Hay mucha gente apurada. Demasiado ansiosa.

No se refiere a los angustiados por una situación económica dramática, de las peores que hayan vivido los argentinos en números de pobreza, indigencia y falta de alguna perspectiva esperanzadora. En ese cuadro hay escaso o ningún margen para análisis supuestamente mayores. Impera desesperación, zozobra, incertidumbre. Hambre.

Pero entre quienes tienen la cabeza afuera del agua, un poco o bastante, hay ese apuro. 

Apuro para que Cristina revele todos o gran parte de los detalles de su táctica y estrategia.

Apuro porque se requiere destruirla cuanto más rápido mejor, o encontrar la instancia adecuada para hacerlo más efectivo.

Apuro para que sea Cristina confrontadora, visto que presente y panorama no darían para más y que les urge, a los dos bloques de apurados, tener la herramienta. 

Apuro siendo que lo que diga, todo lo que diga, no importa mientras haya toda nimiedad habilitadora de sostener que es la misma de siempre. Puede ser una bandita de trastornados que le grita a la cronista de TN, capaz de convertirse, créase o no, en el núcleo de tratamiento informativo y de columnas de opinión. O prontuariar asistencias. O inventar restricciones a la prensa libre.

Apuro para que por favor se decida de una vez por todas a anunciar su candidatura.

Apuro para que en una de esas pueda bajarse.

Apuro por saber quiénes integrarían su equipo, y con quién y cómo consensuar para la competición con Heidi en la provincia, y cuáles los avances de esa unidad.

Apuro para acertarle al modo de que vuelva la imagen de los bolsos de López, la de las fotocopias que se pretendieron cuadernos, la de Carrió creíble antes que desequilibrada. Para tirar con una artillería de operaciones y falsedades que nunca se habrá visto en la historia electoral argentina. 

Apuro por Cristina mostrando cuanto vaya a hacer realmente a través de cada palabra, cada gesto, cada movimiento corporal (una señal de noticias, el mismo jueves a la noche, convocó a un especialista en kinésica).

Apuro por verla sentada en banquillos múltiples.

Apuro por sobreponderar su capacidad de salvación nacional. 

Son apuros diferentes, pero confluyen en que sólo ella ocupa el centro.

Y al revés de tal nerviosismo, lo que se vivió el jueves pasado fue el comienzo de un retorno administrado. 

Tendrá diferentes etapas, apoyadas en el tronco común de ir regulando la intensidad según el momento y los escenarios. 

El debut con la presentación de un libro no es lo mismo que Cristina en rol definitivo de candidata. Ni que un acto de masas en el conurbano bonaerense, ni que una entrevista mano a mano, ni que las alternativas que vayan presentándose a medida que el tiempo avance hasta las primarias, después hacia octubre y eventualmente a una segunda vuelta.

No es lo mismo la candidata colocada ante una economía barranca abajo sin cesar, con el entramado oficialista poniendo en duda la continuidad de Macri o apoyándolo a manifiesto disgusto, que otra enfrentada a la renovada fantasía de sectores medios si el dólar se estabiliza y apacigua la inflación. 

En los dos casos, el Gobierno arrastra al país en su marcha destructiva para que el incendio se propague después de las elecciones. Igual que los desafíos, tremebundos, a afrontar por la coalición peronista probablemente vencedora. Será con esa fuerza, conducida  por la líder indiscutible, y con el sujeto social que le dé volumen para sostener lo que viniere. No existe lo uno sin lo otro. 

Una cosa es la certeza extendida de que será así, y otra que la frivolidad se disponga a adquirir nuevamente unos globos carentes de límites. No el gorilaje, inmodificable. Sí la ligereza de ¿cuántos? que pueden votar según el humor previo a un domingo de elecciones. 

Es cierto que al Gobierno no le queda mucho más que la amenaza del retorno al pasado. Y que es justo cuando el pasado se revela infinitamente mejor, para los pobres y para esas propias franjas medias que resolvieron tirarse a la aventura de ver qué pasaba con un empresario corrupto aunque modosito, quizás “desarrollista” en términos de amigotes que invertirían sin dudar, incapaz de coordinar tres oraciones seguidas bien que sin agotar con cadenas nacionales.

El país de Macri es un casino de sátrapas financieros al que ni siquiera le resta depositarse en el “roban pero hacen”. Sin embargo (valga la obviedad, a esta altura), nadie debería subestimar las aptitudes de sus publicistas, del infernal aparato mediático que lo protege, del hecho de que una porción sustantiva de “la gente” vota por aspectos sentimentales y de sensaciones pasajeras. No por ideología en su sentido clásico, ni por convicciones.

En su discurso en la Feria del Libro, CFK no despertó grandes ardores entre su núcleo duro. Contuvo, inclusive, sus tonos característicos. Prescindió de provocaciones. Sí advirtió que no es neutral ni quiere serlo en torno de la desgracia que viven los argentinos. Y que Macri duplicó los planes sociales cargados en la cuenta de tanto choriplanero que le adjudican a ella. 

En lugar de la habitualidad que los desprevenidos esperaban, se permitió puntualizar que Trump desarrolla una política proteccionista. Que la economía norteamericana vuela. Que Estados Unidos tiene el desempleo más bajo de los últimos 50 años. 

Esa cita, a un lado, puede haber caído como una patada en el hígado. Al otro, se la usó para facturarle contradicciones y renuncia ideológica.

Lo que unos no entenderían, y lo que otros sufren, es que Cristina ancló su propuesta de nuevo “contrato social” en una apelación a la defensa de los intereses nacionales. Usó a Trump para desafiar a la facción de clase dominante local que sufre las consecuencias macristas. Los corrió por la derecha.

Eso es intragable para los combativos del testimonialismo, desde ya. Hace a la lógica de que no tienen voluntad de poder, sino de comentarismo. Jamás se embarran. Están cómodos en su zona de confort ideologista.

Lo que hizo Cristina, sin ninguna seguridad de éxito aunque si es por eso no hay certeza de nada, es presentar una construcción discusiva que desarme al oponente desde el flanco que pueda dolerle. Salir de convencer a los convencidos. 

Lo hizo desde ese lugar que llaman “racionalidad” y que la contra feroz, por odio de clase, le niega como si, durante las gestiones kirchneristas, se hubiera implementado un programa revolucionario y no un reformismo burgués, pe-ro-nis-ta (así lo subraya ella), que repartió justicia social muchísimo mejor que todas las salvajes experiencias de milicos, menemato y pornografía macrista. Y como si ese empresariado del círculo rojo no hubiera atesorado ganancias espectaculares cuando la palabra era producción antes que timba.

Lo que se ratificó es la centralidad de Cristina en el liderazgo político con una potencia situada a años luz de cualquier otra figura, de cualquier espacio, de cualquier alternativa que pudiera surgir.

Hay la Cristina que sus adeptos y enemigos necesitan para conmoverse o herirla. La Cristina como vector de emociones inalterables a favor o en contra. 

Y hay la Cristina que se necesita para ganar. 

Lo que hubo el jueves pasado fue un adelanto de eso.

Apurados, abstenerse.