En fin, más difícil de explicar resultan las manchas de manteca. A veces quisiera vivir tranquila sin inventar cosas. Sigo un tratamiento saludable para ello. Tengo prohibido leer ciertos libros. Hay autores desaconsejables, según los expertos. En vez de libros debo leer los diarios de la mañana: aunque el panorama político también tiene sus invenciones. De todos modos, según los especialistas, la realidad siempre es más conveniente. La realidad es lo que realmente importa. Lo dicen todos los seres reales. Entre las restricciones, además, tengo prohibido beber mi ron-rubí y cualquier pisco acholado con pelo de montaña. 

El tratamiento me prohíbe también ciertas preguntas. En fin, hay que mandar más hombres al espacio porque Dios no piensa descender hacia nosotros. ¿Quién puede creer todas las cosas que pasan? Éstas y otras disquisiciones de burdel, tampoco me están permitidas. Según mi tratamiento, la lectura empeora las cosas. Pero yo creo que el problema no está en los libros o en los diarios. El problema está en las palabras. La manteca untuosa, proteica, de las palabras. Y aunque en los diarios haya unas pocas palabras, repetidas hasta el hartazgo, el peligro no es menor, porque una palabra llama a la otra. El tratamiento debería prohibirme también la manteca, porque la manteca de las palabras me alimenta serpentinamente. Me unta serpentinamente. Me lubrica serpentinamente. Me humecta, me facilita, me cosmogona serpentinamente.

Lo mejor es alejarse de las palabras y acercarse a la gente para cerciorarse de los hechos. La gente sabe bien lo que es la realidad. Con sólo preguntarles a ellos es suficiente. Si la gente dice: llueve, llueve. Si dice: hay democracia, hay democracia. Si dice: la manteca se come, la manteca se come. ¿Cómo se come la manteca? En mi casa, ciertas noches, la manteca es juguetona. Hay que tener cuidado.

El tratamiento indica que si invento una palabra más estoy lista. Llevo tiempo practicando. Igualmente, yo insisto, en que no se trata de las palabras sino del asombro que llevan consigo. Asteroide. Trapecio. Ciruelo. Esternón. Se me cae la boca, me tiemblan las manos, se me salen los ojos de la cara, me da palpitaciones apenas las escribo.

Sin embargo, los seres reales tienen las cosas bien claras. Hay que aprender de ellos. La gente pasa por la vereda caminando. Qué suerte tienen. Si ellos dicen: mañana es dieciséis de junio, mañana es dieciséis de junio. En fin, frente a mi casa hay otra casa. Y hacia los costados, hay otras casas. Hacia arriba está el cielo y por debajo el asfalto. Todo está tan ordenado que dan ganas de llorar. Es una especie de enfermedad. Llega un momento en que semejante orden no podría ser más aterrador. Los diarios no informan al respecto, y aunque creo que de vez en cuando los seres reales sienten lo mismo, para evitar el pánico masivo, responsablemente, los diarios no hablan de eso. Pero, admito, no es saludable sentirlo muy a menudo. Yo lo siento muy a menudo, por eso estoy en tratamiento. Parte de mi curación es matar palabras. Para ello me recetaron el uso sistemático del diccionario. Cuando me empieza a merodear una palabra tengo que ir inmediatamente a su sepulcro. Si no está allí, efectivamente esa palabra es un fantasma, o un polisón, o un prófugo, o una invención. Debo deshacerme de ella. No creer en ella. No nombrar con ella. No divulgarla, porque para curarme es necesario no caer en la invención de palabras. Más aún, el tratamiento es muy estricto y los expertos creen que yo cometo un error mayor que el neologismo, por eso me exigen que no le dé rumbos nuevos a las palabras que ya tienen su destino: la pajarera es una jaula de pájaros. Queda prohibida toda analogía con el cofre inguinal. El crepúsculo puede ser del amanecer o del atardecer pero nunca una parte del cuerpo humano. Y así sucesivamente. Las palabras reales nombran mundos reales. La gente real hace real al mundo. Si me esmero, dicen los expertos, yo también podré tener un lugar entre ellos. Los seres reales son muy importantes y seguros de sí mismos. Yo trato de convencerme de que tienen motivos. Aunque a veces me conmueven sus ideas pasteurizadas,  sus caderas débiles, sus caricias paspadas, sus modales de iceberg. Además, para ser real, me aconsejan leer sus libros, usar sus deliverys, ver con sus miradas. Entonces, decaigo. Creo que no lo podré hacer, que me faltan agallas, porque ellos palmean a Caparrós, reverencian a Aguinis, coquetean con Andahazi, pero maldiposta: yo no puedo separarme de mi Cheever.

Cuando invento palabras, me pasan cosas extraordinarias. Sobre todo, cuando invento las que ya están inventadas. Pero la gente real lee palabras reales sobre el águila que desperdicia su amor en una cucaracha. Quién sabe. También hay formas muy bonitas de inventar la noche en que una cucaracha hace el amor con el águila sin desperdicios.

De todos modos, está comprobado que una adicción sólo puede ser remediada por otra adicción. Según el tratamiento es más sano inventar la noche que inventar palabras. Yo me esmero. Sigo el tratamiento de mi rehabilitación a rajatabla aunque los seres reales a veces parecen un malentendido. Son seriecitos. Pero si para ser real hay que andar por el mundo con semejante cara, titubeo, descreo de los especialistas. Cuando digo estas cosas, los expertos en el tratamiento me hacen ver que el problema no es la cara de los seres reales, sino las palabras. Dicen que mi proceso de invención es indebido. Para reforzar el proceso de mi cura, me han dado la opción de guardarme las palabras prohibidas en una jaula, para consumo propio, bajo el argumento de que, por ellas nadie daría un peso, en cambio por las palabras reales podría recibir un diez por ciento de derecho de autor. Esto comprueba la teoría de que todo ser real tiene su precio, pero, el diez por ciento ¿no será mucho?

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