Anoche, mientras Estudiantes de La Plata soñaba con aquellos laureles que consiguió entre 1968 y 1971, un hombre delgado, de rostro sereno, se encargaba de llamarlo a la realidad. Ubaldo Fillol, tal vez el mejor arquero de los últimos veinte años (aún teniendo en cuenta los últimos de Amadeo Carrizo) mostró que no basta tener buena vista, agilidad y seguridad de manos para ser un crack en el área. Lo suyo fue impecable: desde que sacó el violento cabezazo de Juan Ramón Verón, toda su débil línea defensiva supo que la seguridad estaba garantizada. De allí en más, cada pelota que rondó su sector murió entre sus manos. Los desaciertos de Roberto Perfumo, la carencia de recursos de Pablo Comelles –por allí entraban los hombres de Estudiantes– fue compensada por la gigantesca figura de Fillol.

  El día que pagó sesenta millones a Racing Club por su pase, sin saberlo, River empezaba a ser campeón. Él fue pilar del título Metropolitano; al margen de que el domingo próximo River pueda o no ser doble campeón, lo cierto es que su arquero es el único jugador que roza la perfección. 

  Quien escribe estas líneas no vio a los arqueros de aquellos equipos de River de las décadas del treinta y del cuarenta; tampoco a Sebastián Gualco, ni a los otros dioses; tiene que conformarse, entonces, con asegurar que Ubaldo Matildo Fillol es el más grande de cuantos arqueros ha visto en su vida, incluido el excelente Ladislao Mazurkiewicz.

   Pero ¿qué importancia tiene establecer ahora comparaciones? Basta con decir que ayer todo Estudiantes se estrelló contra su talento. Incluso el penal malogrado por Carlos López, que dio en el ángulo de poste y travesaño, se deba a la serenidad asombrosa de Fillol. El ejecutor corrió hacia la pelota, se paró, cambió de frente, amagó, y vio –quizá con asombro– que Fillol no se movía de su puesto; entonces su tiro no tuvo la precisión esperada (la que se le vio contra Ricardo La Volpe, de San Lorenzo). Es posible que no sea alocado atribuirle al arquero alguna responsabilidad por la falla de Carlos López, aun cuando ni tocó la pelota: “La desvió con la mirada”, dijo un plateísta de River, mientras se recuperaba de su angustia. 

   También en el primer tiempo Carlos López vio frustrada una de sus mejores entradas. Un remate suyo desde quince metros –violento, bajo, cruzado– parecía destinado al gol, puesto que la estirada de Fillol llegaba tarde; sin embargo, asombrosamente, una mano llegó al suelo antes que el tronco del cuerpo y aplastó la pelota contra el piso. Con un solo manotazo la dejó mansita, quieta, inofensiva, mientras todos los suyos miraban con miedo lo que parecía una caída segura del arco. 

  River hizo lo que sabe y parte de lo que inventó anoche. Tuvo a Norberto Alonso, a Leopoldo Luque, a Juan José López, pero necesitó a Ubaldo Fillol para ganar el partido.

  Este año, muchos jugadores de River cosecharán laureles, incluso pasarán a la historia como los que hicieron posible la vuelta al triunfo. Pero los que se ganan la vida con el duro oficio del fútbol saben que Ubaldo Fillol tiene derecho a más: simplemente porque es el mejor.

Esta columna fue publicada en El Cronista Comercial el 22 de diciembre de 1975.