“Si creés que pusieron un hombre en la Luna...”, cantaba Michael Stipe, haciéndose eco de los mitos alrededor de las seis visitas del ser humano al satélite natural de su planeta. Como las de los terraplanistas, se trata de leyendas que se transmiten como verdades reveladas, usualmente apoyadas en demostraciones seudocientíficas, y que pueden o no incluir la presencia de Stanley Kubrick, como demuestra Operation Avalanche (2016), del canadiense Matt Johnson, película que en Argentina sólo pudo verse en el Festival de Mar del Plata y que, de manera relativamente realista, imaginaba una compleja conspiración para hacer pasar gato por liebre lunar. El nuevo largometraje del estadounidense Damien Chazelle –que a los 33 años sigue siendo uno de los realizadores más jóvenes en la lista A de Hollywood– opta, en cambio, por trasladar a la pantalla algunos de los hechos reales, palpables y comprobables, de la vida profesional y privada de Neil A. Armstrong, el primer hombre en pisar la superficie de la Luna. Y lo hace con las armas del cine de gran presupuesto –efectos especiales de última generación– y las del cine narrativo de corte masivo; es decir, apegado a las reglas de la ecuación espectáculo + emoción. (Aunque el Armstrong real, según consta en la mayoría de los recuerdos de quienes lo conocieron, no fue una persona particularmente emocional). El primer hombre en la Luna, cuyo estreno comercial local está anunciado para el jueves 29 de este mes, recorre los avances, tropezones y caídas fatales de una porción del proyecto espacial de la Nasa durante la década del 60 con las vidas privadas de aquellos que hicieron de la conquista del espacio exterior una (peligrosísima) forma de vida. La primera escena ejemplifica la forma cinematográfica elegida para representar los primeros escapes más allá de la estratósfera, rozando esa barrera invisible conocida como línea de Kármán, a unos cien kilómetros sobre el nivel del mar: la cámara nunca escapa de la cabina del tripulante, impidiendo una panorámica general del avión experimental, potenciando la sensación de encierro y entrega casi total a las leyes de la física. Es una secuencia que logra trasladar al espectador a una época en la cual los cálculos de trayectorias no eran resueltos por súper computadoras y la ingeniería aeroespacial dependía en gran medida de materiales pesados. “Acá estoy, sentado dentro de una lata de metal”, afirmaba otra famosa canción. Imágenes y sonidos que logran representar de manera fiel el enorme riesgo que implicaban esas misiones, que muchas veces arañaban las fronteras de lo suicida.

Una placa en la pantalla señala el año exacto, 1961, y el lugar del aterrizaje, el Desierto de Mojave. Armstrong –quien ocho años más tarde se convertiría, por unos meses, en el hombre más famoso del mundo– baja del North American X-15 con su pesado traje y casco a cuestas, todavía sorprendido de haber visto por primera vez en su vida los efectos reales de la falta de gravedad. El rostro en la pantalla es el de Ryan Gosling, nuevamente a las órdenes de Chazelle luego de La La Land, la aventura musical ganadora de seis premios Oscar. Acompañan al protagonista un puñado de actores y actrices de raza: la inglesa Claire Foy como su esposa Janet, Corey Stoll como Buzz Aldrin, Lukas Haas como Michael Collins, además de figuras como Jason Clarke, Kyle Chandler, Patrick Fugit, Christopher Abbott y Olivia Hamilton en papeles secundarios. En una entrevista con el periódico The Guardian, Chazelle describió que su intención principal fue hacer una película sobre “la transformación de los sueños en realidad, algo similar a lo que ocurrían en La La Land y en Whiplash. También quería transmitir el esfuerzo que involucra convertirse en un astronauta, que las películas tienden a oscurecer: las manos húmedas, el vómito en la remera, el aspecto más sucio, arenoso del asunto. Cuando vi una de esas cápsulas reales fue algo mucho menos dorado de lo que había imaginado. No podría haber permanecido dentro de una de ellas por diez minutos, mucho menos el tiempo que lleva volar a la Luna. Quería que el público sintiera lo que es estar dentro de una de esas cápsulas, pidiendo a los gritos salir de allí”. Pero antes de la cápsula, la muerte. El segundo hijo del coronel Armstrong, una niña, falleció a los dos años como consecuencia de un tumor maligno. El guion de Josh Singer incorpora al relato esa tragedia familiar de inmediato, luego del éxito de ese primer vuelo, y regresará a esa instancia, al recuerdo doloroso del que ya no está, en varias oportunidades, a la manera de flashbacks en momentos relevantes de la trama o como alucinaciones durante los ejercicios con la temible silla giratoria. Es un clásico recurso de las películas biográficas que aquí, nuevamente, vuelve a sentirse algo esquemático, reduciendo la complejidad del personaje innecesariamente. El tema del duelo, sin embargo, no es menor: el de la hija no será el único fallecimiento que acompañará la vida de los personajes (la de los astronautas, desde luego, pero también la de sus esposas y familiares directos), parte sustancial de los gajes del oficio.

