Del infinito al bife es una frase de Federico Manuel Peralta Ramos, una suerte de clasificación de personas – personas infinito/ personas bife—pero también una forma de pensar el mundo, un espectro de lo posible, un arco donde este hombre se movió --por así decir-- durante los sesenta y setenta, de lo abstracto a lo concreto, de lo conceptual a lo banal, de un modo radical. Federico Manuel Peralta Ramos (1939-1992) es un mito del arte argentino al mismo tiempo que un hijo de la aristocracia vernácula, un patricio loco, deambulador de Recoleta y el Centro porteño, donde dejó dispersas en personas y lugares, marcas insólitas e inolvidables atadas a su extraña figura. Autor de una obra evanescente y grabada más en las mentes de quienes lo frecuentaron que en las arcas de cualquier museo de arte latinoamericano, volver a su obra y su vida era quizás una deuda no sólo para las artes visuales, sino también para la poesía y la performance local, esmerilarla a la luz de las derivas del arte conceptual y las artes vivas, más allá de las anécdotas jocosas del Instituto Di Tella, mirarla una vez más, mirarla de nuevo.

Y eso es Del infinito al bife: una biografía coral de Federico Manuel Peralta Ramos realizada por el escritor, fotógrafo y performer Esteban Feune de Colombi –desparramo de dobles apellidos—en el que aquel personaje legendario es narrado por diversas voces que van facetando un retrato a través de versiones que a veces se reafirman y otras se desmienten. Las voces van de Marta Minujín a Moria Casán, pasando por críticos, artistas y galeristas, mozos de bares, cineastas como Alejandro Agresti y Mariano Llinás, más distintas ramas de su ilustre familia. Lo que cuentan es fundamentalmente anecdotario pero también algunas reflexiones que se superponen mediante textos breves, rítmicos, con algo del montaje propio de la poesía. Hay también imágenes de obras –frases, inscripciones, esculturas, instalaciones, happenings—y fotos de él. Allí se lo ve robusto, elegante, con hipnóticos ojos azules, vestido de traje y corbata o de bombachas y alpargatas, terriblemente serio pero a la vez aniñado, alucinado, exorbitante.

Federico Manuel Peralta Ramos, o FMPR, o El gordo, o El niño Federiquito (como lo llamaba su niñera y el mismísimo Borges). Su apellido suena entre los padres de la Patria y era, sin ir más lejos, tataranieto del fundador de la ciudad de Mar del Plata. Él formaba parte de esa clase y si bien fue al Colegio Cardenal Newman, jugó al Polo y estudió Arquitectura, su rumbo estaba chanfleado, destinado a desentonar e irse para otra parte. Como cuenta Minujín en el libro: “Los padres, a los que él adoraba, le daban algo así como cien dólares por mes. A su casa caía a almorzar con amigos, pero también con vagos, andrajosos y linyeras. Eran comidas con mayordomo y todo. Lo hacía a propósito.” O como asevera el fundador del Café Einstein Sergio Aisenstein: “Para sus familiares era un loquito y les causaba vergüenza por ser diferente”. Sea cierto esto último o no, es verdad que su diagnóstico clínico (dado por por Jaime Rojas- Bermúdez, pope del psicodrama en Argentina) era “psicodiferente”.

Foto de Silvio Fabrykant

Los relatos sobre su relación con la familia proliferan y van desde los que afirman que lo tenían escondido, a los que se centran en la relación de amor y temor con su madre Adela que también era pintora. La anécdota que condensa el vínculo de tensión que buscaba despertar con su clase y familia, al mismo tiempo que el tipo de obra imposible que se planteaba hacer, es la famosa compra del toro charolais en un remate de La Rural en 1966, para el que no disponía fondos. Su padre no respaldó la excentricidad y tuvo que ser devuelto. Las versiones sobre la resolución del hecho son muchas y van desde que lo pintó de verde, a que lo hicieron al asador, pasando porque lo hicieron dar vueltas por el Obelisco, o que la compra no ocurrió jamás.

Como artista fue autodidacta, y después de algunas muestras individuales de pintura, el primer gesto fue en la galería Witcomb en 1964 cuando cortó con un serrucho uno de los pesados cuadros que iba a exponer porque no pasaba por la puerta. Al año siguiente emplazó en el Instituto Di Tella una escultura de un huevo gigante de yeso y madera hecho por los yeseros del estudio de arquitectura de su padre, al que tituló Nosotros afuera. Él mismo lo destruyó con un pico porque no había forma de sacarlo de la sala. Pocos meses después ganó la Beca Guggenheim como pintor y la cumplió en Buenos Aires, realizando con ese dinero una serie de acciones que culminaron en un banquete para sus amigos en el Hotel Alvear que desató la furia de la Institución luego de lo cual hubo un intercambio de cartas totalmente delirante.

Feune de Colombi dice en la cronología que culmina el volumen: “Difícil situar en qué fecha exacta, empieza y se fortalece su insistente circulación a pie por bares –de día—y por boites –de noche—a los que define como “templos paganos” y en donde realiza continuas intervenciones espontáneas.” Es de esa materia de la que está hecha su vida. Y también su obra, como reverberación de esa personalidad. Todas las frases regaladas al azar, sembradas por la ciudad, escritas en papelitos, pintadas en cuadros, o declamadas a voz en cuello, sobre la mesa o sobre el escenario de alguno de estos lugares, dichas en la televisión (participó desde el 69 hasta el 92 en los programas de Tato Bores), es de la que se fue construyendo su figura. Frase a frase, papel a papel. Una escultura hecha de cartapesta.

Algunas de estas frases pronunciadas en el Florida Garden, La Biela, algún bar de mala muerte, la inauguración de un amigo, o pintados y regalados a galeristas, colegas, familiares, o en alguna de sus intervenciones en los medios: “Serás lo que te tocó ser y dejate de joder”, “Al final, Dios no es ningún pelotudo”, “Misterio de economía”, “Cuidado con la pintura” “My life is my best work of art”. En todas ellas lo que prima es la literalidad. En su obra no parece haber metáforas, metonimias, ni símbolos, sino puros dichos literales. Como cuando vendió un buzón a un coleccionista. Como cuando colgó el cartel de “Trabajen Vagos” en Mau Mau. O la obra que consistió en la fundación de la ciudad de “Mal del Plata”. No hay nada más que agregar a eso. Su manifiesto “gánico” realizado por ese entonces va en el mismo sentido. Una vida gánica – hacer lo que venga en ganas-- directamente. Sin vueltas, ni rodeos.

 

De esta biografía coral se desprenden muchas cosas. Como reflexiona el crítico Santiago Villanueva “Es fundamental para leer los 60. En la historia del arte de nuestro país Peralta Ramos fue muy bastardeado. En rigor, es un caso aparte. Su lectura y su acercamiento al conceptualismo no los hizo nadie antes (…). El personaje --en cierta forma un patético, un hazmerreir—lo aplacó y eso evitó que se lo estudiara profundamente.” Algo que aún queda pendiente. Si en un aspecto casi todos los testimonios coinciden es que FMPR fue un precursor, un visionario, un artista local que estaba emparentado con el mundo sin saberlo y sin que le importara. Del infinito al bife es, entonces, un eslabón más de la potencia inmaterial de casi toda la obra de Federico Manuel Peralta Ramos. La puesta por escrito de lo que les dejó a otros. Su obra permanece.