Muchas veces suceden en la vida situaciones inesperadas, aleatorizaciones del propio tiempo, ese tiempo estanco y plano que abraza la totalidad. Pequeños periplos que vienen a torcer el devenir de lo inevitablemente chato. La rutina.

Fue una tardecita de fines de enero. Ni la historicidad ni la posición económica me permitía disponer de un aire acondicionado así que en el comedor desdichadamente solo se oía el ir y venir de las paletas del ventilador, oxidadas paletas, como un ave ruidosa que atravesaba en ida y vuelta toda la habitación. Aquel era un paisaje de casas bajas, amores no correspondidos y trabajadores de media jornada. Los árboles frondosos dispensaban una hermosa sombra que apenas podía amortiguar el golpeteo de la sensación térmica en las paredes. De golpe sentí como si algo me raptara desde dentro y me llené de un antojo inexplicable. No había opción B. Se me ocurrió que tenía que comer un melón. Pero claro, debía de suspender el descanso post laboral y el mate. Ese momento tan mágico y respetable. No tenía uno para comer, tenía que ir a buscarlo; pero al fin me convencí y salí a la calle. Tome las llaves (en el llavero se veía la frase “Villa Carlos Paz”, me lo trajeron de regalo el invierno pasado). Las ojotas sintieron sin duda alguna y a punto de derretirse como avanzaba en la empresa de alcanzar la verdulería de Don Luciani. Hacía calor (creo que ya reparé en este punto). Al regresar a casa abrí la puerta y pensé si “era necesario sucumbir a la absurda idea de salir corriendo a la verdulería”.

Ese día me salvó el almacén de Don Luciani, que siempre cerraba a las siete de la tarde pero que por alguna de esas casualidades de la vida ese martes, si; recuerdo que era un martes, se distrajo charlando con Rosa y se extendió apenas unos minutos el cierre del local. Porque bien pudo haber ocurrido que me tuviese que estirar un poco y caminar hasta “lo de la Pochi”, lo cual suponía varias cuadras más y muchos minutos menos para permanecer sentado en mi sillón y disfrutar (es tan valioso el tiempo, y a veces lo desperdiciamos por un melón, por ejemplo). Pero no. Lo compré de Don Luciani. Lo conseguí. Tenía en mi poder la fruta. Caminé, recuerdo, de vuelta a casa como trayendo el más importante de los trofeos. Dentro de la bolsa de nylon sentí que me acompañaba todo lo que deseaba en ese momento. Redonda superficie. Arrugada superficie.

Llegué a casa, saqué la fruta de la bolsa y la deposité en la mesada. El mármol viejo y ladeado hizo que la misma se balanceé. Tardé unos cuantos segundos en otorgarle estabilidad. No fue tan sencillo que permanezca inmóvil, por el mármol viejo (insisto). Sonreí. Me senté en la silla de la cocina e inmediatamente recordé aquella conversación telefónica: “acá ando, renegando con un melón... “ me había dicho una amiga. Volví a sonreír.

--¿Renegar con un melón? -qué frase rara me dije. Pero me gustó como sonaba. No pregunté más nada y creo que la conversación terminó allí o inmediatamente pasamos a otra cosa.

No debe ser sencillo pensé. El hecho de ser algo habitual y cotidiano no nos permite considerarlo algo menor. Por supuesto que no. Sentarnos frente a una fruta con la idea de incorporarla a nuestra integridad nos predispone de una manera especial. En ese momento de fascinante optimismo (siempre tenemos la esperanza que será la mejor que hayamos elegido) comenzamos por sentir su aroma, analizar geométricamente su estado, su textura, sus errores geográficos, sus abolladuras, si se encuentra a punto o si quizás merecía un tiempito más colgada de la rama o durmiendo bajo la tierra. No es algo tan simple como parece. Un momento único capaz de aislarnos por unos cinco a diez minutos de la realidad. Esa realidad de hastío y espera. Ese devenir del tiempo que ya no se sentará en nuestra mesa.

Una infinidad de opciones y análisis se podrían concatenar. ¿Arrancarla del árbol? Sería pedir demasiado. Escarbar la tierra y descubrir su solemne figura también. Entonces no. Entonces es más sencillo y practico ir por ellas al mercado. Pero insisto en esto: algunas merecen la pena esperar un poco más antes de llegar con sus patitas hasta nosotros. Más tiempo en la rama, más días en la tierra. Es importante hacer esta distinción porque, para incredulidad de nosotros, hay quienes creen que las frutas han caído todas del cielo, que son depositadas en los canastos de las casas por arte de magia o por obra y gracia del Espíritu Santo. Pero no, hay ciertas especies de señoras frutas que sorprenden al emerger desde el suelo. Sí señor. Se asoman desde abajo y nos miran atónitas esperando nuestra decisión. Nuestra perversa y malvada intención de exiliarlas políticamente de la naturaleza, arrancarlas de sus casas.

