Las canciones han ido siempre acompañando mi recorrido, como en una historia paralela, una banda de sonido, un clima sonoro que refuerza el racconto de mis andanzas.

Me considero, de algún modo, hijo del exilio. Sin haber tenido participación directa, ni obrado ningún tipo de acción política por obvias razones de edad, me defino en esta subcategoría –no en un sentido despectivo, sino meramente fáctico–, la de aquellos que se encontraron un día en situación de niñez y desarraigo, teniendo que hacer un veloz y pesado “recálculo”, con el solo apoyo de sus aún mas desorientados padres. 

Mis últimos años de exilio los pasé en Brasil, en la ciudad de Campinas, hasta mi regreso a la Argentina en el año 1984. En ese período me fanaticé con la Música Popular Brasileira (MPB), y con la gran fortuna de ser testigo activo (y contemporáneo) de un momento particular y muy prolífico de la música de Brasil: el del Movimiento de Música Independiente, aquel de Arrigo Barnabé, Grupo Rumo (Na Ozzetti), Premeditando o Breque e Itamar Assumpcao. Todos artistas con base en la ciudad de Sao Paulo, y nucleados en la célebre Lira Paulistana. 

También por aquel entonces me fascinaron “Os mineiros”. Minas Gerais es un Estado con mucho apego a la tradición, y donde paradójicamente hubo de germinar toda una generación de artistas modernos, con una estética muy personal, encarnada en autores y compositores como Milton Nascimento, Fernando Brandt, Flavio Venturini, Lo Borges, Wagner Tiso, Beto Guedes y Toninho Horta, entre muchos otros. Autores con raigambre en una tradición secular, podemos decir, y agrupados en el mítico “Clube da esquina”. Una movida que irradió por todo Brasil y por el mundo. 

En mis fogones del secundario brasileiro nunca faltaban  baladas “ao estilo mineiro” (léase caipira, léase sertanejo) como “Fazenda”, o “Travessia” de Milton (el non plus ultra de la elaboración armónica en MPB), “Romaria” de Renato Teixeira, o “Nascente” de Flavio Venturini. Era todo un capítulo emocionante de aquella época tan prolífica. En lo personal, una de las obras mas bellas fue siempre “Desenredo”, de Dori Caymmi y Paulo César Pinheiro.

Ya regresado entonces a Buenos Aires, como estudiante de la Facultad de Bellas Artes de La Plata y cuando corría el verano del año 1985 –que, si bien tortuoso, aun tenía un perfume a primavera alfonsinista y democracia recuperada–, se corrió la bola de un importante taller de música que se estaba organizando en Río de Janeiro, nacido con espíritu militante como contracorriente a la hegemonía de la música llamada culta y a los dictados estéticos de las grandes compañías grabadoras. Talentosos músicos de Brasil, Uruguay y Argentina, compartiendo una mística, se organizaban en un encuentro anual itinerante: El Taller de Música Popular Latinoamericana. ¡Y allá fuimos!

Primero tomamos el tren desde Chacarita hasta Paso de los Libres, y luego el interminable pullman hasta Río de Janeiro. Allí estaban conmigo Jana Purita, Jorge Fandermole, Claudia Levy, Susana Rattcliff, y tantos otros... allá nos esperaban, en un convento alquilado, Ian Guest,  Jards Macalé, Leo Masliah, Eduardo Lazaroff,  Luis Trochón, Gabriel Senanes, Pichi de Benedictis, Silvina Garré y también –¡como si fuera poco!– Hermeto Pascoal y Chico Buarque. Mientras tanto, en mi walkman sonaba “Desenredo”.

“Desenredo” es una canción de ruta, de mirada infinita hacia el horizonte tan lejano, canción de viajeros, de exploradores sedientos, pero también es una canción de dolor humano, de preguntas sin respuestas. Así me sentía yo en aquel entonces con mi walkman y haciendo dedo por la ruta. “Desenredo” devino en una suerte de leit motiv que glorificaba la travesía. El mundo era mío, sin dudas, y nada podía salir mal viajando en el estribo de un tren o durmiendo al costado de la ruta. Aquel verano, fue entonces una suerte de regreso muy ansiado a Brasil. Y en el walkman siempre sonaba “Desenredo”

No me detendré aqui a detallar la enriquecedora experiencia del curso, de toda esa música, de todas esas horas compartidas. ¡Fue un lujo! Al terminar el curso en Río de Janeiro, no estaba de ningún modo dispuesto a regresar simplemente a Buenos Aires. Por lo que estiré todo lo que pude mi estadía en Río y, doblando la apuesta aventurera,  me tomé un micro a Salvador, Bahía. Inicialmente me alojé en una residencia de la Universidad Federal de Bahía, libreta de estudiante en mano. Pero en poco tiempo pasé a dormir en iglesias, plazas y playas. Prometí algunos amores eternos que nunca cumplí, frecuenté linyeras, bolicheros, estudiantes, prostitutas y banqueros, me detuve a mirar en los ojos de igual a igual. Tal fue mi modesta “travesía del Che” por nuestra intensa acuarela latinoamericana. Mi dinero y  provisiones ya inexistentes hacía tiempo me llevaron finalmente a echar mano de mis habilidades musicales. Hice entonces algunas noches en algún que otro “barzinho” y así tocando, fui de a poco regresando al lejano sur. Toqué en Salvador, en Ilhéus, en Arraial D’Ajuda y también en Río. Para mi sorpresa, mis mayores “éxitos” allí fueron canciones al estilo mineiro. Recuerdo por ejemplo “Calix Bento”, y “Fazenda” de Milton Nascimento, también “Faltando um pedaco” del nordestino Djavan. Pero el momento de clímax en mis presentaciones siempre era “Desenredo”, esa canción de belleza y simpleza conmovedora que no paraba de acompañarme y de sonar en mis oídos, en una suerte de soundtrack de mi saga juvenil.


Brian Chambouleyron, hijo de padres argentinos, nació y vivió su primera infancia en Francia. Se instaló un tiempo en Argentina, y luego vivió en México y en Brasil antes de regresar a Buenos Aires para radicarse definitivamente. Actor además de músico, participó de espectáculos y grabó discos como Glorias porteñas (1998) y Patio de tango (2001) antes de desarrollar una intensa carrera solista. Su discografía incluye Chambouleyron le canta a Gardel (2004), Voz y guitarra (2005), Tracción a sangre (2008), Figuración de Gabino Betinotti, (2011), Canciones al oído (2012), Juglar (2015) y Mare nostrum (2017).