Uno

Qué asombro el silencio de siesta que se abate sobre las calles que desembocan en el parque Urquiza en pleno mediodía de un día cualquiera de semana. Uno camina esas calles silenciosas, pacíficas, con autos estacionados a la sombra y veredas vacías, y de pronto siente que hay una especie de barrera natural que se alza a sus espaldas, una frontera que en algún momento traspasó sin darse cuenta, donde se va quedando esa agitación que se expande como olas desde el corazón de la ciudad. Entonces uno desemboca en el parque y la ola pierde fuerza, es nada más que esa lengua de sonidos que besa la orilla de esta hilera de lapachos florecidos donde se impone el trino de los pájaros. Supongo que pasa más o menos lo mismo en cualquier barrio de la ciudad pero yo, bicho de oficina de 9 a 6, eterno exiliado de la ciudad y sus siestas o sus rincones sin estrépitos, no puedo sino mirarla con asombro y ojos de extranjero mientras camino sin rumbo, perdido en el desconcierto de este día libre.

 

Dos

Camino por el parque en busca de algo que no sé bien qué es. No sé si camino para pensar o si estoy huyendo de eso. Entonces miro. Mirar es otra forma de pensar. Miro y anoto bajo la sombra fiel y generosa de los árboles del parque.

A esta hora, a diferencia de lo que ocurre a eso de las siete o las ocho, cuando el circuito se llena de gente de todas las edades que hacen footing o running o ejercicios al aire libre, y en el parque y las barrancas se multiplican las reposeras con gente que toma mate -para espanto de las chetas de Nordelta vernáculas-, y las señoras pasean el perro y no levantan la caca, y algún padre patea con sus hijos en un claro abierto, y los ruidos de la pelota y las suelas que frenan y arrancan otra vez resuenan en el playón de básquet, a esta hora el parque todavía se entrega a una mansa quietud que no termina de desbaratarse por la presencia intermitente de esos pocos que no tienen otro horario. Me siento y los veo pasar. Alguien pasa al trote por la calle, bordeando la barranca que da al río, con la remera empapada de sudor. Es un cuerpo jadeante, rítmico, exigido, de esos que no encuentran descanso ni en invierno ni en verano, a pesar del castigo del frío o del sol. Por el circuito interno, en cambio, los que pasan van más relajados: una señora que camina sin esfuerzo pero sin pausa; un hombre con gorra, lentes y un conjunto de ropa deportiva que parece comprado ayer mismo, cuando el médico le mostró los resultados de los análisis de colesterol; uno que camina sin ganas como si todavía siguiera pensando que levantarse a buscar el control remoto del televisor era suficiente ejercicio. Una mujer pasa hablando por teléfono y dice que esas páginas las tiene ella, que son transcripciones propias de una conferencia de cuando vino no sé quién de Estados Unidos. Más tarde pasa otra mujer que está dictando una receta de cocina. ¿O era la misma? No estoy seguro. De golpe pienso que hay gente que no puede desconectarse ni siquiera media hora para ir a caminar al parque, que es incapaz de postergar. Hay gente que transforma el momento de ejercicio en el parque en una especie de oficina ambulante: una llamada a uno, porque recordó que hay que hacer esto; un whatsapp a otro, para que no se olvide de aquello. También sospecho que puede haber quien simule las conversaciones cuando pasa al lado de alguien que, como yo, está sin hacer nada, atento a los que pasan.

 

Tres

Me detengo un momento en esa última idea. Por un instante acaricio la posibilidad de ponerla en práctica. Volver cuando caiga el sol y el parque esté lleno de gente, para que haya más posibilidades de que mi estrategia funcione. Reconocer, con ojo clínico, dónde dejar caer una frase premeditada que dispare la imaginación del otro. Caminar por el parque, como si hiciera ejercicio, sólo para ir tirando líneas con la ilusión de que, a mis espaldas, alguien muerda el anzuelo de esas menciones al pasar. Un cuerpo del que no sé cómo deshacerme, ciertas experiencias sobrenaturales que irrumpen en mi cotidianidad, la insinuación de que conozco un secreto que pondría en jaque al gobierno. Sembrar historias al paso y dejarlas que florezcan y circulen por el parque, por las redes, por eso que a veces pensamos que es la realidad.

 

Cuatro

Encuentro uno de esos buzones-biblioteca que hay en algunos parques y plazas. Es una especie de casita de madera montada en un poste. En la puerta tiene la leyenda "Leé y devolvé". Siempre paso por uno que hay en la plaza Sarmiento, del lado del Normal 1, que está permanentemente vacío. Este, en cambio, está atiborrado de libros que se amontonan en la pequeña casita. No puedo evitar curiosear. Mientras a mis espaldas se oyen las pisadas y la respiración agitada de los que pasan trotando, los jadeos de un perro que alguien pasea, un auto que circula a baja velocidad, yo rebusco en una pila de libros viejos con una esperanza absurda. No sé qué espero encontrar. Algo digno de mención. Una frase que dispare algo. Una sorpresa. No lo encuentro. Algunos libros parecen tener como objeto espantar lectores antes que atraerlos. Un manual de Windows 3.1. Hay que ser bastante hijo de puta para dejar un manual de Windows 3.1 como material de lectura. Una biblia en dos volúmenes. Un diccionario médico. Platero y yo. Cinco o seis novelas de ciencia ficción o suspenso en inglés -The Body Looks Familiar; The War Against The Rull y títulos así-, una novela con el espantoso título de Una cenicienta para el millonario, y una vieja enciclopedia escolar de cuando existía algo llamado Yugoeslavia, con una superficie de 248.987 kilómetros cuadrados y una población de 13.930.918 habitantes, y Argentina tenía una moneda con la que se podía formar el metro y el kilogramo: "40 argentinos y 4 piezas de cobre de 2 centavos forman un metro. El kilogramo se forma con 40 pesos nacionales o bien con 50 piezas de 50 centavos y 75 piezas de 5 centavos". La mezcla de monedas y unidades de medida me confunde, pero igual siento que tenemos salarios enanos y un costo de vida kilométrico, y que pagar los servicios cada vez se nos hace más pesado.

 

Cinco

Leo el comienzo de un cuento de Dolina que encuentro perdido en el buzón-biblioteca.

"Los griegos creían que las cosas ocurrían para que los hombres tuvieran algo que cantar. Las guerras, los desencuentros, los amores trágicos, los horrendos crímenes, las gestas heroicas: todo tenía para los dioses impíos el único fin de proporcionar tema a los cantores. La Historia pone al alcance del menos docto centenares de ejemplos de relatos que fueron más ilustres que los sucesos narrados.

Resulta difícil concebir una idea más triste del destino humano. Sin embargo, a los juglares, cantores, cronistas y narradores de cuentos, les complace pensar que el mundo se mueve para favorecerlos en su oficio."

Transcribo la frase en el cuaderno sin saber bien por qué, o pensando en qué. Supongo que quiero creer que más tarde o más temprano el mundo se moverá para favorecerme en este oficio pero ahora, en cambio, me dejo atrapar por el sosiego grato de esta tarde libre, el rumor sereno, la quietud.

No será hoy, anoto. Pero quizá mañana el mundo se mueva otra vez.

nunez.javier.e@gmail.com