Hay una suerte de protocolo que siempre debemos respetar. Se debe tomar bien fuerte el cuchillo con la mano derecha (también podría ser con la izquierda si fuese estrictamente necesario), mientras que con la otra recorremos la integridad de la cáscara. Su rugosidad, sus poros, la presencia de tierra. Luego es indispensable un exhaustivo lavado para evitar potenciales descomposturas. Ya se sabe, la presencia de habitantes indeseados y el impacto que éstos podrían tener en nuestra integridad mente/cuerpo/alma. Posterior e inmediatamente a esta maniobra lo introducimos (el cuchillo. Cuanto más afilado mejor puesto que evitaremos deslices y movimientos en falso) en el punto que hayamos elegido como el más apropiado; siempre teniendo en cuenta la potencial probabilidad de sufrir la introducción de "juguito" en el ojo. (¡Vaya si es molesto!).

Ya en ese momento nos daremos cuenta la calidad de la fruta. Si es de las que nuestras abuelas recomiendan entonces sí el cuchillo penetrará sin inconveniente alguno la corteza y se hundirá en la pulpa prácticamente sin pedir permiso. De lo contrario, sin la necesidad de aclarar qué sería lo contrario, nuestra suerte sería otra.

Una y otra vez el vaivén de la sierra irá haciendo lo propio para satisfacer los deseos del consumidor. Jugoso deseo. Frutal deseo de comer. Antojadizo deseo. Absurdo deseo. Pero claro está, que si la sierra no es la que toma la delantera la dificultad y la frustración se irán incrementando en proporciones similares hasta hacernos claudicar en nuestra empresa.

La cosa es así, sencilla (¡Ahí va un bocado!) Al trozo de melón debes tomarlo con el primer y segundo dedo de la mano y llevarlo con cierta elegancia hacia la boca. Nunca ir en busca del trocito, debe ser él quien nos encuentre a nosotros. Sin errar en el camino y sin permitir que se nos caiga o colapse sobre el plato frente a nosotros, lo cual sería una estrepitosa vergüenza ante los testigos de la ocasión. Por no decir una tragedia textil. Un salpique de juguito sobre la remera azul que tantos años nos ha acompañado. Digo la remera por ser esa la prenda que llevaba puesta aquella tarde, pero bien pudo haber sido la camisa a cuadros, la chomba del trabajo o el traje que me había comprado para ir al bautismo de Nahuel, el ahijado de mi hermana Analía. También puede que ese maldito juguito frutal nos arruine el pantalón, el pijama. O simplemente caiga sobre la pierna, pegoteando de fastidio nuestro humor. Insisto con esto. Debemos ser cuidadosos. Así seguimos, trocito tras trocito. Primero cortamos, limpiamos de impurezas el cubo y al estilo “avioncito” vamos a la boca. Entre dicho fenómeno y el siguiente, el periplo avanza al tomar el trapo que nos aguarda arriba de la mesa. Trapo o repasador, como suelan decirle. Es lo mismo. Siempre es conveniente usar uno limpio. Seco, relativamente en buen estado y sin olores viejos que nos contaminen la situación.

Avanzan los minutos si tenemos suerte de terminar con el trabajo fácilmente. Unas veces somos capaces de llevar a cabo nuestro propósito: pretensiosa idea de comer una fruta sin mancharnos. Otras veces y de lo contrario la tardecita se vuelve insoportable en el intento de liquidar la fruta. Lentamente nos ofuscamos y nos envolvemos en la pesadez del verano. Nos frustramos. Nos levantamos de la mesa. Dejamos sobre la mesa el cuchillo, el repasador, el plato. El juguito. Nuestros sueños. No siempre sucede lo que planeamos. Ni en la vida, ni con un melón.
No sé qué suerte fue la mía. No recuerdo si pude poner fin a la idea de comer una fruta sin mancharme aquella tarde o si la muy perversa fue capaz de terminar con mis pretensiones. Ya no importa. Hoy no siento antojo, así que no voy a comer nada. Mañana me espera un día largo. Esta noche solo tomaré un mate amargo.