La semana pasada, por otras urgencias periodísticas, esta columna no pudo abordar la planeada evocación de la Batalla de Tuyutí, quizás la más dolorosa expresión de un modelo de colonización que llega hasta nuestros días. 

El 23 de mayo es por eso una fecha no sólo de anticipación a nuestro glorioso 25 en el 1810. También es la fecha más luctuosa y dramática de la historia sudamericana. Porque ese día, en 1866, en los campos del Paso de la Patria paraguayo, pocos kilómetros río arriba del Paso de la Patria correntino, tuvo lugar la batalla en la que las tropas paraguayas al mando de Francisco Solano López fueron derrotadas por el ejército aliado que comandaba Bartolomé Mitre, y la cual diversas fuentes coinciden en que fue la más cruenta librada en territorio sudamericano.

Y algunas, como Wikipedia, sostienen que se enfrentaron allí 35.000 aliados con 60 cañones, contra 23.000 paraguayos con sólo 4 cañones, y choque que algunos cálculos aseveran que produjo 30.000 muertos en total. Otras fuentes señalan que fueron 25 mil paraguayos lanzados contra 39 mil aliados (21.000 brasileños, 16.000 argentinos y 2000 orientales). Y otros más estiman el número de víctimas en 5000 del lado paraguayo, y 7000 en el aliado, con igual cantidad de heridos en ambos bandos. En cualquier caso, aquello fue un horror como pocas veces se vivió en este continente.

Algunas crónicas dicen que los paraguayos estuvieron al borde de una victoria que hubiese sido desastrosa y final para los aliados, pero debieron replegarse por los estragos que les causaba la artillería brasileña. Como fuere, el ataque paraguayo al campamento aliado pretendía ser el golpe final para inclinar la guerra a su favor, y quizás por eso la furia y decisión guaranítica, que buscaba acabar militarmente y de una vez con el enemigo, para así negociar la paz y la retirada de su territorio. 

Batalla emblemática de esa guerra que se llamó “de la Triple Alianza”, hasta hoy Tuyutí es considerada la más sangrienta librada en América del Sur porque en algo más de cuatro horas lo mejor del ejército paraguayo fue destruido y López nunca más pudo reunir una fuerza semejante. Y las tropas aliadas se establecieron firme y definitivamente en territorio paraguayo.

En aquel tiempo los gobiernos de Argentina, Uruguay y Brasil se habían unido en ominosa defensa de los intereses de Gran Bretaña, imperialismo mundial de la época, en contra de una nación (Paraguay) que llevaba adelante un modelo propio y autónomo de desarrollo industrial y con decidida autodeterminación.

Ese pequeño país interior, en el corazón de la América del Sur y sin salida al mar, al decir de Juan Bautista Alberdi (hoy un argentino reconocido con amor en el Paraguay contemporáneo) tenía “por emblemas” sus propias líneas de navegación a vapor, energía y telégrafos eléctricos, fundiciones metalúrgicas, astilleros y arsenales, y hasta ferrocarriles propios. Por su parte Felipe Pigna sostiene que –bajo los gobiernos de Carlos Antonio López y su hijo Francisco Solano López– “la mayor parte de las tierras pertenecía al Estado, que ejercía además una especie de monopolio de la comercialización en el exterior de sus dos principales productos: la yerba y el tabaco. El Paraguay era la única nación de América Latina que no tenía deuda externa porque le bastaban sus recursos”.

Esa fue una guerra de destrucción, que enfrentó a Argentina, Brasil y Uruguay contra Paraguay, entre 1865 y 1870 respondiendo a los intereses británicos, pero además tuvo por objetivo acabar con un modelo autónomo de desarrollo como el paraguayo, que se estaba constituyendo en un pésimo ejemplo para el resto de América.

El conflicto se había originado en 1863, cuando el Uruguay fue invadido por un grupo de liberales uruguayos comandados por el general Venancio Flores, quienes derrocaron al gobierno blanco, federal y único aliado del Paraguay en la región. Esa invasión-provocación se había preparado en Buenos Aires y con aprobación brasileña. Y cuando Paraguay quiso intervenir en defensa del gobierno uruguayo aliado que había sido depuesto, y declaró la guerra a Brasil, el gobierno de Mitre no permitió el paso de tropas paraguayas por el puerto de Corrientes, lo que forzó a Solano López a declarar la guerra también a Argentina. 

Quizás fue un error estratégico y de mensura del propio poder, pero cuando en mayo de 1865 se firmó el Tratado de la Triple Alianza la suerte de aquel Paraguay independiente y desarrollado quedó sellada. Y si entre 1865 y 1870 prácticamente se vació de varones, adultos y niños, y quedó en ruinas, fue a la vez por un mandato imperial que por una decisión sudamericana. El país que Felipe Pigna bien definió como “mal ejemplo para el resto de América latina” fue condenado para siempre, al menos hasta ahora un siglo y medio después, al subdesarrollo y la pobreza.

La impopularidad de esa guerra en la Argentina fue enorme. Y a los tradicionales conflictos generados por la hegemonía porteña, se sumaron levantamientos de caudillos locales en Mendoza, San Juan, La Rioja y San Luis. La oposición a la guerra se manifestaba de las maneras más diversas, entre ellas la actitud de los trabajadores de los astilleros correntinos, que se negaron a construir embarcaciones para las tropas aliadas. Y también en la prédica de pensadores que, como Alberdi y José Hernández, el autor del Martín Fierro, apoyaban decididamente al Paraguay. El caudillo catamarqueño Felipe Varela –el de la popular zamba– lanzó incluso una proclama llamando a la rebelión y a no participar en una guerra fratricida: “Ser porteño –sentenció– es ser ciudadano exclusivista, y ser provinciano es ser mendigo sin patria, sin libertad, sin derechos. Esta es la política del gobierno de Mitre”. 

La guerra duró hasta 1870, cuando Sarmiento asumió la presidencia y justo las tropas aliadas lograron tomar Asunción. El Paraguay quedó destrozado, diezmada su población, arrasado su desarrollo y ocupado su territorio. 

Tuyutí fue más que una primera y horrorosa batalla; fue el anuncio letal de una conducta que de diversos modos la América y nuestra Argentina han sufrido muchas veces.