“Dormí como un bebé”, confiesa el “principito” de la literatura Suiza a PáginaI12, un autor que escribe en francés novelas de más de 600 páginas que suelen transcurrir en algún pueblo imaginario de Estados Unidos. A las nueve de la mañana Joël Dicker sonríe porque la vida le sonríe desde hace seis años, cuando publicó La verdad sobre el caso Harry Quebert (Alfaguara), una trama tóxica sobre un escritor que tras ser respetado y leído cae en desgracia cuando en el jardín de su casa aparece enterrado el cadáver de una joven de 15 años, desaparecida 33 años atrás. El acusado del asesinato tiene quien lo defienda: el memorable Marcus Goldman, joven narrador devenido promesa de la nueva literatura estadounidense, que está convencido de la inocencia de quien fuera su maestro de escritura. En su nueva novela, La desaparición de Stephanie Mailer (Alfaguara), hay un asesino que sigue matando veinte años después del cuádruple crimen de la noche del 30 de julio de 1994, cuando en la apacible población de Orphea, durante la apertura de un festival de teatro, son asesinados Meghan Padalin, el alcalde de Orphea, Joseph Gordon, su mujer y su hijo de diez años. Aunque se creía resuelto, una joven periodista empieza a indagar y descubre que los policías que investigaron el caso se equivocaron de asesino. Ante el temor de que puedan dar con él, el asesino volverá a matar todas las veces que sea necesario para borrar las huellas de los crímenes que cometió.

–“Cuando has matado una vez, puedes matar dos veces. Y cuando has matado dos veces, puedes matar a la humanidad. Ya no hay límites”, reconoce al final de la novela el asesino en cuestión. Aunque “La desaparición de Stephanie Mailer” no tenga nada que ver con el tema del genocidio, la frase puede explicar también el nazismo, ¿no?

–Sí, es un buen paralelismo porque el nazismo, el fascismo y toda forma de totalitarismo, tienen que ver con una cuestión de límites de la sociedad. No son solo límites legales, sino límites de lo que los ciudadanos creemos que es justo. Por encima de la ley y por encima de los dirigentes políticos está el pueblo, y no es porque el gobierno diga que podemos hacer algo que podamos hacerlo sin cuestionarnos si podemos realmente hacerlo. Esa es la pregunta que se planteó con los nazis. Muchos de los dirigentes nazis fueron juzgados, pero sólo las altas jerarquías. Hoy en Alemania tenemos la pregunta por los guardias de los campos de concentración que están todavía vivos; a algunos les gustaría juzgarlos y la línea de defensa que ellos siguen es: “ejecuté las órdenes que me dieron”.  Me desvío un poco porque me parece que lo que preguntás es interesante, porque una vez que pasamos la frontera de lo aceptable podemos hacer cualquier cosa. ¿Qué es lo que está por encima de las leyes? Por encima de las leyes están los ciudadanos y a veces olvidamos que tenemos esa responsabilidad también de rebelarnos contra algo que no nos parece justo.

–La pregunta por los límites nos enfrenta con la pregunta sobre cuándo alguien puede matar. ¿Por qué en esta última novela, pero también en “La verdad sobre el caso Harry Quebert”, aparece la cuestión acerca de quién puede matar?

–La pregunta de quién puede matar es una pregunta cuya respuesta no está muy clara. Todos los días hay casos de policías que matan en el ejercicio de sus funciones por “legítima defensa”; y se abren causas e investigaciones para saber si realmente debían matar, si no había un modo de proceder distinto. Hay que poner la vida ante todo, inclusive en el caso de un criminal. El estado de derecho debe proteger la vida, cueste lo que cueste. La vida es muy importante porque es muy frágil, muy breve, y hay que hacer algo con esa vida. La literatura es un factor de equilibrio de las oportunidades, si es que todas las personas pueden acceder a ella. Pero los que eligen no leer y en lugar de eso miran la tele o internet, no se dan cuenta de la riqueza que tienen al alcance de la mano.

–“Escribir no es matar”, dice el abogado de Harry Quebert. Quien mata en su última novela, mata a una periodista y el asesino al mismo tiempo está vinculado a un medio de comunicación. ¿Qué reflexión puede hacer sobre lo que está sucediendo en el periodismo del siglo XXI?

