“Qué hacés copulando con el piano de la abuela. Mi novia no estaba. O sí. Estaba escrita. Papá no la leyó”, cuenta el escritor que protagoniza el primer relato de El tormento más puro (Emecé), otra joya narrativa extraña, inclasificable y bella de Fernanda García Lao, en la que se mestizan y desintegran a la vez lo real y la pesadilla, lo luminoso de la naturaleza y sus precipicios más lúgubres, las experiencias anómalas con la locura, lo absurdo y la carcajada feroz, porque hay una ferocidad cómica desviada en lo que escribe la narradora más rara y original de la literatura argentina contemporánea. La más radical por su manera de auscultar y sacar los trapitos al sol de las miserias familiares, por cuestionar y burlarse del rol de las madres, por husmear en las aguas turbias de la incomodidad y regresar a la superficie para escribir como si estuviera perpleja, lisiada y rota por algún pequeño hallazgo, una lucidez que duele, como esboza en uno de los cuentos.

Fernanda -enemiga de cualquier convención como poeta, dramaturga y narradora- recuerda en la entrevista con Página/12 que no fue una niña obediente. Hasta en su eclecticismo fonético hay algo que no se deja aprehender: un remoto y casi imperceptible acento de Mendoza, la ciudad donde nació en 1966- y la pronunciación de la zeta a la manera española por los años que vivió exiliada en España, entre 1976 y 1993. Su padre, el periodista Ambrosio García Lao, murió en el exilio.

--“Una familia es eso. Un escuadrón que se aniquila”, se afirma en el cuento que da título al libro. “La familia es un espanto que no merece continuidad”, se lee en otro relato. ¿Por qué la familia aparece con una carga tan negativa?

--Todos los cuentos se podrían llamar El tormento más puro porque la familia es eso. Las familias felices no se escriben, se disfrutan; los primeros terrores y las primeras pruebas de poder y de humillación se dan en la familia. La mayoría de las víctimas de femicidios son en manos de familiares. En la familia hay un permiso de supuesta libertad, de no intromisión y control, que reproduce la misma violencia que hay afuera pero a puertas cerradas. La familia es oscuridad y yo no la inventé. Yo observo nomás. Por otro lado, la familia es la primera organización castradora y tampoco es un invento mío. No puedo menos que escribirlo. Yo tengo unos vecinos “procesistas”, así los llamamos por su pasado en el 76, que son aparentemente encantadores cuando abren la puerta de su casa; pero lo que escucho a través de la pared es otra cosa. Tiene que ver con una visión pesimista y también anarquista muy precoz en mi vida. Tal vez porque mi familia era intelectual estaba presente el “lado B” de la vida desde el primer momento, obligada a poner en duda no cada orden -porque no sé si había órdenes en mi casa-, pero sí cada pauta de obediencia. No fui una niña obediente y tampoco confiaba en los adultos. Aunque hubo mucha explicación en relación a porqué había que hacer determinadas cosas, yo no estaba de acuerdo. Me gustaba correr el límite y ver qué pasaba, ver si era verdad que había una amenaza o era un prejuicio. Como madre he estado muy atenta a no heredar mis creencias a mis hijas. “¿Le hacemos los agujeritos en la oreja para que se sepa que es una mujer?”. No, no quiero que tengan marcas. No quiero que la sociedad marque a mis hijas como ganado. Quizá sea extremista, pero me parece que tiene que ver con algo entre político y personal. Como en todo lo que hago se filtran lo ideológico y la convicción física. Me encantan las familias desorganizadas, fuera de pauta, como díscolas; los inventos familiares. Yo tengo dos hijas de distintos padres, no hubiera podido tener una camada con un señor. Me parece algo raro (risas).

--Hay uno de los cuentos que tiene que ver con la muerte de un padre, narrada por una adolescente. Es uno de los cuentos más autobiográficos del libro, ¿no?

