Marga, ciega, bajo las ventanas, parece mirar. Como se niega a hablar con los alienistas, ellos me pidieron que les trasmita lo que me diga; incluso sugirieron que anote sus palabras, pero mi escritura es lenta y confío en mi memoria. El pabellón penal del hospicio es nuevo, luminoso. Marga es la primera internada.

El doctor Ruiz Munilla me advirtió que mi función primordial es contribuir a que Marga se ponga en condiciones de dialogar con los profesionales. Con franqueza me dijo que él no hubiese querido dejar esta tarea a cargo de una enfermera, pero el Ministerio exige la mayor premura. El doctor me pidió que le pregunte a Marga por sus recuerdos; dice que en los desórdenes infantiles suele hallarse la clave para entender las patologías de la vida adulta, especialmente en psicopatías sociales como la que ella padece. 

El doctor Engmann, en cambio, descree de la teoría de los desórdenes infantiles y en realidad no piensa que sea posible lograr resultados terapéuticos con Marga. Él cree que fue un error haberla traído y que, si el Ministerio insiste en interrogarla, sería mejor que lo hicieran sus propios funcionarios. De todos modos el doctor Engmann encuentra en Marga un interés científico, porque ejemplifica un fenómeno que él llama de fascinación inversa por la mirada. 

Las cuencas de los ojos están bien, sin infección. Cuando la trajeron todavía tenía las vendas, yo le hacía las curaciones. Ya había atendido heridas graves, incluso cegueras por accidentes. Tengo buena mano y Marga no se quejaba. Tuvo fiebre los primeros días y después no se levantó de la cama por varias semanas, no quería comer, temimos una depresión definitiva. Mejoró, pero a los alienistas no quiere escucharlos. Hoy, como dijo el doctor, le pedí que me hablara de cuando era chica pero no obedeció y me miró desconfiada. Le dije que era sólo por charlar y se retrajo todavía más. Entonces yo, vacilando como quien dice una verdad difícil, le dije que en mi barrio me preguntan por ella. Muchos. Me preguntan cómo está, quieren saber cómo fue su vida. Cómo conoció al tigrecito, quieren saber. Marga me dijo que eso no tiene importancia y le dije que para ellos sí es importante, ellos quieren saber cómo llegó a ser lo que fue, lo que es, y le dije que, para ellos, su vida es algo que puede iluminar, algo que da luz aunque... –temblé–, aunque ya no están sus ojos. Dio resultado, por suerte, y ella me habló.

* * *

Cuando Marga tenía doce años, llegó a Cañuelas el circo Suárez, “Con Artistas, Tigre y Monstruos”. Armaron la carpa redonda a la salida del pueblo, en el vértice que formaban el río y el camino a la capital. El domingo, ella retiró veinte centavos de la caja del almacén del padre adoptivo, y fue a la función. Todos estaban excitados con la palabra “monstruos”, que gritaban los chicos y callaban los grandes. Sebastián Suárez dio la bienvenida; después vinieron el malabarista, alto y flaco, la trapecista con traje brillante y, antes del gran número final con los monstruos, el tigrecito con su domador.

Cuando, por un túnel de rejas, el tigrecito entró en la jaula grande, Marga vio brotar de sus ojos un resplandor más intenso que cualquier lámpara. Un momento y se apagó. El animal no era más grande que un puma como los que a veces aparecían desde el río, pero era un tigre asiático. Su piel de rayas negras, gruesas, estaba lastimada y sin lustre. 

El tigrecito bailaba torpemente sobre unos bancos redondos. El domador, bajo y fornido, usaba un palo que tenía en la punta unas espuelas. Prendió fuego en un aro y el tigrecito saltó, se chamuscó el pelo. Marga percibía en él un miedo absoluto como el que sienten los niños. 

El domador no recibió muchos aplausos; los espectadores esperaban a los monstruos y con ellos se asustaron, rieron y aplaudieron.

Esa noche tarde, Marga volvió al circo. Junto a la carpa cuatro carretas, dispuestas en herradura, delimitaban un espacio donde los artistas descansaban. Había un fuego, que el malabarista alimentaba con ramas secas, y una gran olla que atendían la trapecista y dos de los monstruos. Comían solos o en grupos de dos o tres. Sebastián Suárez revisaba papeles y hacía cuentas ayudado por un monstruo. El domador no estaba. 

* * *

Ayer pasé frente al despacho del director: el doctor Ruiz Munilla hablaba con el doctor Engmann y con un funcionario del Ministerio. La puerta estaba abierta y escuché decir mi nombre, hablaban de mí y me pareció que Ruiz Munilla decía algo como “indigente”. Al verme cerraron la puerta pero después le pregunté al doctor Engmann qué habían hablado de mí, por qué dijeron indigente. El, un poco incómodo, dijo que la palabra era “inteligente”. El doctor Ruiz Munilla le había dicho al funcionario que yo, aunque no tuve educación, soy muy inteligente. 

