En los últimos años, la movilización y la potencia de los debates feministas hicieron estallar la vida cotidiana dinamitando los asados familiares, las oficinas, los grupos de mamis de whatsapp, las casas, las calles y las camas. Asistimos a un panorama polifónico donde conviven innumerables asambleas feministas y sexo-disidentes con el show de Tinelli, el Women 20 con Baby Etchecopar, la campaña de Avon y las consejerías de feminismo popular en el conurbano con las campañas federales de los antiderechos: todo se cruza en una ensalada multisectorial de demandas, tensiones y disputas de sentidos.

Pero cuando un día te levantás y resulta que vos, tu tía macrista, Pichetto, Vidal y tu amigo desconstruide están usando el mismo hashtag en un gran abrazo caracol de redes sociales, puede que sea el momento de una reflexión colectiva que redoble la apuesta.

¿Cómo intervenimos políticamente frente las agresiones machistas? ¿Para qué lo hacemos? ¿Qué efectos buscamos producir? ¿Qué producimos efectivamente? ¿Cómo continuamos después de una intervención? ¿Con qué herramientas contamos y en cuáles nos sentimos improvisando? ¿En qué medida estamos pudiendo recoger nuestras experiencias para repensarnos mientras nos come la agenda del día a día? ¿Qué diferencias tenemos dentro de los activismos transfeministas y sexo-disidentes frente a esas intervenciones? ¿Qué alianzas queremos construir?

Debatir y pensar acerca de los escraches, las acciones y las estrategias colectivas e individuales frente a las agresiones machistas, cisheterosexistas, las violencias en los ámbitos laborales, en las organizaciones, los sindicatos, los grupos activistas e incluso en las relaciones sexoafectivas atraviesa indudablemente la agenda pública del feminismo. 

Es siempre un riesgo posicionarse en medio de una coyuntura que arde como herida abierta. Nosotrxs escribimos desde el ámbito universitario, donde venimos trabajando desde hace diez años por instalar una agenda de género y sexualidades que aporte a la profundización de una perspectiva crítica en las ciencias sociales. Escribimos también como activistas feministas, lesbianas, maricas, como trabajadorxs estatales, como militantes gremiales, de organizaciones sociales y como talleristas de la educación sexual integral. Desde la necesidad constante de repensar nuestros modos de relacionarnos sexoafectivamente, de disfrutar, de vivir nuestros placeres aún en estos contextos. Escribimos desde nuestras contradicciones, incluso a partir de haber sido objeto de escrache algunas veces, desde los fracasos y los aciertos, desde la urgencia, intentando aportar algunas reflexiones hacia una construcción a largo plazo.

Celebramos la potencia de las demandas organizadas que rompen el pacto machista de silencio, pero al mismo tiempo nos parece necesario problematizar los modos de entender las violencias, los reclamos de justicia y las estrategias de intervención política, por lo que decidimos compartir algunas de las preguntas que nos acechan.

LA IMAGINACIÓN DEL PODER: MANUAL DE LA “BUENA VÍCTIMA” 

Estos momentos de convulsión colectiva decantan casi siempre, para bien o para mal, en representaciones de víctimas y victimarios determinadas. El problema es que los modelos que tenemos disponibles para citar no siempre son de lo mejor. Tal vez porque están teóricamente informados por discursos patriarcales como por ejemplo el del derecho penal que insiste en producir víctimas pasivas (que tienen que demostrar cero participación en el hecho juzgado), débiles, sumisas y vulnerables. Estos adjetivos, fuertemente asociados a los mandatos occidentales sobre la femineidad, parecen ser entonces condición necesaria para una defensa “exitosa” de la víctima. El riesgo es que pueden volverse una exigencia para legitimar una voz que denuncia ¿Qué pasa si la persona que sufrió algún tipo de violencia se presenta insurrecta, furiosa o disfrutando de su sexualidad? Para la justicia patriarcal una mujer empoderada, autónoma, agresiva, activa sexualmente, que cobra por sexo o que consintió algún tipo de vínculo con el agresor, tiene muchas menos chances de ser defendida. A nivel social, también estas personalidades generan menos empatía y apoyo masivo: son menos digeribles por el sistema cis-hetero-patriarcal. La cuestión del vínculo con el agresor se vuelve particularmente intrincada cuando justamente la amplia mayoría de las violencias de este tipo se producen dentro de vínculos de pareja o entre personas que mantenían algún tipo de relación ¿Cómo se mide el consentimiento en estos vínculos? Es claro que a todxs nos parece un horror que, desde la perspectiva de los jueces del caso de Lucía Pérez, ella “consintió” tener sexo con alguien desde el momento en que aceptó ir a su casa. Pero, ¿en qué medida reproducimos valoraciones parecidas en nuestras conversaciones cotidianas? 