--Sí, lo que pasa es que no soy literal. Cuando escribo padre y muerte, evidentemente tengo ahí una marca. Mi padre se murió cuando yo tenía dieciséis y esa muerte me sorprendió porque no estaba cuando ocurrió. Cuando llegué a mi casa, estaba tomada por el duelo, con gente que no conocía o no recordaba o que no esperaba encontrar ahí. El velorio me pareció un evento rodeado de absurdo, además de la incomodidad de la muerte. Mi vieja (María del Amor González) se murió en mayo, cuando estaba corrigiendo este libro, por eso está dedicado a ella. Igual era una muerte prevista, no en el sentido de que somos todos mortales; tenía 84 años y hacía dos años que estaba decayendo. Una de mis hermanas me preguntó si le dije que le había dedicado el libro. Me pareció un dato menor. ¿A quién le importa? ¿Dónde se lleva esa información? Su muerte fue el tormento más puro, como el título del libro. ¿Por qué esa palabra? Apareció sola, supe cuando la escribí en el primer cuento que ese era el título. Después leí que el tormento era una tortura para confesar. La escritura es el tormento más puro; lo que pasa es que uno no confiesa lo que cree que está confesando. Por eso tengo cierta distancia con las escrituras “yoicas”, porque me parece que reemplazan el inconsciente y la oscuridad. Estamos en una época en la que imaginar es casi subversivo; la realidad ocupa tanto espacio y es tan mentirosa que creo más en la ficción. La ficción es más pura. Para vivir no hace falta sensibilidad ni inteligencia en este mundo; sobrevive el menos sensible. Me siento conectada con cierto saber culto cuando escribo y soy mucho más tonta viviendo. La poesía me permite el desvío, encontrar otros caminos. Creo mucho en mi intuición, en mis pesadillas. Si tomo como objeto de estudio mis pesadillas, se deben parecer a la de muchos. Hay algo interesante en meter la cabeza bajo tierra, buscar y volver a salir. Sabía que no quería escribir más novelas si no salía este libro de cuentos. Si algún proyecto tengo en mi escritura es el de no cristalizar en ningún género; no suponer que el terreno está ganado, sino ponerlo en jaque todo el tiempo. Ir contra la convención de qué es un cuento. Me gustan más las excepciones, lo insólito, lo desbocado, lo incomprensible. Prefiero eso a un cover. No me convencen los que suponen que saben; los decálogos y todas esas mierdas y recetarios. Para mí escribir cuentos es tensar la cuerda y correr los límites, como cuando de chica me preguntaba: ¿No se puede dar la vuelta manzana sola? Vamos a ver por qué…

--En “Fragilidad” el chico de dos años que se mete una víbora en la boca termina reproduciendo la violencia desmesurada de la madre, como si el cuento estuviera proponiendo: “la violencia está en casa y la heredamos”…

--El mal está en casa y lo heredamos. Cuando se habla de lo que te dejan tus padres, pareciera que se heredan objetos, talentos, enfermedades, pero además vicios. No hay mayor mal como el que hacemos nosotros, no hay animal con un nivel de perversión como demuestra cualquier ser humano en algún momento de su vida. El cuento surgió porque hay muchas madres muy obsesivas en relación a la crianza y al miedo que le hagan algo a su criatura, sin reconocer la maldad y el poder de destrucción que tienen esas madres. Me hacía gracia jugar con ese malentendido de que el niño era el frágil y la serpiente el peligro. Además, creo que había leído una noticia similar de un niño que fue llevado a un hospital porque lo había mordido una serpiente y la sangre que tenía era de la serpiente y no del niño.

--A propósito de las herencias, hay un postizo que también se hereda en uno de los cuentos y los hombres que lo rozan mueren. Esa zona de la herencia parece trabajarse desde la perspectiva de lo insólito cruzada con el miedo, el terror, con algo de lo fantástico también, ¿no?

--Cuando se murió mi tía, vi un postizo en una cajita con unos clips y no me lo llevé. Pero sí me llevé un saquito y ese saquito, cada vez que me lo ponía, me hacía doler el cuello y los hombros. Como soy medio extremista y vengo del teatro, me dije: “voy a domar al saquito” (risas). Ahora estoy durmiendo con un camisón de mi madre; son pruebas que me pongo no solo para la escritura sino para mí. Yo también me pruebo en la vida; no es que escribo estas cosas y después ando cultivando margaritas. Tengo un jardín en mi casa y veo cómo ocurren una serie de cosas atroces. Lo que pasa es que no las vemos porque es un terror en miniatura. Si somos atroces, ¿por qué la naturaleza no va a asimilar nuestra atrocidad? Así como determinados insectos se hacen fuertes a un veneno reiterado. Ese veneno concreto es un invento humano; no es algo natural. Estamos muy lejos de la naturaleza, cada vez más. Yo que soy mendocina y de chica escuché nombrar el viento zonda o el agua que bajaba de la montaña veía ahí algo de maestría y de locura consentida también. Cuando nos fuimos a España en el 76, en la casa de mi tía, la del saquito, quedaron sepultadas nuestras antiguas pertenencias por el terremoto del 86. Hay algo de esa furia que me construye. Hay algo de la escritura que sana ese horror. No es que busco el horror; en el horror intento encontrar belleza. No sé si se nota. Siento que cada palabra incluye su contraria. No puedo ver solo una parte: veo la palabra y la sombra de la palabra. En la poesía y en la narrativa breve soy más salvaje que en el terreno de la novela.

