- Son 200 pesos.

Abrí la billetera, tenía cuarenta y cinco.

- Tengo cuarenta y cinco nomás. Aguantame que pido.

Miró por la ventana y, al ver dónde me había dejado, me dijo que no había problema:

- No te hagas drama.

Bajé, hacía frío. Vero me había dado un saco de mi cuñado. También me había ofrecido plata. Le acepté el saco nomás.

- Perdoname pero no puedo ir, en serio no puedo – dijo en la puerta de su casa.

- ¿Y qué te hace pensar que yo sí?

Vero se quedó muda. Me subí al taxi sin saludarla y viajé mirando por la ventanilla. Ni me di cuenta cuándo fue que llegamos.

Fui hasta la puerta y me quedé parado. Adentro un hombre consolaba a una mujer que lloraba. Le leí los labios: todo va a estar bien, todo va a estar bien. Pensé que podía tener razón, que a lo mejor, en algún momento, todo volvía a estar bien.

- ¿Va a algún servicio?

Era el recepcionista. Se había acercado hasta la puerta automática que no paraba de abrir y cerrarse.

- Sí, sí. El de mi mamá.

- ¿Nombre?

- Santiago.

El recepcionista esperó un segundo. Sobre su bolsillo derecho tenía una chapita donde figuraba su nombre: Franco.

- Perdón, señor, necesito a nombre de quién está el servicio.

- Ah, perdón. Laura. Laura Esquivel.

Franco me guió hasta el transparente donde figuraban los nombres de los velados y señaló el de mamá.

- Segundo piso. Puede ir por el ascensor o por las escaleras.

Miré el ascensor. El hombre y la mujer estaban esperando que llegue. Elegí las escaleras. Eran dos pisos nada más pero cuando llegué al primero me tuve que sentar. Una chica limpiaba la barra de una cafetería chiquita y pensé que debía ser la cafetería más triste de la ciudad. Mucho más que esa donde los viejos juegan al ajedrez.

Metí la mano en el bolsillo, había un papel. Era la factura del depósito que habíamos hecho en el hospital cuando la internaron. Doscientos pesos. La hice un bollo y la tiré al tacho de basura. Le erré feo, como por un metro. La piba de la cafetería me estaba mirando.

- Soy horrible.

Se rio y siguió con lo suyo. Subí al segundo piso, estaba lleno de gente que no conocía. Una amiga se me acercó y me abrazó.

- ¿Cómo estás? - preguntó.

- Bien, creo.

Y me dijo eso que todos dicen.

- Si necesitás algo, contá conmigo.

- Necesito retroceder el tiempo.

Me dio otro abrazo. Uno que duró un poco más. Lo que necesitaba.

Fui hasta la puerta de la sala, tenía ventanas redondas, como la de los submarinos. Adentro se podía ver como todos caminaban de acá para allá, tomando café y charlando. Como si estuviese viendo la vida en el fondo del mar.

Tomé aire y me zambullí en la sala. Esperaba ver el cajón pero no pude. Había demasiada gente. Parecía armado para que yo escape. El murmullo, la gente, el movimiento incesante del mozo que servía café. Hablaban de aumentos de sueldo, cambios de auto, hijos que se recibían. Me acordé de lo que decía mamá:

- Si algo te molesta, cerrá los ojos, tapate los oídos y esperá a que todo pase.

Lo hice sólo para darme cuenta de que mamá mentía. Cuando los abrí, como si se hubiesen puesto de acuerdo en formar un camino, la vi. Estaba vestida con una cofia blanca, maquillada de blanco, en un cajón blanco, bajo una cruz blanca. Parecía una mentira pero no lo era.

Me largué a llorar y caí arrodillado en el piso. Me tapé la cara con las dos manos y grité. Alguien me ayudó a levantarme y me abrazó. Seguí gritando un poco más aplastando la cara en su pecho. Después me separé y fui, como pude, hasta el cajón. Al lado estaba la hermana de mi abuela y más atrás, mi abuela. Quise abrazarla pero al verle la cara me frené. Tenía un gesto que no había visto nunca. Miraba al piso como si no hubiese piso, como si hubiese algo más que solamente ella podía ver. Lo que no tiene nombre.

