Qué noche será la última, cuál de todas huele a mensaje zombie, a epigrama que traza el trayecto que siguen las palabras desde una mesa llena de libros abiertos. O una cama, nada es más mesa que una cama si logra convertirse por el uso y por el tiempo en una con raíz. Abiertos y apilados, a punto de inaugurar el juego erótico romántica, crudamente o como a la poeta se le dé la gana, como dijo alguien que recordaba haber leído eso o algo muy parecido en un libro de dos tomos que citaba el Love song de Paul Blackburn. Mientras llega y termina esa última noche la ilusión que refiere el lenguaje cuando suscita otra, y que suele ser la extrapolación de la primera, se precipita y nos hace ver la neblina bajo un cielo límpido y resplandeciente. Serpentina de la lengua que se desenrolla y levanta vuelo cuando muere una poeta.

Mirta Rosenberg era de Rosario y de Villa Crespo. Nacer, vivir y mudarse. En su ciudad natal fundó una editorial, Bajo la luna, y durante años formó parte del Consejo de Dirección de Diario de Poesía. La poeta editora además era traductora. O quizás haya que decir traducía (francés e inglés) para contar que escribía porque Rosenberg no hacía diferencia, “yo veo al buen traductor de poesía como un autor. Lo que he traducido forma parte de mi obra”. Decía también que cuando traducía hacía con la rima lo que podía y como podía: “trato de que el lector se quede con la idea de que hay algo, música, aunque no esté perfecta. Los idiomas no se calcan, no quedan uno perfectamente arriba del otro.” Atrapada -sin intención de buscar la salida- en el yacimiento que precipita un monte análogo o recóndito, Mirta escribe, traduce y lee la verdad embustera de la palabra elegida con buen oído. Publicó Pasajes (1984), Madam (1988), Teoría sentimental (1994); El arte de perder (1998); El árbol de palabras, obra reunida, 1984-2006 (2006); El paisaje interior (2012); Cuaderno de oficio (2016); Bichos (2017, cuando un insectario se convierte en una entomología sentimental, en co-autoría con Ezequiel Zaidenwerg) y algunas antologías. Otras, en francés, inglés, portugués, alemán -y se suman lenguas-, pusieron a buen recaudo poemas suyos. “Y ahora quiero quedarme/ sin palabras. Saber perder/ lo que se pierde.” Escondida en los días para mejorar cualquier calendario, incluido uno de Norman Rockwell, Rosenberg tradujo a Hilda Doolittle, Marianne Moore, Cynthia Ozick, Emily Dickinson, Katherine Mansfield, Louise Glück, Anne Carson, Elizabeth Bishop, D. H. Lawrence Robert Lowell, James Laughlin, Seamus Heaney y a muchxs otrxs. Silbidos de fantasmas y susurros de agradecimiento acompañan el cortejo a la distancia. “Por ella la pude leer” dice el eco de algunos de esos susurros convencidos de que la única cura para la soledad es la soledad, o viceversa; y que los días no se parecen a nada cuando la metáfora, robada de una escena de búhos y sin luna de Somerset Maugham, es solo desvelo, insomnio.
No es fácil llegar exclusivamente a pie, sin mediación de lo lírico y lo poético, a Mirta Rosenberg, porque se puede decir que vivió en ejercicio de esa condición de la poesía que no se limita solo al poema. La rara aprehensión la ayudaba a encontrarla tanto cuando traducía como cuando escribía su material, y en ambos caos –casos–, sin sumisión alguna de las palabras a una especificidad logocéntrica, sin abrazos ni complicidades constantes, sin suma de errores inocentes en pos de una aventura ingenua. Máquinas de noche mascullan puntadas, las de antes, inventando la inercia con los pies en el pedal y escriben una lista de entuertos en dedales para que rebosen a tiempo las palabras que Mirta cose millonaria de poros como una poeta ultraísta con rima. “Soy una cabeza de alfiler repleta/ de estruendo mental, prendida/ a esa metáfora como a una cofia”.
Hace unos años, pocos, Rosenbeg dijo en Evaristo Cultural: “cuando la cosa se pone muy brava, [la poesía] es una especie de reserva de las emociones, de los sentimientos: acá nunca se escribió más poesía que durante la dictadura, y era bastante críptica. Porque si no ya de por sí iba todo el mundo en cana. Pero hubo un florecimiento de la poesía, ¿por qué? Porque el lenguaje directo, coloquial, de la calle, no se podía usar. Hay una función política en la poesía de la misma manera que en algún momento el feminismo dijo “lo personal es político” y creo que sí, que la poesía también es lo personal, que es político.” El único tiempo envejecido es el tiempo mismo, entre bobadas y empecinamientos pasados ahora gana el recuerdo sorprendido por tener que recordar mientras la nombra con nombre felino o con el de una verdad astrológica sin cautela diagonal que recita “Soy una sílaba impuesta/ sobre el Sentido del Mundo.” Si los recuerdos son literarios, aparecen primero Colette y Dostoievski. Rosenberg, la niña que escribía canciones porque algo tenía que ver con alguna musiquita en la oreja, con un deseo oral imitativo, había leído la serie de las Claudine que tenía su papá y Crimen y castigo a los diez años. La poesía llegó después, en la biblioteca de su colegio, cuando descubrió a García Lorca y enloqueció de amor. Cuando contaba su infancia describía la cartografía escalofriante del mundo con los huellas de su primera educación. Decía que para ser igual a su hermano había aprendido a leer a los cuatro años (el hermano tenía seis) y que había crecido en la diversidad. Entonces, sin tardanza emotiva, enumeraba los mojones de esa multiplicidad que daban por sentado que había que pasar por todas esas instancias sociales con absoluta naturalidad porque en su casa se presumía que el mundo era eso, papá médico judío, mamá odontóloga católica, un hogar en un barrio obrero, la escuela pública, el club social de Arroyito y el Jockey Club de Rosario, fin. Pero antes de ese final de álbum había una última oración: “crecí con la premisa de que el mundo no era una sola cosa”. Ahora sí el vademécum de escenas familiares lo cierra por un rato para nombrar después a Hugo Padeletti “no la persona que más me enseñó sino de la que más aprendí en encuentros nunca revestidos de una finalidad didáctica.” Rosenberg decía que un poema o un par de poemas organizan un libro, quizás su lista de favoritos de un día, hace años, encabezada por Sor Juana y seguida por Pálido Fuego, el libro que le hubiera gustado escribir, nos organicen algunas horas por venir. Forman fila la obra completa de Anne Sexton, Otro tiempo de Auden, La morada imposible de Susana Thénon, Y todos estábamos vivos de Olvido García Valdés, No mueras sin laberinto de Lorenzo García Vega, Tres tristes tigres de Guillermo Cabrera Infante y el Diccionario ideológico de la lengua española de Julio Casares. Ya no hay miedo a que se revele la expresión de ofrenda inevitable. Llegó la hora de hacerla. La lengua gobierna.