Hay dos maneras de andar conociendo ciudades, la del mapa y la de la nariz. Una es ordenada, carta en mano –celular en mano- y en general implica un trabajo previo. Es la manera de viajar de los que quieren sacarle el jugo a cada minuto, apropiarse, hacer rendir el caro dólar. La segunda es la del flaneur que anda caminando por ahí sin mayores órdenes, con el placer agregado de no saber muy bien por dónde anda. Es el que nunca sube al Empire State ni ve la Plaza Roja, pero termina comiendo bien en el Bronx y abriendo los ojos a los barrios napoleónicos de Moscú.

La segunda es, por supuesto, trucha, porque también requiere trabajo previo. Al final hay que saber de cuándo son las casas moscovitas y reconocer algo bueno en el Bronx, que no es joda. Es una manera de aprender, reconocer y entender medio diagonal, que acepta el accidente y se guía por el placer. Y es una manera que termina en la erudición de ciertas cosas. El que quiera entender cómo funciona esto no tiene más que leer La risa de las mucamas, que es una recorrida por la ciudad mental de Guillermo David.

¿Y qué hay en esa ciudad? Las cosas que le interesan a David, para empezar, y unas cuantas que le dan bronca. El autor es uno de nuestros estudiosos del indigenismo, en particular del brasileño, y en este libro hay mucho Brasil, mucho Darcy Ribeiro, mucho pensamiento indígena bien digerido. Después de sus libros sobre el gran antropólogo brasileño y sobre tantas tribus del Brasil, incluida la de los gauchos de por allá, David tiene derecho de cargarlo a Levi Strauss, un francés por los trópicos.

Pero también andan Bioy y Borges, Mansilla y Perón, algunos amigos de mesa compartida, recortes de libros, apuntes de añares, ingenios varios y palabras de las que uno se queda vidriado, como incordiar, difícil de limpiar del rígido. Lo que hace David alegremente en este libro es resucitar el género del fragmento, del libro de causeries, aparentemente errático como son las charlas prandiales, para usar otra palabra obsesionada. El libro te deja en buena compañía, porque es profundamente literario, literario de verdad.

Así como al flaneur de ciudades físicas se le quedan pegadas cosas como descubrir que el mejor café de Roma se hace en un bolichón cubierto de azulejos, tipo pizzería de Flores, a David se le quedan pegadas cosas como el gato del encargado del faro de las Galápagos, que se cargó una bota completa de puro cazador. O que Bataille se despidió de su madre muerta haciéndole el amor, y que había guardado los papeles sobrevivientes de Benjamin. Que Belgrano introdujo la marihuana por estos pagos, que en la literatura de los franceses uruguayos –Lautréamont, Supervielle, Laforgue- nadie toma mate, que la carne de mamut es un bajón por el gusto a cerdo.

Hay listas de petisos, de altos, de quién se cogió a quién. Hay arbitrariedades que hacen sonreír y otras para discutir (¡sí que hay viejos que son altos!). Hay un amor por el lenguaje como herramientas, patria y condena –el comunista Bernstein hablando en ladino con un médico húngaro, un rumano nazi que vuelve a Europa para hablar en latín- y una definición de que el castellano es lo único venerable que poseemos.

Todo este fragmentismo no es fragmentario, porque tiene un guión interno que se expande de a momentos. Uno está todavía saboreando que el idioma tehuelche se llame mapuzungun cuando David cuenta que en 1955 un grupo de soldados peronistas escondió bustos de Perón y Evita en el Aconcagua. Los mandos se enteraron y mandaron a buscarlos para destruirlos, pero nunca los encontraron. “Siguen allí”.

“Portugal es ingenuidad, incluso puerilidad. Genocida, pero puerilidad al fin. Nada hace prever en esa gente amable y distante, con su lengua bisbiseada, tanta brutalidad. Medio milenio de esclavitud laten en esa lengua. Por supuesto, no hay signos de aquel pecado original en la ciudad. Todo huele a pompa imperial remasticada”. La cosa sigue con la muestra sobre el Portugal de Ultramar del museo nacional, donde no hay ni un negro. Ni uno, ni una máscara ritual, ni un artefacto. Queda picando que Portugal inventó la esclavitud de las Américas. Eso de la plantación con casa grande, caserío de esclavos, poste de castigos, negros “de casa” y negros “de campo”, lo crearon los amables portugueses como una tecnología organizativa que copiaron los ingleses y heredaron los norteamericanos.

Portugal vuelve por interpósita persona brasileña, con cuentos de regímenes de enorme crueldad en las minas, y en enfrentamientos que desmienten eso del país feliz. Tampoco faltan crueldades de por acá, ni los locos que supimos conseguir. El paisano que bombeaba nafta en un rancho perdido de la Patagonia y era un erudito en poesía, o el jardinero de Bahía Blanca que, jura David, fue nuestro mejor lector de Junger. O el loco de una plaza que deliraba que se iba a vivir a Cuba y un día secuestró un avión y se fue, nomás, a Cuba.

Hay que amar la historia de cómo sobrevivieron las pocas palabras que tenemos de una lengua indígena venezolana que venía ser el punto de inflexión entre el arawak y el caribe. El alemán von Humboldt andaba mapeando estas lenguas y caminaba los llanos buscando la tribu de inflexión, pero llega tarde: la habían exterminado en una guerra nativa. Desilusionado, está armando la carpa cuando un local le habla de un sobreviviente, un lorito hablador. Lo encuentran, Humboldt lo entrevista y anota lo que logra entenderle al loro. Eran todos verbos.

Y esta historia del lorito último hablante lleva a otra de un humano refugiado y último hablante, que charlaba consigo mismo frente al espejo o salía a caminar y discutía solo pero como si fueran dos. Y a la del último payador de Pelotas, Río Grande do Sul, con un increíble nombre polaco, que se muere de tristeza porque ya no tiene quién lo desafíe y lo haga cantar. Y a la de Rosas, que hablaba pampa, inglés, francés e italiano.

 

En fin, un libro que se lee solo, en una sentada y te deja pipón de palabras, de ideas. Todavía mejor, da ganas de llevar un diario literario, juntar papelitos, hacerse el flaneur de nuestra ciudad interna. No hay que perdérselo.