Tamar Pitch, socióloga italiana, afirma que en los últimos 30 años en el discurso feminista la retórica de la “opresión”, fue reemplazada por la de la “violencia”. Si el concepto de opresión de género, emparentado con el de clase, permitía ver cómo la desigualdad de poder invadía todos los ámbitos de la vida cotidiana, el de “violencia”, al imponerse como definición dominante, trascendió su aplicación a casos extremos como la violación y terminó englobando bajo el mismo término una diversidad de situaciones producto de la opresión. Si bien permitió visibilizar y desnaturalizar dinámicas a las que estábamos acostumbradxs, el costo que pagamos es la reducción de nuestra imaginación política a un binomio víctima-victimario, activo-pasiva definidos, definidos por exclusión entre sí y en función de un acto violento y de una relación unilateral. Esta mirada a veces funciona como trampa porque no nos deja ver los procesos y la responsabilidad de un sistema capitalista-patriarcal mucho más complejo. Como dijo esta semana Luciano Fabbri, ¿Cuántos Juan Darthes necesitamos para entender que el problema no es Juan Darthes? 

Pero también funciona como trampa cuando no permite complejizar los roles y las situaciones y nos invita a caer en representaciones profundamente (re)victimizantes de mujeres y en imágenes planas de los perpetradores, que tampoco nos ayudan a diferenciar a un Juan Darthes de un adolescente que hizo un comentario misógino, ni a elaborar estrategias diferentes para trabajar con ellos. 

Otra representación limitada que decanta de este paradigma es la de la condena “justa”. ¿Qué necesitamos luego de sufrir violencia? ¿Qué nos repara? ¿Qué nos sana? En la lógica perversa del neoliberalismo la única reparación posible es la condena punitiva, privatizada, la pena como reparación psicológica. El problema de estas ideas es que, lejos de acotarse a los procesos judiciales, se han instalado con fuerza en los discursos que circulan en los medios de comunicación, en nuestras redes sociales y en nuestros espacios de militancia. 

Nos preocupa y nos ocupa ampliar el discurso sobre las violencias y el empoderamiento individual del “No es No” y “Mi cuerpo es mío”, que parecen ser la puerta de entrada al feminismo, para que las manadas de pibas y pibxs que están llenándose de preguntas puedan tener al alcance herramientas para repensarlo todo, desde el amor romántico, las amistades, las redes, hasta las estructuras familiares y las opresiones económicas.

Lo que nos mueve es el profundo deseo de que el feminismo en toda su potencia, como paradigma teórico-político, atraviese la ola verde desafiándonos a superar la espontaneidad, las alianzas fugaces, las demandas punitivas y los estereotipos de buenas y malas víctimas.

A ESCRACHAR MI AMOR

Realizar una acción pública denunciando violencias, aunque se haga en un posteo virtual, es un modo más que específico de poner el cuerpo, no es gratuito, no es liviano, no es algo que se tramite fácilmente. Por eso cabe considerar las condiciones y las alianzas con las que contamos, prever el marco de contención y cuidado para las personas que denuncian y evaluar su vínculo con estrategias y proyectos políticos más amplios.

El escrache a personas, orgas u eventos que hoy es moneda corriente en las redes sociales no nace de la nada, es el resultado de un encuentro particular entre décadas de lucha feminista visibilizando la desigualdad de género, con una estrategia específica de intervención política tomada de organismos de derechos humanos. Para orgullo u oprobio de lxs devotxs de lo nacional, el escrache es otro invento local que lxs argentinxs hemos exportado al mundo. Desde que vio la luz a mediados de los noventa en la cabeza de H.I.J.O.S ante la impotencia frente al indulto a los represores, el escrache evadió fronteras. “Roche” (vergüenza) en Perú, “funa” (arruinar algo) en Chile, la estrategia del escrache sigue trastocándose a medida que es incorporada y reapropiada por diferentes movimientos y demandas. La exigencia de condena social ante la imposibilidad de una condena institucional que se plasmaba en el lema “Si no hay justicia, hay escrache” fue dejada de lado y su objetivo se pluralizó. 

