Tres salas completamente pintadas de negro están habitadas por unas 60 fotografías. Como todas las personas de las fotos están muertas, se podría pensar que hay algo de luto en la decisión lúgubre de quitar el blanco de las paredes del Centro Cultural Recoleta. Pero no hay un espíritu fúnebre en esta muestra homenaje, porque los retratos son luminosos y, aunque la mayoría estén en blanco y negro, parecen guirnaldas de luces que cuelgan del techo, como invitando a una fiesta de gestos y poses. Evitando la museística posición contra las paredes, las gigantografías de las fotos se suceden como los paneles de un laberinto, obligando a sortear y rodear cada foto, en un recorrido que tiene bastante de yiro. Y tal vez ese sea el sentido del negro sobre las paredes: crear la sensación de un dark room, el espacio del cruising, donde te podés encontrar a Ringo Bonavena que te tira desafiante el humo en la cara, a Alberto Olmedo que te estira las manos como para agarrarte, a María Gabriela Epumer que te clava una mirada que atraviesa su jopo salvaje, a Jorge Guinzburg que te pincha con su bigote cepillo. La dimensión de la imagen de estos Iconos Argentinos hace que sean lo suficientemente grandes para estar a la altura del mito que gira a su alrededor, pero también que tengan el tamaño adecuado como para que podamos sentirnos en intimidad, como si encaráramos a cada persona. Renata Schussheim diseñó este recorrido por más de 50 años de carrera del fotógrafo Gianni Mestichelli, quien capturó personas que fueron transformadas en íconos vernáculos en una serie de fotografías que se volvieron también íconos, imágenes de doble faz que aciertan en representar el valor social tanto como la vida interior de las personas retratadas.

Alejandro Urdapilleta

 

En su trayecto por la argentinidad, la muestra tiene el mérito de convocar una buena cantidad de personalidades directamente relacionadas con la diversidad sexual y de género. Desde Jorge Luz a Batato Barea, desde María Elena Walsh a Paco Jamandreu, desde Jean-François Casanovas a Cris Miró, se puede hacer un recorrido por este laberinto de pasiones criollas y casi completar un álbum queer de figuritas, para desafiar cualquier modelo conservador para pensar la nacionalidad. No sería exagerado decir que hay algo de conquista de nuevo territorio, de un país de fronteras más permeables, nómade hasta lo inestable incluso, que anida como propio lo extranjero. De esta forma se puede ver cómo, con inteligencia sutil, se incluye como ícono argentino a Jean-Francois Casanovas, en un retrato del performer francés enmascarado, como una marica justiciera contra las leyes migratorias reaccionarias que nos toca padecer ahora, a nivel nacional e internacional. Hay un mapa bastante amplio en el criterio curatorial de mirada descentrada que tiene el eco de la frase de Eladia Blázquez que se cita al costado de su retrato de 1974: “Como autora no me quedo ni el norte ni en el sur. Mi corazón es una brújula que tiene que mirar para todos lados.” Declaración de principios de bruja sin brújula, con la escoba que vuela para barrer las fronteras. Y así, a cada foto de la muestra le corresponde una frase breve escrita en tiza sobre la pared negra, que al principio parecen funcionar como leyendas en una pizarra, pero luego se van revelando como los graffitis de honestidad brutal dejados en la pared de un mingitorio. “La sensibilidad gay capta lo mejor de todos”, dice Casanova, blanco sobre negro, y su frase tiñe todos los retratos, desde el lunar sobre el rostro pálido enmarcado en rojo de Atahualpa Yupanqui hasta la peluca de Norma Pons que estalla como un hongo atómico, pasando por un Jorge Luz en drag de vecina volcánica.

Jorge Luz

 

Y así, las fotos secundadas por textos manuscritos como gritos primarios adquieren la teatralidad queer necesaria a la que se refiere Alfredo Alcón cuando dice “Actuar Shakespeare es como meter los dedos en el enchufe”. Y la sucesión visual y verbal incluye al feminismo queer pop de Blackie (“Creo que el secreto de mi vida consistió en hacer cosas que nunca había hecho otra mujer. Siempre fui distinta”), al evistismo maraca de Jamandreu (“Ser puto en Argentina es como ser pobre”), y al tarzanismo trans de Cris Miró (“Al jugar a Tarzán yo era Juana”). “Los hombres se acabaron con Armando Bo”, decreta Isabel Sarli la muerte del macho al lado del retrato de 1968 de su amado Bo; y Alejandro Urdapilleta, desde ese más allá poético con el que siempre te mira a los ojos, dice “Soy un espejismo. No existo”, y con su corona de luces de arbolito navideño en la oscuridad de esas salas leemos la frase como si fuese una de sus carcajadas desencajadas, como un coro feliz de terror, porque ya nos fue revelado que la muestra no es otra cosa que una vuelta por la identidad nacional como una gran antología de monstruos sagrados en un Tren Fantasma.l

Iconos Argentinos - Homenaje se puede visitar hasta el 24 de marzo en el Centro Cultural Recoleta, Junín 1930.

Cris Miró