“El que quiere estar armado que ande armado, el que no quiere estar armado que no ande armado, este es un país libre”, dijo la ministra de Seguridad Patricia Bullrich, en noviembre pasado, en una entrevista que se viralizó inmediatamente. La arenga a la sociedad armada de Bullrich no es original. La mano dura se utiliza como argumento de campaña. Los resultados de esas arengas nunca muestran resultados estadísticos beneficiosos. Al contrario, por lo general arrastran víctimas que no figuraban en la arenga. O que la arenga simulaba proteger.

Jennifer Vallejos tenía 17 años y no andaba armada. El 30 de junio de 2015 viajaba con su novio y el hermano de su novio en un semirrápido de la línea 96. Eran las 16. El colectivo inició su recorrido en Pontevedra. Unas 25 cuadras después, subieron unas 10 personas. Una de ellas estaba armada y acompañada por otras dos, amenazó a la treintena de pasajeros y empezaron a robar. En un momento alguno de los pasajeros se trenzó a golpes con uno de los asaltantes. La confusión fue aprovechada por un hombre que viajaba al fondo, de los que apelan al dogma de libertad de armas, que sacó un arma y empezó a disparar. Cuando el chofer escuchó el primer disparo, clavó los frenos y salió corriendo. Detrás de él corrieron los asaltantes, también el que había disparado y casi todos los pasajeros. Todos menos Jennifer que quedó en el piso con un balazo en la nuca, apoyada en el regazo de su novio, el hermano del novio con un disparo en la ingle, y otro pasajero con un impacto en el estómago. Las billeteras y celulares no llegaron a ser robados.

Apenas un día después de la muerte de Jennifer en el colectivo, el miedo y el error volvieron a darse la mano. Esta vez en una curiosa alegoría. Ocurrió en Lanús. Un vecino creyó ver unas figuras rondando en su casa y decidió llamar al 911. Acudieron dos patrulleros con cuatro uniformados. En la vivienda del fondo, vivía un pariente. Cuando llegaron los policías, el del frente les dio la llave del pasillo, y dos de ellos, dos sargentos, decidieron entrar. Cuando el vecino del fondo vio las sombras, sin saber que eran policías, tomó un arma que guardaba para esas ocasiones y disparó. A un sargento le dio un tiro en la frente y se desplomó. Al otro, lo hirió en el cuello.

El abogado Silvio Guillermo Martinero también podría encuadrar en la lógica de “país libre” de Patricia Bullrich. Andaba armado. Estaba preparado, tenía práctica de tiro, según la justicia, era “un experto tirador”. El 29 de marzo de 2016, en el Microcentro, San Martín al 500, en hora pico, con la calle atestada de gente, Martinero entraba a un edificio con una mochila en la que llevaba 60 mil dólares cuando un hombre con casco le arrebató la mochila y corrió hasta subir a una moto que escapó por San Martín. Martinero salió a la calle con su pistola Glock .40 y tiró cinco veces a matar (y por la espalda) según se determinó en el juicio. Una de las balas mató. El cerrajero Daniel De Negris, que caminaba por San Martín, ni siquiera lo vio a Martinero como para protegerse. Recibió el impacto en la espalda y se desplomó. Un video muestra al abogado pasar corriendo junto al cerrajero ya caído, mirarlo y seguir con la persecución por su mochila. Un tribunal lo condenó a 12 años de prisión el 20 de diciembre de 2017.