Godzilla es un monstruo grande que pisa muy, pero muy fuerte en esta continuación del film de 2014 que le insufló un nuevo aire a la criatura creada en Japón hace ya 65 años y arribada oficialmente a este lado del Atlántico de la mano del director Roland Emmerich en 1998. Claro que si el responsable de Día de la Independencia había encuadrado su llegada dentro de un exponente cabal -aunque, como suele ocurrir en sus películas, con una bienvenida mirada autoconsciente, casi paródica- del cine catástrofe, en la versión de hace cinco años todo se reducía a la supervivencia de una típica familia de Hollywood en medio de un relato que punteaba someramente los códigos narrativos de la ciencia ficción y el thriller, no sin olvidar algunas referencias veladas a lo ocurrido en la central de Fukushima y al atentado a las Torres Gemelas. En ese contexto, Godzilla 2: El rey de los monstruos se erige como una secuela sub-reglamentaria, hecha ya no en modo automático, sino con una desidia llamativa para los estándares híper profesionales de Hollywood.

El diccionario de la Real Academia Española define desidia como la “falta de ganas, interés o cuidado al hacer una cosa”. Las tres características son aplicables a este producto desganado, desinteresado y descuidado. El síntoma más visible de esa desidia es una narración torpe y confusa, como si fuera poco más que un daño colateral de las múltiples batallas y escenas de destrucción masiva -incluyendo varias explosiones nucleares- que pueblan las dos largas, larguísimas horas de metraje. Es cierto que quejarse del abuso de efectos especiales coquetea peligrosamente con la añoranza de un cine más artesanal, físico y humano que el Hollywood del siglo XXI prácticamente no hace (o no quiere hacer). Pero una cosa es una ingeniería visual elefantiásica al servicio de los intereses generales de una película, y otra muy distinta un abuso pirotécnico casi patológico.

La acción comienza un lustro después del final de la primera película y encuentra a la agencia cripto-zoológica Monarca, la misma que había sacado a Godzilla de su letargo a puro fogonazo atómico, en plena búsqueda del monstruo. Por ahí también andan los Titanes, unas criaturas que, de dejarlas actuar en libertad, serían capaces de restablecer el equilibrio del mundo, según se dice. El problema es que se trata de puras suposiciones y nadie sabe a ciencia cierta qué ocurrirá con ambas especies conviviendo en la Tierra. Por lo tanto, un bando dentro de Monarca estará a favor del desarrollo natural de los hechos y otro, de hacer lo que hacen los norteamericanos con todo aquello que cause problemas e incertezas a futuro: meterle bala. A partir de esa anécdota minúscula, el realizador Michael Dougherty construye una película en la que los humanos se limitan a correr, gritar y hacer gestos ampulosos ante cada nueva vuelta de tuerca de guion. Cada una de esas vueltas coincide con la aparición de un monstruo más grande y ruidoso que el anterior, lo que convierte a Godzilla 2 en una especie de Transformers con lagartos gigantes en lugar de autitos devenidos en robots.