--¿Por qué el cuento te permite ser “más salvaje”?

--El cuento es un perro desbocado, rabioso, un perro que tiene poco tiempo. Si estiro la rabia, pierde potencia. La rabia funciona en el instante, no da tiempo a organizar un discurso.

--¿Y qué pasa con tus novelas?

--Yo escribo falsas novelas. No he escrito ninguna novela lineal; están todas rotas y trabajo como si cada parte fuera un núcleo auto conclusivo. En realidad lo que me molestan son los enlaces; por eso hay mucha elipsis. Cuando escribo una novela, voy cortando casi como si estuviera editando una película, concentrando lo máximo que puedo la potencia en ese momento.

En el aire resuenan otras herencias a la distancia. Las dos hijas de Fernanda están viviendo desde 2018 en Praga. “Julieta eligió un país donde el aborto está legalizado desde el siglo pasado y es ateo; buscó determinadas coordenadas que para ella eran vitales. Yo creo que estar fuera de lugar debería ser casi obligatorio en algún momento. Lo que pasa es que está bueno irse cuando uno tiene ganas y no a las apuradas o violentado por un país. Uno se construye también con esos dolores y a veces quedarse es contraproducente”, reflexiona la escritora que confiesa que está “estrenando orfandad absoluta” con ambivalencias. “Es como si mi madre se estuviera muriendo en distintas partes del cuerpo que se me tensionan; pero siento también una especie de permiso fantástico de no tener a quién rendir cuentas. Si es que alguna vez las tuve que rendir”.

--¿Le rendías cuentas a tu mamá?

--No. Ella ya sabía quién era yo. Tuvimos una relación muy conflictiva porque heredé de mis dos padres distintos tipos de palabra, dos discursos y dos bibliotecas muy disímiles. Mi mamá escribía poesía y escribía teatro también. En realidad escribió siempre la misma obra, que reescribía y modificaba, que fue su escuela y también fue la mía. Ella publicó poesía y ganó muchos premios. Cuando volvimos de España, tuvo acá un programa de radio muy escuchado en su momento, un programa nocturno. Mi padre era más convencional, más norteamericano, más (Ernest) Hemingway, (William) Faulkner; en cambio mi vieja era más “afrancesada”. Jean Genet vino de su mano, pero también (Samuel) Beckett y (Eugène) Ionesco. La muerte de mi madre fue como una performance dramática muy hablada. Yo anoté todo, escribí, la grabé, le saqué fotos. Yo falté a la muerte de mi padre, pero me tocó estar sola el día que murió mi madre. Yo siempre creí que era la más fuerte de mis dos hermanas o asumí ese lugar y comprobé que no… Mi madre hablaba como si escribiera. Ahora mi madre es un cuento mío; es la manera que tuve de entender. Todo lo que filmé después lo tiré; no lo pude ver. Pero empecé a escribir el cuento con una frase que ella me dijo: “¿Esto es el vacío?”. Lo terminé de escribir hace dos semanas. Si no lo terminaba, iba a enloquecer. La única forma de sanar era decirlo. Cuando no entiendo algo, lo escribo.


La ficha

Fernanda García Lao nació en Mendoza, en 1966, y se exilió en España entre 1976 y 1993, país donde estudió piano, danza clásica, actuación y periodismo. Escribió y dirigió obras de teatro en varios países de América latina y publicó las novelas Muerta de hambre (2005), La perfecta otra cosa (2007), Vagabundas (2011), La piel dura (2011), Fuera de la jaula (2014) y Nación vacuna (2017); y el libro de cuentos Cómo usar un cuchillo (2013). En 2015 publicó Amor invertido y en 2018 Los que vienen de la noche, ambos en coautoría con Guillermo Saccomanno. Entre sus libros de poesía se destacan Carnívora (2016) y Dolorosa (2017). En 2011 fue seleccionada por la Feria Internacional del Libro de Guadalajara (FIL) como uno de “los secretos mejor guardados de la literatura latinoamericana”. Ha colaborado en Babelia, Revista Quimera, Letras Libres y El Buensalvaje, entre otras publicaciones. Algunos de sus textos han sido traducidos al portugués, al inglés, al sueco y al griego para revistas digitales y en papel. Desde 2010 coordina talleres de escritura.