Cuerpos celestes

“Los pies apenas tocan el suelo, caminando en la Luna”, afirma otra canción, enésimo ejemplo de las posibilidades líricas que desde siempre ha permitido el cuerpo celeste. Llegar a la Luna y caminar sobre su superficie de manera literal es otro cantar. Armstrong se sumó a la segunda misión tripulada de la Nasa, apodada Gemini, en plena batalla por la conquista del espacio exterior, que los Estados Unidos venían perdiendo metódicamente frente a sus colegas soviéticos. Una escena de First Man refleja el estupor y sensación de derrota de los astronautas, ingenieros y militares frente a una noticia en la pantalla del televisor: en marzo de 1965 el ruso Alexei Leonov se transformaba en el primer ser humano en caminar en el espacio (difícilmente los protagonistas reales se hayan enterado de esa manera tan casual, pero los dictados de la dramaturgia cinematográfica habilitan la licencia poética). Y así llega la segunda secuencia en el espacio, esta vez mucho más extensa: el acoplamiento en plena órbita terrestre de la cápsula Gemini con la nave no tripulada Agena. Las complicaciones fueran diversas y peligrosas y el aterrizaje de emergencia la única opción posible, y durante las instancias del acoplamiento Chazelle y el músico Justin Hurwitz le guiñan el ojo al ballet sideral de 2001: Odisea del espacio. La película recrea cada uno de los pasos, desde el despegue hasta el regreso, y el recuerdo de Apolo 13, la película de Ron Howard, vuelve a la memoria, junto a una pregunta casi existencial: ¿cómo es posible que nadie, hasta ahora, había intentado llevar al cine la historia del Apolo 11? Mientras tanto, en casa, el oído está atento a los acontecimientos que se desarrollan allá arriba, pero la vida en tierra firme continúa con su ritmo habitual. Para Chazelle, se trata de “una historia de extremos: ir a la Luna, lo más lejos que el ser humano ha viajado desde la Tierra, el viaje cósmico más grande de la historia. Y luego están haciéndole el desayuno a sus hijos, pensando en cómo preparar una cena para los amigos, armando rompecabezas, pequeños detalles familiares que me parecen conmovedores. Ni siquiera pensaban en sí mismos como personas que caminaban haciendo historia. En algún punto, se convirtió en algo rutinario en esa pequeña burbuja de Houston. Para mí, al menos, es algo insondable como eso pudo haberse transformado en rutina. Deseaba que los lanzamientos fueran tan escalofriantes como pueden llegar a serlo y quería que la vida familiar estuviera reflejada a un nivel micro y con muchas texturas”.

