El mundo tiene un problema consigo mismo y con los populismos impetuosos que lo gobiernan, no con el peronismo. Por paradójico que resulte, el peronismo nunca ha estado tan cerca del mundo como hoy y jamás había suscitado tanto interés en los medios universitarios y políticos de Occidente como en la actualidad. Es una originalidad pacífica que navega en un planeta agobiado por la violencia verbal y política de las ultraderechas nacionalistas y el populismo liberal-burgués.

Once de los 28 gobiernos de la Unión Europea están constituidos o asediados por movimientos populistas de extrema derecha. La primera potencia mundial, Estados Unidos, está gobernada por un populista racial y nacionalista. La democracia más antigua del mundo, Gran Bretaña, está por salir de la Unión Europea empujada por un populismo aislacionista y hoy navega a la deriva. Italia se tambalea aún en el vacío con los golpes que el populista Matteo Salvini le propina a su democracia y España logra armar mayorías regionales con un pacto entre el Partido Popular, Ciudadanos y la extrema derecha de Vox.

En Hungría, hace rato que Viktor Orbán reactualizó los catecismos de raíces populistas e inauguró la práctica del liberalismo autoritario. Más peligroso aún, en la primera democracia del mundo, la India, el populismo confesional del primer ministro hinduista Narendra Modi, del partido nacionalista hindú BJP, conservó el poder gracias a una retórica ultra étnica-religiosa-populista en contra de las minorías cristianas y musulmanas. Narendra Modi hizo de la India una democracia étnica gracias a una narrativa religioso-populista que se encargó de machacar, con un rigor militar, que la India era única y exclusivamente un país hindú. Hace unas semanas, Modi le retiró la nacionalidad india a más de dos millones de musulmanes.

En Brasil tenemos como prueba el populismo evangelista de Bolsonaro. La lista no es exhaustiva, pero frente a esos populismos escatológicos el pretendido populismo argentino es un oasis armonioso para nómadas agotados. Ese cuento de las elites blancas e ignorantes no sirve más. Son destellos de su pobreza ideológica, de su dependencia cultural con Occidente. Durante el siglo XX, toda manifestación de soberanía se ganó el adjetivo de “fascista”. Ahora lo cambiaron por populista y se inventaron el espantapájaros del chavismo y Venezuela. Anticuado. 

En las elecciones presidenciales de 2006, cuando el ex presidente Alan García estaba apretado en los sondeos por su rival Ollanta Humala, García sacó en el tramo final de la campaña el eslogan “O Chávez o el Perú”. Cuando ganó las elecciones, durante la conferencia de prensa posterior, una periodista del canal Al-Jazzira le hizo una pregunta insistente y García la trató de “Señorita Al-Qaeda”. Un ignorante sin ética ni respeto por nada. El mismo argumento volvió a sonar hasta la saciedad contra el actual presidente de México, Andrés Manuel López Obrador. Sus adversarios financiaron un documental sobre “los populismos” con el que armaron un montaje burdo para probar que Obrador era un populista, un hijo de Chávez, de la ex presidenta Cristina Fernández de Kirchner, de Lula y Evo Morales y que haría de México una Venezuela. Se dejaron en al camino, claro, al Rey populista: Donald Trump. Hasta en eso le tienen miedo.

Si el peronismo kirchnerista es populista, entonces Donald Trump es un señorito educado, el británico Boris Johnson un fino socialdemócrata del siglo XX y Matteo Salvini un aristócrata ilustre. Detrás de esa triturada narrativa se esconde un populismo liberal-burgués anticuado, disfrazado de decencia y futuro y al mismo tiempo rebosante de violencia cultural. Sus figuras no son sólo las elites que detentan las riendas de las finanzas: también están incrustadas en ese revoltijo que puebla los medios, los canales de televisión llenos de panelistas mentirosos y títeres que escupen basura. No lejos están los falsos periodistas que trabajan mano a mano con las mafias alojadas en el Estado. La Argentina sufre, la juventud se aburre y el siglo XXI corre más rápido que la capacidad de las elites nacionales para asimilarlo.

