Argentina, en Brasil se viene registrando un fortalecimiento de los movimientos relacionados con los derechos de las mujeres y las minorías sexuales que, aunque más tímidamente que aquí, se tradujo en algunas políticas y normas tendientes a ampliar los márgenes de tolerancia y pluralismo del Estado y la sociedad. Esta efervescencia se expresó en las gigantescas manifestaciones que, con el slogan Ele Não, rechazaban las propuestas fascistas de Bolsonaro... que de todos modos arrasó en las elecciones. En otras palabras, las transformaciones sociales no se reflejan automáticamente en conquistas político-electorales.

Sobrevolemos ahora un tema delicado, como un primer apunte de desarrollos posteriores: la derecha latinoamericana es multicolor. Hay, en primer lugar, coincidencias: tras su súbita conversión al neoliberalismo, el programa económico de Bolsonaro es similar al macrista, aunque todavía hay que esperar para comprobar hasta qué punto logrará aplicarlo. Es probable que en este aspecto el militar, forzado por la tradicional resiliencia del desarrollismo brasilero, termine revelándose más moderado que el empresario. 

El enfoque represivo en materia de seguridad pública también emparenta a ambos líderes. Es curioso, pero la demagogia punitiva no formaba parte del discurso original del macrismo, que en este aspecto era más suave que Sergio Massa, que no dudó en bloquear mediante una serie de slogans falaces el buen proyecto de reforma del Código Penal que Cristina encargó a una comisión multipartidaria que incluía a Federico Pinedo. Sin embargo, la pésima performance económica y social de su gobierno llevó a Macri a explorar otros mecanismos de interpelación social, entre los que se destaca el discurso del orden: las provocaciones xenófobas, la habilitación explícita al gatillo fácil de las fuerzas de seguridad y las recientes declaraciones de Patricia Bullrich sobre la tenencia de armas forman parte de este giro bolsonariano del gobierno argentino, como si el déficit cero pudiera compensarse con tolerancia cero. Sin embargo, el macrismo no ha avanzado aún en la baja de la edad de imputabilidad ni ha implementado un cambio radical de doctrina para que el Ejército se ocupe de la seguridad en los grandes centros urbanos, dos medidas que forman parte esencial de la plataforma del nuevo presidente brasilero.

Hay otras diferencias. El discurso macrista incluye como uno de sus elementos centrales una apelación republicana de regeneración institucional subrayada por su alianza con el radicalismo, percibido por un sector de la sociedad como “el partido de la República”. Esto ha hecho que, como escribió Pablo Stefanoni, el adjetivo “populista”, que en Brasil se posa cómodamente sobre Bolsonaro, en la Argentina forme parte desde hace años del arsenal antikirchnerista. Y aunque por supuesto el republicanismo macrista no se verifica en la práctica, de todos modos marca una diferencia importante con el programa de Bolsonaro (recordemos que tanto él como su equipo dijeron en diferentes momentos que solo aceptarían el resultado de las elecciones si las ganaban, que la tortura es una solución al problema de la inseguridad, que podrían cerrar el Congreso en caso de que pusiera trabas a la gestión, que la dictadura brasilera mató poca gente, que Pinochet debería haber matado más gente, que no estaría mal designar a una comisión de notables para que redacte una nueva constitución y que alcanza con un soldado y un cabo para cerrar el Supremo Tribunal Federal). 

El discurso de Bolsonaro -todavía no podemos hablar de hechos- tiene un componente autoritario y militarista ausente en el discurso de Macri, expresión de una derecha gerencial que pese a todos sus desvíos se mantiene dentro de los límites amplios del juego democrático. La explicación habrá que buscarla en la historia. Durante sus dos décadas en el poder, la dictadura brasileña desplegó una represión feroz, que incluyó asesinatos y torturas pero que no alcanzó los niveles de Argentina, Chile y Uruguay. Toleró además una oposición domesticada y mantuvo al Congreso en funcionamiento, lo que más tarde permitió una transición a la democracia gradual y pactada. Decisivamente, el hecho de que el golpe brasilero se haya producido una década antes que el argentino les permitió a los militares adelantarse a la crisis del petróleo con una gestión económica desarrollista que durante algunos años logró el famoso “milagro”. En suma, los brasileños tienen una relación con su dictadura diferente de la nuestra, lo que atenúa los reflejos anti-autoritarios y habilita enfoques no democráticos que aquí resultarían intolerables: la escena de una sociedad movilizada para rechazar el dos por uno a los represores es inimaginable en un país como Brasil, que no juzgó a sus represores y donde los militares conservan altos niveles de legitimidad social. 

Por otra parte, Bolsonaro defiende una serie de valores ultraconservadores en materia de género y diversidad sexual que se encuentran discutidos en el gobierno argentino, que es más bien un mix irresuelto entre la tradición conservadora y la liberal. El debate por el aborto fue una muestra a cielo abierto de estas contradicciones: Macri habilitó el tratamiento legislativo del tema, su bloque votó mayoritaria –pero no totalmente– en contra, y contuvo posiciones tan diferentes como las de Esteban Bullrich y Silvia Lospennato. Impensables en el Brasil de Bolsonaro, los carteles luminosos del muy macrista gobierno porteño convocan a la “Semana del orgullo BA”.

Sucede que, aunque las miradas más ramplonas lo nieguen, hay muchas derechas, y que englobarlas a todas como si fueran lo mismo ayuda poco a entenderlas y menos aún a elaborar estrategias políticas para enfrentarlas. Debe haber alguna diferencia entre un Bolsonaro que dice que prefiere un hijo muerto que homosexual y que no violaría a una mujer porque es fea, y Macri, por más machirulo que sea. La derecha latinoamericana es diversa porque los países, las historias y los liderazgos son distintos. Y una vez más aclararemos: captar la complejidad de un fenómeno no supone avalarlo. Si durante la última década la izquierda regional mostró importantes diferencias, por ejemplo entre el autoritarismo chavista y la moderación lulista, ¿por qué la derecha debe ser toda la misma?

Habrá que volver sobre este punto. Mientras, agreguemos que la elección brasilera nos deja un aprendizaje histórico. Quizás por la experiencia del 2001, cuando la crisis del neoliberalismo dio pie a un largo ciclo nacional-popular, nos acostumbramos a pensar la historia argentina como un péndulo perfecto, un eterno ida y vuelta derecha-izquierda-derecha. Esto ha llevado a un sector del progresismo, incluyendo al kirchnerismo sunnita, a adoptar la estrategia de la contemplación: aguardar a que el macrismo se derrumbe -o, lo que es lo mismo, a que la gente se de cuenta de lo que realmente está ocurriendo- para que le llegue nuevamente el turno, sin instalar temas nuevos más allá de la crítica al actual estado de cosas y la reivindicación de lo que se hizo, sin ofrecer una agenda de futuro y por supuesto huyendo de cualquier ejercicio de revisión o autocrítica. Pero la historia no es una secuencia impecable sino un serpenteo desconcertante. Y por eso la última lección que nos deja Brasil es que a una crisis desatada por la derecha puede seguirle un gobierno de ultraderecha, que las fuerzas populares nunca tienen el futuro asegurado y que sentarse a esperar que la sociedad vuelva arrepentida a sus brazos es lo mismo que renunciar a la política.

* Director de Le Monde Diplomatique, Edición Cono Sur.