La biografía autorizada de James R. Hansen en la cual la película se basa libremente -que acaba de editarse en español para acompañar el lanzamiento de la película- afirma en su prólogo que “el alunizaje fue un evento global y colectivo que casi toda la humanidad creyó que trascendía la política”. Lo cual no deja de ser cierto, más allá de las implicancias que tuvo la carrera espacial durante los años más gélido de la Guerra Fría. También que Neil Armstrong, “durante toda su vida, en todo lo que hizo, personificó las cualidades esenciales y los valores centrales de un ser humano superlativo: entrega, dedicación, confianza, sed de conocimiento, autoconfianza, dureza, decisión, honestidad, innovación, lealtad, actitud positiva, autorrespeto, respeto por otros, integridad, autosuficiencia, prudencia, buen juicio y mucho más”. En otra palabras, un verdadero “héroe americano”. Llama la atención, por esas mismas razones, que El primer hombre en la Luna no haya sido un gran éxito en su país de origen, con apenas 16 millones y medio de dólares de recaudación durante su primer fin de semana de exhibiciones, un valor ciertamente bajo considerando su costo de casi 70 millones y la gran campaña publicitaria que disfrutó antes del estreno. Incluso hubo varias quejas públicas acerca de un aspecto puntual y particular del film: la ausencia de una escena que reproduzca el famoso momento en el cual Armstrong clavó la bandera de los Estados Unidos en suelo lunar. El mismísimo Donald Trump llegó a afirmar, sin ver un solo plano de la película, que esa ausencia era “algo terrible. Es casi como si se sintieran avergonzados de que ese logro haya venido de los Estados Unidos”. Difícilmente pueda achacársele a ese comentario el relativo fracaso comercial del film, pero las respuestas no tardaron en llegar. El guionista Josh Stringer declaró públicamente que el hecho de que no se vea ese momento preciso tiene que ver con la esencia fundamental de la película. “Esta es una celebración de los trabajadores de cuello azul, del trabajo manual, del sacrificio patriótico, que es lo que Neil encarnaba. Es tan patriótica que no sentimos que fuera necesario incluir esa escena. Tampoco tenemos la llamada a Nixon. Tratamos de meternos debajo del radar del mito”. Por otro lado, banderas no faltan: se iza una luego del vertiginoso descenso del Gemini 8, se agitan varias en algunos fragmentos documentales, se aprecia el rígido estandarte ya firmemente instalado en suelo selenita. También está Kennedy en la Universidad Rice repitiendo tres veces que “elegimos ir a la Luna”, un año antes de su asesinato. Las polémicas pueden ser absurdas y los caminos del patriotismo misteriosos.

El director Damien Chazelle con Ryan Gosling y Claire Foy, Sr. y Sra. Armstrong.

El águila ha aterrizado

Las posibles nominaciones a los premios Oscar que se anunciarán en breve seguramente le den una nueva oportunidad a la película, así como el éxito de la misión del Apolo 11 le dio un nuevo empujón a la carrera espacial, en momentos en los cuales una porción importante de la ciudadanía estadounidense ya no veía con buenos ojos el gigantesco presupuesto dedicado a vencer a los “rojos” en el espacio. En algún momento suena “Whitey on the Moon”, de Gil Scott-Heron, para poner cierta distancia entre los asuntos del espacio y los problemas terrenales. En cuanto a la secuencia del alunizaje, evidente clímax narrativo de la película, Chazelle opta por una decisión inteligente: eliminar completamente la música. En la banda de sonido sólo puede oírse el sonido de la estática, producto de la comunicación con la Tierra. La sensación de soledad es inmensa y la emoción se multiplica: como Colón cuatro siglo atrás y algún desconocido vikingo mucho antes, Armstrong camina por primera vez en un territorio desconocido. Luego vendrán otros, pero ninguna de las misiones Apolo de los años siguientes tendrían el mismo impacto, la misma carga de proeza hecha realidad, de misterio y asombro a pesar de toda la ciencia y tecnología aplicada. El regreso está representado apenas por una coda, la cuarentena preventiva y un plano final sin palabras pero de gestos relevantes. First Man también se hace cargo de un dato nada menor: la conocida tendencia a sufrir problemas psicológicos que la vida de astronauta trae aparejada, una suerte particular de estrés postraumático que, de forma inevitable, tiene un impacto en las personas y en su entorno más cercano. “Llévame volando a la Luna”, cantaba Frankie, pero el Armstrong de Gosling prefiere los pianos, violines y theremin de “Lunar Rhapsody”, la composición de Harry Revel interpretada a fines de los años 40 por Les Baxter. A imagen y semejanza del Armstrong real: el astronauta efectivamente le dio play a un pasacassette (toda una novedad tecnológica) en pleno espacio exterior y escuchó esos acordes en gravedad cero. En comunicación radial con la Tierra, afirmó: “Es un viejo favorito mío, de un disco que tiene unos veinte años, llamado ‘Música salida de la Luna’”. La realidad, a veces, supera a la ficción.