No, el mundo no tiene ningún problema con el peronismo. Jamás salimos del mundo. Siempre fuimos parte de la diversidad del mundo y esa diversidad ha adquirido hoy un valor muy alto y a la vez excéntrico. Pronunciar un no rotundo a los abusos del sistema financiero, a las pretensiones de las multinacionales o a los fondos buitres no es ni ser populista ni irse del mundo, sino una manifestación de soberanía. Que los apóstoles liberales del diario El País o del Wall Street Journal se atraganten es un problema de sus estómagos y no de la sociedad. Hay medios del mundo (El País de España, el primero) que deberían pedir disculpas por las ofensas propagadas en nombre del cuento “La Argentina vuelve al mundo”.

Hay un “país tardío” (Borges) que no termina de aceptar que el peronismo es una de las fuerzas que construyeron el país, que es una pieza del arco constitucional que representa otras clases a las que nuestra vetusta derecha desprecia. No es un partido del pasado sino de la permanencia, de la constitución de una identidad. De allí el interés que suscita hoy en el mundo como partido multiclase e ideológicamente polifónico, con una capacidad de trazar líneas de encuentro y no de ruptura que pocos movimientos detentan en la actualidad. Contrariamente a los populismos globalizados, el peronismo kirchnerista no plantea una confrontación de clase, ni menos aún un conflicto racial o religioso. Cualquier comparación, incluso superficial, con las tendencias populistas globalizadas, fortalece su imagen. Nadie lo puede echar del mundo porque es una de las respuestas coherentes al mundo confuso de hoy.

Una nación sólo existe como tal por su unidad, no por la confrontación entre sus diferencias. Francia no se rompió ni con la avalancha destructora de la extrema derecha del Frente Nacional, ni con los atentados islamistas contra el semanario Charlie Hebdo (7 de enero de 2015, 12 muertos), o los del 13 de noviembre del mismo año en París (137 muertos, 414 heridos), ni con el de Niza (14 de julio de 2016, 84 muertos). En 2015, millones y millones de personas salieron a la calle con el cartel “Yo soy Charlie”. Llevaban también un lápiz en la mano o el libro Tratado sobre la tolerancia, escrito por Voltaire en 1763. Allí radica el gran proyecto de la derecha populista globalizada y de su sobrino, el liberal populismo burgués. Y el del islamismo radical: agrietar, romper, generar ira y odio como metodología

”La grieta” es su credo, la expresión más cruda de su populismo radicalizado. Por ello es preciso extirpar esa palabra de los análisis. El término “grieta” remite a una cruzada de destrucción irreparable de una sociedad. Ese término es de un mercenario surgido en el seno del proyecto del ex consejero y artífice de la victoria de Donald Trump, Steve Bannon. Muchos lo han tomado por un payaso, pero no lo es. Bannon es un genio moderno, un genio maligno que llevó a la práctica, en Estados Unidos y Gran Bretaña, su contundente estrategia. Cabe en una frase a la vista de todos: ”si quieres transformar una sociedad, rómpela”. El macrismo llegó con globos inflados con esa idea de ruptura, empezando por la fractura espacial entre el mundo y la Argentina y la fractura temporal según la cual “ellos son el pasado”. En ambas narrativas fue seguido por sus criados locales y varios medios del mundo. El problema de los medios enceguecidos de afinidad es que en algún momento terminan desafinados.

 

Sin embargo, además de fallar en todo, nunca asumió la misión simbólica que le confiere el voto mayoritario: todo partido que llega al poder se apropia de la historia. Apenas asume hereda el relato nacional y el relato de su predecesor. Entre ambos, tiene que inscribir su propio relato. El macrismo consagró toda su energía en reescribir la historia de sus predecesores inmediatos y se quedó sin historia propia. Como un corredor extenuado, se atrincheró en el desgastado guion del lobo populista, del mundo que no quiere al peronismo, de una Argentina que se podría parecer a Venezuela. Hizo lo mismo que todas las derechas populistas del mundo. 

“La política es el arte de hacer posible lo necesario”, decía Jacques Chirac, ex presidente de Francia. El macrismo hizo imposible hasta lo básico. El mundo no está en conflicto con el peronismo, ni éste con el mundo. No es un partido proscripto por el sistema mundial. Es la Argentina de Macri la que colocó al país en estado de conflicto con el mundo por la deuda que generó y que jamás logró gestionar sin destruir ni a la sociedad ni la confianza de los mercados. Ahí están las dos fracturas que sembró: la nacional y la mundial. Ha logrado también una hazaña filosófica impensable: su insoldable ineficiencia ha cambiado la mirada insólita que muchos medios del mundo tenían sobre el peronismo. Recién ahora empiezan a entender nuestra historia, y quién es quién en esa historia.