Un grupo de adolescentes juega a la pelota con los ojos vendados corriendo desorientados sobre el suelo árido de una montaña gigante. Lanzan la bola de un lado al otro, aquella que al golpearla suena como un cascabel del tamaño de un elefante. Gritan sus nombres en clave, entregándose a la percepción de los ruidos para comprender la ubicación del objeto. Compiten a ciegas intentando meter un gol en un paisaje tan abierto que pareciera que flotan entre nubes que pueden devorarlos. Con esta desconcertante secuencia comienza Monos, el tercer largometraje del director colombo-ecuatoriano nacido en Brasil Alejandro Landes. Una película queer acerca de una célula guerrillera, narrada a partir de la mirada de ocho púberes que responden a la ''Organización''. Por eso la ficción empieza con una escena lúdica: para estos ex niños que se están acostumbrabdo a las barbas y las tetas la guerra es simplemente un juego, como la mancha congelada o las escondidas. Piedra libre para la experimentación sensorial de los personajes y de cada espectador. Pido gancho para la necesidad desesperada de hallar explicaciones literales y respuestas absolutas en un relato que nos mete de prepo en el corazón de la selva colombiana, tallando interrogantes en el tronco de los árboles. Giran en ronda, trotan en su mismo eje, ensayan combates en forma de abrazo. Podría ser una danza contemporánea pero detrás de ese ritual se encuentra el entrenamiento de los "Monos" bajo las órdenes del único adulto: el Mensajero. Quien les encarga la misión de cuidar a una prisionera, la ingeniera estadounidense Sara Watson (Julianne Nicholson), y a una vaca lechera llamada Shakira.

Monos es un retrato estilizado de la violencia interna de Colombia, pero también es una pintura onírica de la fragilidad de la adolescencia. El cuerpo cambiante, que se torna desconocido frente al espejo. Irreconocible frente al ojo ajeno. La calentura repentina, esas ganas locas de besar hasta que irrumpa un rayo de sol. ¿Qué sucede si la revolución hormonal de un adolescente ocurre en un escenario (verde) militar? ¿Cuánto espacio existe para el placer cuando se habla de estrategias de guerra y supervivencia? Para Landes, y el co-guionista Alex Dos Santos (director argentino de la película queer de culto Glue) el deseo lo ocupa todo. El deseo como impulso vital, la confirmación permanente de que la sangre llega a las extremidades más lejanas del cuerpo. Aquello que nos diferencia de los muertos. Un chico y una chica se besan. Leidi (Karen Quintero) y Lobo (Julian Giraldo), quienes minutos después celebrarán una sociedad y un matrimonio simbólico. Ella se tienta de risa, le asegura que besa raro, y le pide que bese a un compañero para que un tercero lo compruebe. Los dos muchachos chapan sin dudarlo, dejando que sus lenguas se enreden lentamente. La primera escena gay de la película se presenta con la inocencia del juego de la botellita: un intercambio de besos y litros de saliva que se comparten como caramelos. Lobo, nombrado por primera vez comandante, ahora está a cargo de los siete Monos. Pero el error de uno de ellos lo pondrá cara a cara con el fracaso. ¿Es el clima de guerra o la intensidad de la adolescencia lo que arrastra al personaje a sentir una falla como una situación de vida o muerte? ¿Existe un contorno visible entre una cosa y otra? Cuando Lobo se pierde en la desesperación por no ser el Comandante que la Organización espera, Leidi busca refugio en el cuerpo de Rambo (Sofia Buenaventura), una chica andrógina de pelo rapado y ojos grandes. Esa es una de las características más libres y desprejuiciadas de Monos: la película no busca que los personajes definan su identidad sexual. Persiguen al deseo como si fuera la pelota de la secuencia inicial, sin prestar atención al género del amante escogido. El desconcierto que atraviesan es la posibilidad permanente de elegir una y otra vez sin caer en patrones o cuestionamientos. 

El conflicto bulle cuando el único adulto, el Mensajero, abandona el territorio. Quedando los ochos adolescentes a cargo de sí mismos y de su prisionera. Una manada de inexpertos luchando por el liderazgo. Es en ese momento donde la película coquetea con relatos literarios que van desde El señor de las moscas hasta Peter Pan y Wendy. Pero si en esta novela los Niños Perdidos se aferran a la infancia para nunca crecer, en Monos sucede lo contrario: los adolescentes se hacen pasar por adultos responsables y maduros. Nada más alejado de esa pretensión: el sonido estruendoso del impacto de una granada puede pasar desapercibido al lado del estallido de un orgasmo bajo los efectos de hongos alucinógenos. Monos es una película que, a pesar de seducirnos desde la potencia visual de la fotografía de Jasper Wolf, debe comprenderse a partir del lenguaje del cuerpo. El propio y el ficcional. Como es la misma adolescencia donde la sensación excitante del roce de una piel con otra no puede traducirse con un diccionario o con una lista eterna de adjetivos pomposos.