–Hay un punto de inflexión en nuestra sociedad; hoy se lee menos en papel y más en pantallas. A veces la impresión es que la muerte del papel es la muerte del medio. Pero para mí es al revés: el hecho de que la gente lea en pantallas significa que el medio va a poder distribuirse de manera más amplia, sin las obligaciones de la impresión, de la distribución, así que nos estamos equivocando de problema. El problema para mí es que la gente dice “no hay diarios, no importa, voy a Facebook y ahí encuentro la información”. Necesitamos información y tenemos que pagar por esa información porque un estado de derecho tiene una prensa libre e independiente. El ciudadano, para garantizar el estado de derecho, debe tener la responsabilidad de decir: “tengo que leer una prensa independiente”. Lo mismo con otros modos de consumo, como la música o las películas, donde la gente toma cosas gratis de internet. Haciendo esto estamos matando al sistema; matamos un sistema que nosotros mismos necesitamos. Siempre me asombro porque veo muchos artículos sobre el buen estado de salud: comer fruta y verdura, subir por las escaleras y no por el ascensor o caminar diez mil pasos por día. ¿Pero por qué la gente no tiene esa disciplina para leer el diario todos los días? Es como si detuviéramos la reflexión en nuestro cuerpo, en nuestra imagen nada más, y eso me preocupa. Me parece extraordinario que tengamos acceso por internet a los grandes diarios del mundo, pero cuando vemos una información no tenemos el reflejo de verificarla; la gente ve cualquier cosa en internet y no van a comprobar, cuando pueden hacerlo. No sé si es por pereza intelectual, por indolencia o si tenemos la impresión de que el estado de derecho va a ganar siempre y lo que es verdad se terminará imponiendo; pero no creo que funcione así. 

–¿Por qué en sus novelas es recurrente que aparezcan personajes que quieren escribir una novela?

–Yo me veo como un joven autor no solo por la edad, sino por la experiencia que tengo. Sólo tengo cuatro novelas publicadas, que no es mucho, pero que se publicaron en un período muy corto, en ocho años. Como escritor, estoy todavía encontrando mi camino. No hace mucho tiempo que mi profesión es la de escritor, no hace mucho tiempo que me presento como tal. No es solo una cuestión de poder vivir de los libros que escribís, es una cuestión de mi identidad. Si un joven quiere ser escritor, no sé qué decirle porque no tengo idea. Uno es incapaz hoy de brindarle las herramientas a alguien para que se convierta en un escritor. Todos esos personajes, el gran escritor americano, el joven escritor con éxito, el escritor que no puede escribir, todas esas figuras del escritor son figuras que me interpelan.

–¿Y los críticos como “escritores fracasados”?

–Ese aspecto de la novela es gracioso; no hay que olvidar que es una novela y que el resorte de la novela es justamente deformar un poco la realidad o exagerarla. El crítico es mucho más divertido que sea un escritor frustrado porque es una figura cómica. 

–El crítico teatral Ostrovski plantea que “escribir es un arte menor; escribir es juntar palabras que luego forman frases. ¡Incluso un mono medio amaestrado puede hacerlo!”. El fondo de verdad de esta frase que resulta cómica es que las redes sociales permiten alimentar esta ilusión de que cualquiera puede escribir, ¿no?

–Sí, cualquiera puede escribir y dar su opinión, pero significa que frente a eso el derecho de cada uno es utilizar todas esas herramientas que son extraordinarias para compartir. Yo hacía música cuando era más joven y todo era más difícil: había que grabar un casete, mandarlo, un procedimiento complicado. Hoy uno hace música por Internet y puede llegar al mundo entero; hacés un video y lo subís y gente de todas partes lo puede ver. Eso es extraordinario. Eso es un derecho adquirido, una herramienta que internet nos brinda. Pero frente a eso tenemos al que recibe, al que va a mirar o va a leer. Esa persona tiene la responsabilidad de no mirar lo que le parece malo, no leer lo que le parece malo; tener un conocimiento de la literatura que le permita darse cuenta cuando está ante un texto de gran calidad o bien decir “esto no vale nada”. La palabra más importante, una vez más, es responsabilidad. 

–¿Qué tipo de música hacía?

—Era muy malo (risas). Yo tocaba la batería y tuve grupos de pop, de rock y de jazz durante unos veinte años.

–¿Qué importancia tuvo el teatro, ya que el transfondo de la novela es un festival de teatro?

–Hice teatro, pero no era bueno. No es una cuestión de talento, es si uno tiene el fuego sagrado o no. Y yo no lo tenía. Del teatro lo que me interesa es que cuando vas a ver una obra, el espectador acepta jugar un juego. Si ahora estamos en un escenario y yo te digo: “¿querés un té?” y me decís “sí, muchas gracias”, yo hago el gesto de que agarro una taza y te sirvo el té. El espectador ve que todo es falso y sin embargo acepta el juego. El espectador es indispensable para que exista el teatro. Si en un momento el espectador se levanta y grita “¡es mentira, no es una taza!”, tiene derecho a decir eso. Pero si decide no creer, todo se detiene ahí. El actor necesita al espectador para poder actuar; lo que actuás solo existe cuando se materializa en la mente del espectador. Un libro existe cuando lo que escribís se materializa dentro de una persona.

–¿Habrá alguna novela que transcurra en Suiza?

–Espero que sí. Para mí Estados Unidos fue un momento importante en mi escritura como joven autor porque mis cinco primeras novelas -que transcurrían en Europa, en Suiza, en Francia y que fueron rechazadas por las editoriales- eran demasiado personales. No estaba contando una historia, sino que me estaba contando a mí mismo. Al situar mis historias en Estados Unidos me di cuenta de que tenía una libertad mucho más grande en la ficción. Era como la literatura rusa para mí, algo del imaginario iba por ahí.