¿Por qué se suicida alguien? ¿Cómo alguien puede tener el coraje de enfrentar la posibilidad de la nada misma? ¿Existe la muerte?

Mi hermano se suicidió tiempo atrás.

En su carta decía: “La psiquiatra dice que pienso mal, pero yo no puedo pensar otra cosa”.

Me detuve con el móvil médico en la puerta de la casa. Me habían avisado que era una mujer llamada Clemencia de 54 años con dolor de espaldas. Siempre pensé que un dolor de espalda era culpa.

Me abrió la puerta una joven de bellas facciones pero de algún modo deterioradas por lo que yo supuse era el veneno de la tristeza. Me guió hasta una habitación. Una señora estaba sentada sobre la cama. Cuando entré la mujer levantó la mirada y me clavó dos ojos rabiosos.

—Te dije que no llamaras al médico- le dijo a la hija.

La hija se encogió de hombros.

—Pero mamá, hacete un inyectable y se te pasa el dolor de una vez por todas- dijo.

—Ya te dije que no quiero. No quiero ver a ninguno de estos hijos de puta, comerciantes hijos de puta.

Me quedé parado junto a la puerta. Mudo.

No era la primera vez que me llamaban hijo de puta, pero sí la primera vez en mi rol de médico.

Di un paso al frente y pregunté:

—¿Qué le pasa, señora?

Otra vez me clavó la mirada.

—¿Qué me pasa…? -dijo en un susurro despectivo- Puf… ¿Qué me pasa?

Miró el suelo, los rincones del cuarto, como si buscara algo.

—¿Me va a escuchar?- preguntó feroz.

—Dígame que le duele así puedo solucionarlo- dije.

La mujer dio un salto desde la cama y se incorporó.

—Lo que quiero es que me escuche, hijo de puta. Sos la misma mierda que todos, hijos de mil putas.

Di unos pasos hacia atrás. Miré a la hija. Me hizo una seña de que la señora había tomado alcohol. Entonces lo vi a mi hermano, estaba ahí parado, salvaje, despiadado, amenazante, con el puño apretado.

—Quiero que me escuches, hijo de puta- dijo la mujer. Y vi como mi hermano, ella, se sentaba sobre la cama otra vez, se agarraba la cabeza y se ponía a llorar.

La hija me pidió disculpas, pero no. Tuve ganas de arrodillarme y pedirle perdón a la señora, desesperadamente. A pesar de que pudiera golpearme, fui y me senté junto a ella y le dije:

—Voy a escucharla por el resto del tiempo que me queda de vida, señora.

La mujer me miró sorprendida, los ojos irritados y húmedos.

Como si fuera un ángel apoyó su cabeza en mi hombro. La hija quiso intervenir y le dije que no, que me dejara solo con ella. La mujer se llamaba Clemencia y me contó una larga historia de amor y desilusiones, de golpes, de un largo viaje en busca de la felicidad, de no poder escaparse del destino, del alcohol y la nombró a “ella”. Nombró a la psiquiatra de mi hermano. La condenó por haberla tenido internada 60 días sin haberla curado de nada. La ciudad es grande pero nos conocemos todos. De repente sentí que alguien se asomaba por la ventana que daba a la calle. Giré la cabeza para mirar pero no había nadie.

—Usted es dulce- dijo después la mujer y me rozó con el dorso de los dedos el mentón. Tuve ganas de besarla y de escuchar a mi hermano toda la vida, escuchar sus gritos desesperados, sus conflictos con Dios, con mi padre, con la escuela, con la universidad, con los amigos, con las mujeres, con el amor, con la vida. Escuchar a mi hermano y escuchar a Clemencia y a todos los desesperados del mundo porque después de todo eso era ser médico, hacer medicina, eso era curar, crecer, querer, amar. La mujer habló por un rato muy largo y la hija se asomó por lo menos tres veces para ver qué pasaba. La última vez me trajo un vaso de jugo de manzanas con tres hielos.

—Mamá, el doctor tiene que seguir adelante con su trabajo- dijo.

La detuve con un gesto de la mano.

—Tengo tiempo- dije.

La hija se fue y me quedé con Clemencia, escuchándola, y empezó a construir un relato que era francamente delirante, pero aun así ¿quién era el poseedor de la verdad? ¿Quién puede atribuirse la cordura? ¿No es delirante trabajar todos los días de sol a sol, abandonar a los hijos, para comprarse un cero kilómetro?¿No es delirante creer que la felicidad es nunca correr riesgos en la vida?¿No es delirante creer que el dinero es poder?¿No es delirante intentar lo inevitable de que nuestros hijos sufran? El delirio es patrimonio de todos. Algunos con su delirio encima se adaptan, otros quedan al margen de la vida, descarriados, errantes y desamparados. Y nadie escucha.

Escuché a Clemencia, y sentí que al escucharla escuchaba a mi hermano, sentí la dolorosa verdad de que si lo hubiera escuchado…

Recordé un paciente que había visto. Tenía un diagnóstico de esquizofrenia y solía irse de su casa por las noches y volver casi desnudo por las mañanas. Pero cuando lo vi la madre me dijo:

—Ahora está estabilizado.

Y el muchacho estaba tieso, babeando al hablar, somnoliento. ¿Esa mierda era estabilizarlo? Una planta de lechuga tenía más vida que aquel joven. ¿Esa reverenda mierda era estabilizarlo? Entonces sentí que los médicos no sabíamos nada de nada y menos de la vida. No sabíamos lo que era estar desesperados, olvidados, silenciados, castigados. No sabíamos lo que era sentir a una psiquiatra decirnos que estábamos pensando mal.

Sonó el timbre de la casa. Me asomé a ver quién era. Pude ver una bicicleta larga. Era una bicicleta para tres personas. Fui hasta la puerta, Clemencia me siguió, y en la vereda, ahí, estaba mi hermano con esa bici. Nos invitó a subirnos y lo hicimos. Arrancamos por el medio de la calle y pedaleamos y reímos y gritamos.

—¡Estamos pensando mal!- gritó mi hermano.

Y la bicicleta se elevó por sobre los árboles y las casas del barrio. Vimos allá abajo una ambulancia con las luces encendidas y gente que nos señalaba. Vecinos mirándonos. Unos niños asombrados. Unos perros nos ladraban.

Escuchar es querer, eso pensé. Pensé que querer era renunciar a nuestra verdad, aunque sea, un momento.

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