Dio tres pasos en dirección a lo más alto. No es que pretendiera, admitamos, llegar a la cima, pero la sensación de subir, ni que fuera un poco, le dibujó una sonrisa suave en el rostro.

El problema no es subir, sino llegar. Y ni siquiera es llegar sino volver. Y en bajada, con estas ojotas, ya quisiera verla su cuñada en semejante impostura. Se lo viene diciendo cada verano, pero no hay forma. A él subir, aunque sea sólo como una sensación, le libera todas las endorfinas que a ella se le retienen como si fueran líquidos.

Si se mira con atención, entre las piedras, entre los helechos, donde la arena se acumula, con el verde de las plantas, se nota por donde el agua baja. El agua, piensa entonces, no es zonza: elige el camino por donde se baja más rápido. ¿Eso quiere decir que es el más difícil? La duda le asalta el ceño que de inmediato se frunce y, para su propia sorpresa, se da cuenta de que se ha detenido a pensar en vez de seguir subiendo.

¿Y si nos quedamos acá?, parece preguntar ella. ¿Qué puede haber arriba que no esté magistralmente representado justo acá, al lado del helecho? ¿Hay wifi arriba? ¿Llega glovo? Que alguien le explique por qué, para qué, ¿con qué necesidad tienen que seguir subiendo?

De pronto, y sin ninguna clase de aviso, un cóndor sobrevuela con suavidad soberana la entera montaña. Dibuja, a una velocidad moderada, unos largos círculos alrededor de un centro poco visible y él lamenta haber olvidado los prismáticos sobre la cómoda: con ellos hubiera podido ver, del cóndor, su ojo pardo y enfocado en, si no su propio ojo, la imagen que, de su propio ojo, humano, oculto tras el dispositivo de larga vista, genera el instrumento al ser mirado en reversa, una imagen clara y grande como el ojo del cóndor, tan distinta del ojo del que mira al cóndor y, sin embargo, tan fácil para ser tomada por cosa real.

Es incomprensible, a toda vista, para qué habrían de seguir subiendo si tienen esos cosos de mirar al infinito por el cual es posible ver hasta si sigue la bandera yanki clavada en la Luna y volver de ahí mil veces. El hombre dice que quiere seguir subiendo porque sabe que ella ni loca seguirá o seguiría nunca jamás. Entonces, podrá escribir todo lo que hubieran podido contemplar si ella no se quejara tanto y supiera elegir el calzado apropiado para cada actividad que se le ocurre a él. Así que le saca los prismáticos, se hace la que mira, aunque nunca entendió cómo hacer foco con esos cosos, y le dice que, uy, le dieron unas ganas locas de seguir, trepar todo el día hasta llegar al Aconcagua. Pero si no estamos en el Aconcagua, aclara él como si la chica no lo supiera, y sigue caminando hacia arriba, que vendría a ser lo mismo que subir, a ver si es guapo y la alcanza.

El camino tiene curvas prolijas, pero a su lado, discurre el sendero, serpenteante, mucho más estrecho, y franqueado por florecillas rojas, celestes y gualdas que crecen entre las piedras: resulta mucho más interesante para mirar, algo distraído, el andar sereno, suave y sensual de ella.

Será que no va a cansarse esta vez, piensa ella mientras se dispone a tomar un poco de agua. Se manda un ritual cada vez que bebe agua que pareciera que está preparando el vino para consagrar el cuerpo de Jesucristo. Debe ser su manera de ganar tiempo y recuperar el aliento. Antes de cerrar la botella piensa que sería bueno que él se hidrate un poco, pero a la vez considera que si le da sed se va a cansar antes. Capaz sería oportuno terminarse el agua de un saque así, cuando la necesidad de un sorbo para él sea irremediable, se rinde y vuelven al bar del pueblo. Porque al fin, para qué disimular y sacarse tanta selfie con el cóndor que de tan lejos parece una paloma, a ella le gusta andar entre la gente, escuchar lo que dicen, mirar cómo se visten, observar si llevan las uñas pintadas o les importa nada como a ella.

Y entonces sobreviene el trueno, leve, sobrio, majestuoso. Allá en el valle parece no haberse escuchado de tan quietas que aparecen las casitas de tejas, el arroyo y los cipreses plantados por los abuelos. ¿Escuchaste?, le dice en un tono que trata de ocultar su preocupación pero que, a causa de la voz inusualmente aflautada, la mirada desencajada, el acento prosódico e impropio en la segunda sílaba, sumado a la posición ladeada del cuerpo, a cualquiera haría dudar sobre sus intenciones.

Pero ella no escuchó nada. Subir, aunque no hayan subido tanto, provoca que se le tapen los oídos. Y cuando los oídos se le tapan, aunque sea subiendo al departamento de su padre que vive en el piso diez, ella se aturde. Siente como si una tormenta bien negra habitara en su cabeza y le parece estar subiendo aunque ya lleve siete minutos bajando.

 

Y aún así el cielo truena: desgarra sobre el valle ese sonido y hasta las tunas, inmóviles como están ahí abajo, parecen temblar de lluvia.