El escrache capitaliza a su favor la efectividad, la masividad de las redes y la interpelación instantánea; pero al mismo tiempo hereda la precariedad que esa misma fugacidad le impone. Implosiona y se vuelve cada vez más común en el medio de una década tecno-polìtica donde la subjetividad está mediatizada y las afectaciones expuestas en instagram ¿Qué implicancias políticas tiene denunciar desde esta coyuntura hashtag-afectiva? ¿es el escrache el medio o el fin de la intervención? ¿Existen otros medios sociales disponibles para resolver y tramitar estas demandas? ¿Cómo combatimos los efectos pedagógicos del testimonio visual de la buena víctima? ¿Qué herramientas creativas podemos armar para diferenciar al violador del machirulo, sin dejar de denunciar la cultura de la violación y las matrices culturales que ambos comparten?

HAY QUE SALIR DEL AGUJERO INTERIOR

Las estrategias que en los últimos años se han desplegado en las instituciones, espacios públicos y culturales, si bien son diversas y han sido formuladas desde/con diversos colectivos/actores, tienen como interlocutor directo a las víctimas de las violencias. Se espera de éstas (nosotras) el puntapié inicial en la cadena de la denuncia y son ellas (nosotras) las que recibiremos asistencia ante el trauma o daño producto de la situación de violencia vivida. Detrás de esta lógica de intervención centrada en la víctima hay una idea de reparación individual que nos construye como las únicas voces/sujetas capaces de denunciar o más bien nos lo impone como nuestra responsabilidad.  Y es aquí donde cabe preguntarse ¿Y si quisiéramos ocupar otro lugar? ¿A qué horizontes nos llevaría pensar otros interlocutores y otras estrategias? Por ejemplo, ¿Por qué si el 95% de las violencias las ejercen los cis-varones, las estrategias no van dirigidas a interpelarlos a ellos? ¿Qué pasa si en lugar de ofrecerle una psicóloga a la mujer acosada en el transporte público hacemos una campaña que les diga a los varones que apoyar a las pibas en el subte “¡No está bien, está mal!” y no se va a tolerar? 

A su vez la idea de “espacios seguros” que surge como contrapartida de la expulsión, tampoco adolece de opacidades y contradicciones ya que implica, por momentos, creer que podemos pensarnos por fuera de las lógicas del poder y la violencia y que una vez expulsado el factor problemático, adentro estamos a salvo de problemas. Si la expulsión opera como ficción de solución instantánea podría opacar la sistematicidad del problema de la violencia en la sociedad y en nuestros espacios. 

En este sentido, es interesante pensar en estrategias políticas organizadas y colectivas que interpelan a la institución/espacio/grupo donde la situación de violencia tuvo (o podría tener) lugar, desde otro lugar. Un ejemplo en este sentido es el proyecto “Fanáticas de los boliches” de Red de Mujeres con los bares y centros culturales que intenta generar una cultura de la noche en la que los espacios expliciten una postura clara y frente a las agresiones, reconociendo en las pibas el derecho a emborracharse y pasarla bien sin ser acosadas.

LOS PROTOCOLOS: ENTRE LAS INICIATIVAS ACTIVISTAS Y LAS COMPLEJIDADES INSTITUCIONALES

A fuerza de las demandas de los colectivos feministas, distintas instituciones y organizaciones sociales y políticas comenzaron a implementar mecanismos y protocolos de actuación ante la violencia machista. Esta herramienta ha permitido visibilizar e intervenir frente a situaciones que hasta hace poco tiempo eran percibidas como conflictos que pertenecían al orden de lo íntimo y lo privado sobre lo que “mejor no meterse”. 

Su implementación ha sido heterogénea. En algunos casos implicó la creación de espacios de trabajo específicos para recibir de las denuncias, acompañar a quienes denuncian, evaluar conjuntamente las acciones a implementar y desarrollar un trabajo 

de reflexión y análisis permanente de lo realizado. En otros, se trató de una formalización de circuitos administrativos para las denuncias sin asignación de recursos ni personal específico para su evaluación y seguimiento. 