Entonces, si soy tan inteligente, ¿por qué mi trabajo es limpiar la mierda de los enfermos? 

Pero ésta es mi oportunidad. El puesto de jefa de enfermeras está vacante y estoy dispuesta a hacer lo que haga falta. Lo mejor, claro, sería obtener de Marga datos que permitieran desbaratar a los rebeldes. Pero Marga no va a dar esa información. Además, eso no me garantizaría el aprecio del doctor Ruiz Munilla. El quiere completar el perfil psiquiátrico de Marga, explicar las razones de su sociopatía y diseñar el método para curarla en el hospicio. Mientras tanto, el doctor Engmann espera un paso en falso de Ruiz Munilla para reemplazarlo como director. Con Engmann las cosas son claras, alcanzaría con que me acostara con él. 

* * *

Me habían dicho dos veces que le preguntara a Marga cómo son los monstruos pero ella no me contestó, yo no insistí y los doctores me llamaron la atención. Se miraron entre ellos, dudaban de mí. 

Cuando volví al pabellón penal enfrenté a Marga. Le dije que en el barrio me preguntaban cómo son los monstruos pero esta vez Marga dijo que no, que al revés, en los barrios deberían aprender que no importa cómo son los monstruos. Le dije que ella tiene que contestar mis preguntas. Las preguntas las dictan los doctores, son por el bien de ella y ella tiene que obedecer como cualquier paciente. Marga calló y apartó la cara como si no quisiera mirarme, como si no supiera que está ciega. Decidí mantenerla atada a la cama durante veinticuatro horas. El procedimiento da resultado para mejorar la conducta de los pacientes pero no fue así en este caso. Marga dejó absolutamente de hablarme. 

Si ella seguía en silencio los doctores me descartarían, buscarían otra. Le dije a Marga que lamentaba lo sucedido y que la inmovilización había sido por órdenes superiores. Siguió sin hablarme. Ya había pasado más de un día y tuve que contarles a los doctores. 

Ellos por suerte no me reprocharon el fracaso y hasta apreciaron mi voluntad de lograr resultados. El doctor Ruiz Munilla explicó que el negativismo de Marga expresaba una necesidad patológica de preservar la integridad psíquica que la paciente, identificada con los monstruos, sentía en peligro. Me ordenó no insistir con la inmovilización, sugirió alentar a Marga con alguna comida especial, un dulce; si el negativismo no cedía, probar con duchas heladas. El doctor Engmann observó que no importa tanto cómo son los monstruos: lo que le interesa al Ministerio es el rumor de que Marga tuvo sexo con los monstruos.

Traté de encargarle a Lucrecia un postre. Se sorprendió. Le dije que era para la paciente del pabellón penal y se sorprendió más. Fui a la cocina y preparé yo misma arroz con leche. Le agregué manjar blanco. Cuando se lo llevé a Marga, apartó la cabeza; no tuvo la actitud de acercar la cara para olerlo, como he visto en otros ciegos.

Intenté tener paciencia pero sentía en los alienistas una preocupación creciente. Si seguía negándose a hablar tendrían que informar al Ministerio. A la tarde, me senté junto a su cama. Ella estaba acostada de espaldas, inmóvil. Afuera hacía calor pero, bajo los techos altos del pabellón penal, el aire estaba fresco y quieto. Era inútil estar así en silencio, pensé en irme pero sentía una especie de fatiga o, raro en mí, una debilidad. Al avanzar la tarde, por las ventanas entraban rayos de sol que se proyectaban sobre la pared del fondo. Empezó a anochecer. Estábamos las dos en silencio, ella indescifrable. De pronto le pedí disculpas. No se les pide disculpas a los pacientes pero no había que descartar ningún recurso para que volviera a hablar. Ella no me contestó. Insistí, le prometí que no volvería a hacerlo. Siguió en silencio y sin mirarme. Yo sentía que ella no me miraba, me había retirado la mirada de sus cuencas. Le alcancé la cena y me fui. Esa noche, sola en la enfermería del pabellón penal me desperté llorando. Me venían recuerdos de la niñez, las barracas, mi madre. No podía fijar un motivo para la tristeza y, entonces, no había argumento que la calmara. Bajé, en la oscuridad. Pasé al sector de mujeres, crucé entre las respiraciones desesperadas, salí al patio, la noche sin estrellas, volví al pabellón penal, entré en la sala. Marga estaba despierta. Me senté a su lado. Le hablé. Le conté de mi soledad. Le hablé de los hombres. Le conté cómo entré en este trabajo, le hablé de ella, de mi oportunidad. Lloraba. Lloraba yo, con la cara entre las manos. No sé cuánto tiempo pasó hasta que sentí que ella me pasaba la mano por el pelo. Como si yo fuese una niña. Después tomó mi mano entre las suyas y la sostuvo hasta que me calmé.