Me paré al lado del cajón

- La última vez que te vi tenías un tubo en la boca – le dije a mamá – Lo esquivé y te di un beso ¿Sabías?

No lo sabía. Nunca lo supo. Fue un beso invisible.

- Mirale la cara, está en paz – dijo la hermana de mi abuela.

Se la miré pero no vi paz, no vi nada. Le acaricié el cachete.

- Está fría.

- Está en paz – repitió.

No dije nada, no había nada que decir. Miré a la hermana de mi abuela y le tomé la mano. Ella me miró y se largó a llorar.

- ¿Vos sabés lo que quería a tu mamá?

No lo sabía, nunca lo supe.

- Sí y ella también.

Miré a mi abuela, seguía mirando el piso. Salí de la sala y fui directo al ascensor. Cuando se abrió salió mi tío.

- ¿Cómo estás? - preguntó.

- Estoy.

- ¿Tu hermana?

- No está.

Apoyó su mano en mi cara y nos miramos.

- Te toca a vos – le dije.

- No te hagas problema. Andá.

Entré al ascensor, me miré al espejo y no me reconocí. Llegó a planta baja, se abrieron las puertas y salí.

- Buenas noches – dijo Franco.

¿Qué culpa podía tener él?

- Gracias, Franco.

Afuera me senté en un cantero y me prendí un cigarrillo. Le di una pitada y largué el humo. Tenía los pies colgando así que empecé a mover las piernas como si fuera un chico. Le di otra seca al cigarrillo, esta, un poco más larga que la anterior.

Levanté la vista. Una chica me miraba.

- Yo soy el hijo de Laura.

Puso la mano sobre su pecho.

- No quería molestarte. Yo era alumna de ella.

- De la escuela de teatro.

Se miró la ropa. Tenía una pollera roja y un saco violeta. Se rio.

- ¿Tan obvia soy?

Se acercó. Me sentí incómodo.

- Era una genia. Todavía me acuerdo de sus clases. Llegaba vestida como si fuese a Milán y empezaba a hablar.

- Eso nunca le costó – dije.

Y ahí, la chica linda de pollera roja y saco violeta, puso su mano en mi pierna.

- La historia que no puedo olvidar – dijo – es una de una vez que fue a la escuela donde iban vos y tu hermana. Era creo reunión de padres y profesores o algo así. Entonces ella contaba que primero había ido a la secundaria de tu hermana ¿Caro?

- Vero.

- Eso, Vero. Y la profesora le dice que tu hermana no participaba mucho y que si podía que la incentive a hablar. Tu mamá dijo que iba a hacer lo posible y bajó a la primaria que era donde ibas vos ¿no?

Yo asentí.

- Dice que entra y se sienta con tu maestra. La maestra empieza a hablar y le dice que vos participabas demasiado, que no dejabas contestar a tus compañeros y que si podía pedirte que te calmes un poco porque, si bien se notaba que te sabías las respuestas, tus compañeros también tenían que participar. Y acá es cuando tu vieja... perdón, mamá.

- Vieja – dije.

- Bueno, ahí es donde tu vieja se paraba, hacía como un silencio anticipatorio y decía.

La chica linda de pollera roja y saco violeta se paró como se paraba mamá e imitó su voz.

- No puedo creer que tenga dos hijos tan diferentes.

Me perdí en ella por un momento, en la chica linda de pollera roja y saco violeta. Ella me miró con una sonrisa que iluminó todo y yo debo haberla mirado diferente porque la sonrisa despareció en un gesto de preocupación.

- Disculpame – dijo tartamudeando.

Me sequé las lágrimas.

- ¿Te puedo dar un beso? - pregunté.

Me miró y quise volver el tiempo atrás, borrar lo que había dicho, hacer lo imposible. Ella volvió a sonreír.

- Sí.

Me acerqué, puse mi mano en uno de sus cachetes y le di un beso en el otro. Acerqué mi boca a su oreja y le susurré las palabras que al día de hoy siguen siendo insuficientes.