La Universidad Nacional de San Martín, pionera en la implementación de políticas contra la violencia machista, realizó una encuesta al estudiantado en el proceso de armado de su protocolo universitario y el 80% de las respuestas se orientaron a medidas punitivistas, sugiriendo la expulsión de los estudiantes acusados. Esto nos despierta una multiplicidad de preguntas: ¿Cómo construimos estrategias integrales y a largo plazo que desarmen las estructuras violentas muchas veces naturalizadas en las instituciones y organizaciones? ¿Es lo mismo ofrecerle un espacio confidencial y seguro de contención a una mujer que denuncia dentro de una organización, o una licencia por violencia dentro del estado, que establecer una política comunicacional integral que explicite el rechazo a cualquier tipo de agresión machista en ese ámbito? ¿Qué hacemos con lxs agresorxs? ¿Cómo acompañamos a las adolescentes de escuelas secundarias que están haciendo denuncias en redes sociales, escraches en los recreos y listas de agresores en los baños? ¿Cómo hacemos para que las respuestas a estas violencias no recaigan en “la comisión de género” de la universidad o de la organización social implicando un trabajo extra muchas veces no reconocido ni remunerado para las compañeras? ¿Qué esperamos de los protocolos? ¿Son un punto de partida y también de llegada en la respuesta de las instituciones frente a situaciones de violencia? ¿Quiénes los escriben? ¿Qué recursos se destinan a su funcionamiento? ¿Cómo pensamos las intervenciones que apunten a modificar la cultura del acoso que no deriven solamente en la acción punitiva? ¿Pueden estas herramientas producir efectos distintos a los esperados por “la víctima”? ¿Qué tipo de justicia es lo suficientemente justa y reparadora?

VIOLENCIAS EN 3D Y EL SEXTO SENTIDO

Para pensar la violencia proponemos dos movimientos divergentes pero complementarios. En principio, consideramos imprescindible vincular las diferentes situaciones que pueden ser caracterizadas como violencia con la estructura de desigualdades y jerarquías patriarcales que las articula. Tenemos que ser capaces de visibilizar y discutir en nuestros espacios cómo se vinculan la violación y los femicidios con la ilegalidad del aborto, con que te manden a hacer el mate en una reunión de trabajo porque sos mujer, con que te vistan de rosa o no te dejen hacer jugar a juegos “ de varones”, que aún se tenga que luchar por un cupo laboral trans con que tu marido te obligue a coger, que la compañera diga que su novio “la ayuda en casa” y que tengas asignados “naturalmente” los trabajos de cuidado, con que te griten en la calle o te echen de un bar por lesbiana. 

El feminismo nos ha enseñado que lo personal es político y que las opresiones están relacionadas entre sí. Pero también consideramos de vital importancia distinguir las diferentes modalidades de violencia ¿Por qué? Porque en lo que refiere a los hilos invisibles que sustentan una u otra situación no es lo mismo la violencia en una relación de pareja que una situación de violencia laboral en un Ministerio, un abuso de poder en un sindicato, la violencia simbólica ejercida desde los medios de comunicación, o un abuso sexual en el ambiente del cine o el teatro, solo por enumerar distintas posibilidades. 

Es necesario contextualizar quién es la persona que ejerce la violencia y qué lugar ocupa. No es lo mismo un jefe que un compañero de escuela secundaria, un cura, un marido, una novia, el gran actor argentino, un desconocido en la calle o un profesor. No es lo mismo un abuso de un adulto sobre una niña, que entre dos varones de la misma edad. Esto no implica relativizar las violencias, sino que aspira a entender cada situación en su complejidad y su contexto.

Todo se vincula con todo, pero ¿todas las formas de opresión son violencia? ¿Qué efectos tiene sobre nuestras estrategias políticas que bajo la categoría “violencia” ingresen prácticas que van desde el insulto, la injuria, la manipulación, el acoso, la violación hasta los golpes o el femicidio? ¿Aplicar siempre los mismos términos a cosas distintas no termina debilitando su potencial analítico?

El desafío es descomponer y analizar en su complejidad cada una de estas formas de violencia, sin por eso soslayar el ADN patriarcal que las emparenta. Necesitamos ampliar nuestros horizontes de respuestas posibles para aplicar a un sinnúmero de situaciones divergentes tanto actuales como pasadas. Por mencionar ejemplos, ¿qué hago si a la luz de las recientes denuncias que se masificaron en las redes sociales repienso hechos que me pasaron años atrás y los entiendo como formas de violencia? ¿Qué implica que me reconozca como una víctima? ¿Qué opciones tengo disponibles para sanar el dolor, para reparar? ¿Qué significa reparar? ¿Y qué pasa si, por el contrario, reveo mi pasado y encuentro que fui perpetradorx de violencia? ¿Cuál sería una forma reparadora de accionar sobre eso? ¿Cuál no? ¿Reconocerlo? ¿Hacerse cargo? ¿Qué posibilidades tengo de pensarme con otrxs, de organizarme?