* * *

Los monstruos habían sido escondidos por sus familias, desde su nacimiento o desde el inicio de la monstruosidad, generalmente en altillos o sótanos. Esto marca una diferencia. El monstruo en el sótano está encerrado en la oscuridad, sin acceso a nada que no sea el alimento cotidiano y el retiro de sus desechos por las manos indiferentes de una sirvienta. El del altillo, por más que las ventanas estén tapiadas, recibe la luz que llega por las inevitables hendiduras, y a menudo se las ingenia para, con sus uñas, si las tiene, agrandar alguna ranura y ver: los crepúsculos del oeste, las casas dispersas, algún otro altillo y allí quizás otro monstruo. 

Sebastián Suárez sólo aceptaba a los monstruos de altillo. Las familias que tenían monstruos en el sótano insistían pero él siempre se negó, previendo que no serían capaces de participar en el espectáculo. 

Al principio, las familias que entregaban el monstruo pagaban una suma anual destinada a la manutención; una vez por año, la familia constataría su buen estado de salud y cancelaría la suma correspondiente al año próximo. Pero las familias no estaban interesadas en ver al monstruo y tampoco en pagar. Sebastián Suárez hubo de admitir que el pago fuera único, ya que por entonces los monstruos se habían constituido en la principal atracción de su circo, pero nunca aceptó llevárselos gratis.  

Los monstruos armaban números sencillos, basados en las prácticas del clown. Pero el principal atractivo de los monstruos era su presencia misma, y lo que más gustaba al público era el número con todos los monstruos en escena que cerraba cada representación; los demás, el malabarista, la trapecista, el tigrecito, eran motivos para alentar la espera. 

* * *

En términos de la psicología de masas, los rebeldes se han constituido como una turba, obediente sólo a la sugestión y el contagio, explicó el doctor Ruiz Munilla. La mirada de Marga propició, en el orden de un efecto hipnótico, la constitución de una masa de personas que actúan como si fuesen una sola. A menudo los observadores, deslumbrados por logros colectivos como el de Cangrejales, dejan de lado esa condición de turba indiferenciada y primitiva. Es cierto que las operaciones de los rebeldes han mostrado una sorprendente inventiva y una elaborada distribución de roles, pero cualquier grupo humano puede poner en juego esas virtudes en defensa de su territorio. Y, en el caso de los rebeldes, esa exacerbación de las facultades se puso al servicio de una voluntad que, obnubilada, se enfrentó con las fuerzas enviadas para restituir un orden que también a ellos les garantizaba la existencia, dijo el doctor. 

El doctor Engmann sostuvo que, más bien que un fenómeno hipnótico, se trata de una forma de fascinación colectiva mediante la mirada. La fascinación se inscribe en el orden del magnetismo animal, y en este caso hay que estudiarla a partir de la relación de Marga con el tigrecito. Fascinar mediante la mirada a gallinas o ratones hasta paralizarlos no requiere más que una técnica sencilla, al alcance de cualquier mesmerizador de barrio. Otra cosa son los tigres, pero un magnetizador experimentado hubiera podido fascinar a un ejemplar joven y enclenque como el tigrecito. Marga sin embargo no era capaz de hacerlo y, al revés, se presenta como habiendo sido, ella, magnetizada por la mirada del animal. Se trata de una fascinación inversa, y revela un trastorno funcional del sistema nervioso, dijo el doctor Engmann. A posteriori, Marga actúa sobre sus seguidoras como el tigrecito actuó sobre ella. No es más que fascinación, suficiente para afectar a mentalidades precarias, y debe distinguirse de la hipnosis, que sólo entre humanos puede realizarse y que, a partir de Charcot, ha sido legitimada por la ciencia. 

El doctor Ruiz Munilla movía la cabeza: negar la raíz hipnótica de estos fenómenos, reducirlos a un comportamiento animal, es desconocer sus determinantes psicológicos y sociales, dijo. 

–El Ministerio admitió que lo de Marga era fascinación cuando decidió que cegarla bastaría para suprimir su poder –contestó el doctor Engmann, y recordó que para la hipnosis no es imprescindible la mirada: se puede hipnotizar mediante un objeto oscilante o mediante la imposición de manos, que perfectamente podría practicar un ciego. La presencia misma de Marga en el hospicio se basa en la noción de que, ciega, no puede fascinar: de otro modo se correría el riesgo de que ejerciera su poder aun sobre el personal a cargo de ella.