Los relatos de mi abuelo Domingo que mi padre me contaba eran siempre los mismos: que había escapado de la guerra con once años en un baúl de un barco, que había tenido que abandonar los viñedos y comenzar una nueva vida acá, que se había enamorado de los colores de Central porque se los vio a los verduleros, al obrero, al pueblo; que era músico pero no de escenarios sino de pausas en su empleo de viajante entre pedidos de café tostado e itinerarios de provincias.

Hasta donde se sabe, en el asiento del copiloto descansaba la bella silueta de una guitarra criolla en el furgón de reparto. Vehículo que le birlaba los domingos a lo que hoy es La Fazenda para cargar más de un compañero de tribuna con quien discutir formaciones y recordar anécdotas sobre personajes emblemáticos que concurrían asiduamente al boliche Sol de Mayo; la oficina, como socarronamente le gustaba decir.

Mi padre se apenaba por mi abuelo que la cancha nueva nunca llegó a conocer; se quedó tapado en la vieja, como un pez solitario en el remanso del progreso. Antes que los milicos la mandaran a hacer para el 78, él se desasoció. No es como ahora que uno deja de pagar y a la concha de su madre- decía mi viejo- él se tomó el trabajo de redactar una carta enumerando los motivos.

De todas maneras, difícil creer en los argumentos que podría escribir mi abuelo. Lo que podía nombrar en esa carta nada tenían que ver con lo que en verdad le pasaba o sentía. Y usaría, a falta de lenguaje, un pretexto como el fútbol, la economía o la política. Él no conocía a Baudelaire ni nunca escuchó hablar de los poetas malditos; difícil entender la categoría spleen y darle alguna nomenclatura a nubarrones metastásicos que internamente poblaban y monocolorizaban las viñas de su alma; el lenguaje nunca fue suficiente para explicar o entender por qué se hielan los pájaros o se desatomiza su canto en el vaho del ocaso. Y cuando en su alma soplaba la frescura de la parra que evocaba la bocina del transatlántico que a su vez se confundía con un quejoso bandoneón que despertaba el reflejo del empedrado que lo confundía con el mar y lo sumergía en las aguas del tanguero, cejijunto y taciturno buscaba la armónica de la mesita de luz y contaba su Italia para mantenerse a flote hasta la próxima orilla.

A mi abuelo no lo llegué a conocer, se secó antes de que yo naciera. Los médicos rápidamente se la rebuscaron y lo tradujeron como cáncer de páncreas. Pero tengo el verde y brotado relato de mi viejo que se encargó de inmortalizarlo.

***

- Viejo, te paso a buscar a las dos, así a las y media metemos el auto en el Portal, vamos pateando y antes de las tres estamos en la cancha para la salida del equipo.

-No, esta vez no. No tengo ganas. Quiero hacer la sobremesa tranquilo. Aparte… ¿para qué? No me gusta para nada como jugamos.

A las tres ya estábamos en la popular sur debajo del autotrol. Hacía un calor insoportable. Mi viejo quería acortar la previa contándome -como miles de veces antes lo había hecho- que ese era el lugar donde Mingo, su padre, venía a ver el partido. Obviamente, lo aproximaba extrapolando un sitio de la cancha vieja al actual estadio mundialista. Me los señalaba con efusión y lo contaba como por vez primera, pero para mí había perdido fuerza y significación. Era un estribillo perdido, un canto cimarrón que tan pronto como afloraba a la superficie, se ahogaba mezclado con los redoblantes de la popular, dejando lugar al carnaval de colores auriazules que con el sol de la tarde más se encendían.

Mi viejo no había venido a ver el partido. Tampoco le interesaban demasiado las nuevas incorporaciones. El Canalla venía de sumar la quinta derrota consecutiva y hacía nueve fechas que no ganaba. Llegué a pensar que estaba grande y que asistía al Gigante porque lo colorido y carnavalesco le recordaba las recetas grotescas de una murga de Montevideo: reírse del modo en que vivimos; acompañados pero terriblemente solos.

Pero no, mi viejo estaba ahí por otra cosa. Había visto un puente, una llave, una conexión, una ruta a esa materia blanda de los recuerdos. Ahí donde habita el tanguero, en la nostalgia, en una saudade, en la añoranza de lo irrecuperable o de lo que nunca se tuvo o de lo que nunca fue así. Todo a su alrededor era una excusa, detrás de eso, en esa burbuja intangible que derrama el pasado y que solo el relato nos permite aproximarnos, él podía abrazarse con su viejo y escuchar un punteo en la guitarra, contentarse con las barritas de chocolate o las botellitas de vidrio de Cocacola que su padre le traía para expiar la ausencia del viajante en el hogar. Yo que tenía a mi padre parado al lado en la grada no lo abrazaba. Esperaba muerto de ganas el primer gol del Central. Tampoco había venido a ver el partido. Todo era un hermoso escenario, una gran excusa.