Por último, aparece con urgencia la necesidad de complejizar las relaciones interseccionales entre las problemáticas para reconocer otras dimensiones de exclusión y violencia. Jack Halberstam, activista trans estadounidense, señala cómo los movimientos sexo-disidentes abandonaron su lucha radical y anti-capitalista contra la explotación cuando comenzaron a exigir al Estado derechos civiles y seguridad. Halberstam advierte: 

“La realidad es que existen elementos más susceptibles de ser objeto de violencia, brutalidad policial, clasismo y acceso limitado a la educación y a otras oportunidades vitales: la clase social y la etnia. Analicemos los privilegios que habitualmente sustentan las exhibiciones públicas de ira y dolor y debatamos sobre otro tipo de quejas que sí denuncien marginación, trauma y violencia”.

Si feminismo mata galán, igual la billetera sigue siendo la gran grieta que define el riesgo efectivo de encarcelamiento. Así el tema se dispara en múltiples dimensiones cuando en algunas comunidades las indígenas debaten posibilidades de acción frente a un lonko acusado de abuso intentando no dinamitar los lazos comunitarios o entregarlo al Estado, frente al cual ya tiene varias causas judiciales. O cómo las compañeras organizadas en los barrios que se la pasan cuidando a lxs pibxs de la violencia institucional perpetuada por la policía eligen la autodefensa como acción directa y comunitaria frente a las violencias machistas.

DE LA GRIETA AL TERREMOTO 

Asistimos a la implosión de un sistema que no puede dar respuesta ni contención en el marco de un Estado neoliberal que precariza la política pública tanto como nuestras vidas, dificultando las alianzas y las posibilidades de organizarnos. La adaptación al cis-tema nos saquea las herramientas para crear vínculos afectivos distintos a los ya fallidos aprendidos y enseñados. Un Estado que no da respuestas a una sociedad que las pide fragmentadas, individualizadas, intermitentes. Todo esto agravado por un contexto global que exacerba la peor individualidad del exitismo capitalista, mercantilizando nuestras redes y emociones, re-apropiándose de consignas emancipadoras para sus slogans, en una maraña mediatizada de pirañas que huelen dolor a kilómetros de distancia y fagocitan el morbo colectivo.  

Nos preguntamos por las contradicciones del deseo. La denuncia o el escrache, ¿Son sólo las fórmulas que tenemos disponibles dado nuestro imaginario securitario construido? ¿O hay algo de la dinámica de poder y del goce en lo punitivo que se nos cuela de manera inconsciente? En un mundo atravesado por relaciones desiguales de poder, ¿cuánto de este consentimiento no corresponde incluso a un imaginario de géneros ya estigmatizado, ya encarnado? Estos debates no son de hoy: a fines de los 70 y principios de los 80 las feministas ya habían marcado la grieta. Sin embargo, pos teorías queer, pos lucha por el reconocimiento a la identidad, pos fenómeno pinkwashing y Ley de Matrimonio, pos ensayos colectivos donde instituciones netamente patriarcales (como la Iglesia o el Estado mismo) también dicen “Ni una menos”, las grietas se parten, se desdoblan, sacuden y mueven todo territorio que (creímos) supimos construir.  No podemos engañarnos creyendo que hay respuestas simples a problemas complejos. Por esto mismo, nos preocupa el disciplinamiento altamente pedagógico que puede constituir el reclamo-receta de sororidad aplicado acríticamente, en el que los relatos hegemónicos anclados en el dolor y las imágenes victimistas pueden llegar a limitarnos en una única forma de responder, a mercantilizar demandas individuales y colectivas, o venderlas a empresas que se las reapropien vaciándolas de contenido.

¿De qué hablamos cuando hablamos de justicia feminista? ¿Qué experiencias nos conmueven, nos reparan? ¿Cómo elaboramos y transformamos esas violencias? ¿Qué pedimos cuando pedimos justicia? ¿Cómo transformamos cada uno de los espacios en los que nos movemos? ¿Cómo nos re-apropiamos de la violencia para usarla contra el cis-tema pakitalista? ¿cómo la enfrentamos sin que nos descuartice? ¿Cómo elaboramos propuestas que se sitúen en los márgenes, que reivindiquen el deseo y el espíritu de la disidencia?

Si de algo tenemos un mínimo de certeza, es de que no apostamos a un feminismo del dolor o del peligro; queremos la amistad como modo de vida, queremos bailar, sexualizar la política y politizar la fiesta, movernos hacia el deseo, el placer y la agencia colectiva como una apuesta elegida y transformadora. Que la efervescencia nos valga para construir mundos más vivibles.

Por Colectivo Antroposex:  Antroposex es un colectivo de investigación, formación y activismo. Forma parte del Instituto Interdisciplinario de Estudios de Género en la FFyL-UBA