Son las ocho de la noche cuando entro al Skype y aparece una chica con tremenda bufanda cubriéndole el rostro, casi entero. Sólo se ven los ojitos huidizos, tímidos, rasgados. El paño parece una burka escocesa, pero en China las mujeres no usan burka, aunque la sociedad es tan patriarcal como la musulmana.

¿China, só vó...? pregunto.

Y Xia, o la chica detrás del echarpe, sonríe, y allí sí, el murmullo de su voz, ese rumor de agua límpida saltando pequeños guijarros de un arroyo en la infancia, la devuelve completa a mi mundo real, que es una pantalla HP de 16 pulgadas con conexión WiFi en el bar Farina, de Pueblo Esther. Rosario/Wantang, el contador de kilómetros del Google Earth marca 18.715. La vuelta al mundo. Verne, Le Guin, Cortázar.
Tantos siglos queriendo pensar en la vida eterna, artificial y fantástica, y al fin logramos vivir en El Aleph de Borges o en los hologramas de Bioy y Morel. -Hullo Stephen... dice Xia quitándose el echarpe y me siento feliz pegando mis labios a sus labios sobre la pantalla plástica. Hacemos eso (besarnos por el cristal), todas las mañanas suyas, que son mis noches, por la diferencia horaria.

-¿Hace frío? –pregunto.

-Se acerca el invierno. Ésta fue la primera mañana ventosa. El monzón sopló fuerte y bajó mucho la temperatura, de golpe.

-¿Monzón, se llama el viento…? Nosotros tuvimos un campeón de box llamado Monzón. Un rey. Era capaz de voltear un oso de un golpe. Tenía brazos de quebracho, porque era de San Javier.

-Box, horrible. Asesino, dice Xia sin amabges. Mejor el viento. Aquí, en Wantang, durante el invierno los vientos fríos soplan desde la Siberia central y bajan las temperaturas en todas las regiones al norte del río Yangtzé. -La misión del otoño, matar el verano.

-No es lo único, el otoño devuelve la intimidad, el hogar, el amor maternal. Y luego, el genital.

-¿Y es rápido ese paso…?

¡Hay que ver cómo es una risa china por Skype! Una carcajada en ciernes que nunca se dispara. Hay que oírla. Es la onomatopeya de un papel de bombón Ferrero Rocher estrujdo. Una algarabía pudorosa, el viento de la risa apenas atraviesa los dientes y sale inaudible, en sordina, como un hombre solo a 18 mil kilómetros de su novia china. Pero mientras me reía, Xia comenzó a quitarse el pijama y a maquillarse de blanco. Se hizo una máscara completa y luego agarró una guitarrita como un charango. Se llama shamisén, dijo, y se quitó el corpiño, pero apenas pude verle los pechos porque enseguida se cubrió con el charango, aunque al mover las manos sobre el diapasón aparecía la mitad de un seno como una luna menguante. La melodía del rasguido balanceaba sus pechos y mis ojos. Pude ver en un entresijo finalmente sus dos lunas rosadas, redondas y perfectas en el centro del pecho firme, con dos pezones en punta, venciendo a la gravedad con su ritmo de luna creciente.

Xia hizo una pausa, en silencio, y pensé que era la conexión que se había congelado y estaba cargando. Pero no, ella hizo como un trance, cerró los ojos y comenzó a decirme que me tocaría en mis siete partes del cuerpo. ¿Cuáles eran? Los 5 miembros y los dos anillos. Dos piernas, dos brazos, el badajo, el ano y la boca. Me pidió acostarme y me mostró unos cuadrados con círculos concéntricos que parecían ideal para hipnosis. Me ordenó quitarme la ropa y ovillarme. Abrió las palmas de sus manos, como si rezara, los pies en diez y diez como un lama, entrecerró los ojos y a mí me pareció oler el perfume de una crema untuosa que ella se pasaba por los brazos y después más abajo, hacia su río Yangtsé que la cámara del Skype no alcanzaba. Sentí calor en los codos, en tres bandas que tiene allí el músculo fatigado. Incluso el alma, me dijo. Nudos. Dormir abrazado, no confundir con frazadas. Luego sentí que me masajeaba el cuello, caricias en las orejas, cervicales, un centímetro más y llegaría a mis mejillas.

Me clavó las uñas al cuello y apretó con sus piernas de niña mis muslos de ciclista. Y tenía fuerza. A 18 mil kilómetros era un monzón, uno como Carlos. O yo me dejaba o estaba disminuido por la distancia. Bufidos, saliva, lenguas espumosas, jugos y cavidades; pelos, pedazos, cóncavos, convexos. Hasta un agua rosada me tiñó el miembro. ¿De quién…? ¿Cómo? ¡Qué importa de qué o de quién! La sangre es de todos.

-Ya vamos cerrando. Esteban. ¿Le cobro?, dijo la moza del Farina.

-Sí, claro… como si me hubieran despertado o descubierto desnudo.

-¿Qué escribe?

-Sobre una geisha y el monzón.

-Ja, pavada de cópula, dijo la chica, y yo me sonrojé avergonzado, pero ella no me vio porque ya se había dado vuelta para contar la propina.