Comienzan las clases. Lo hacen, además de los chicos del nivel primario, algo que todos los padres le encienden velas y la opinión pública espera, los otros niveles de la educación local. Se inicia, para el otrora catedrático, hoy llamado “profe”, un rosario de corridas hacia el sostenimiento de las innumerables horas de cátedra semanal que admite el sistema provincial. En colectivo, taxi, auto, bicicleta, o a pie, el docente conserva en tránsito su puntualidad y la convivencia institucional. Allí, todos los días convergen distintas peripecias, van de la atención de los deberes pedagógicos (los menos), problemas relacionales con alumnos y compañeros (los más), hasta la deuda de un formulario pedido por el ministerio y exigido en las distintas secretarías escolares. Avatares de una profesión que lejos de ser un apostolado, también posee sus mártires. Uno, olvidado el incidente y su magisterio, se llamó Pedro Henríquez Ureña. Funcionarios, dirigentes gremiales, colegas, atención por favor.

Abogado, profesor en letras e historiador de la cultura, pertenecía a una familia tradicional de Santo Domingo, República Dominicana. La irrupción del feroz dictador Rafael Trujillo puso en desgracia a los suyos y sobre todo a su esposa, norteamericana, exótica para el medio y atractiva a las fauces del “Chivo”. De paso por México, su bitácora le señaló el sur, el país austral denominado Argentina. Arribó aquí atraído por el europeísmo de su capital, además de los cantos de sirena propalados por el grupo de Victoria Ocampo desde su revista (fue un asiduo colaborador de la misma).

Tras un primer momento de halagos, llegó la imposibilidad de la mantención familiar solo a fuerza de artículos literarios. Revalida sus títulos docentes y comienza el derrotero por las aulas de Buenos Aires y alrededores. Usado en la reorganización de varias áreas de la Universidad de Buenos Aires, no tuvo acceso a ella. Clases en el Instituto Superior del Profesorado “Mariano Acosta”, en escuelas medias de la ciudad y el conurbano lo hicieron pasar largos períodos del día fuera del hogar, en penosos trasbordos e insufribles esperas. Así el autor de “Seis ensayos en busca de nuestra expresión”, entre otros textos, encuentra su fin.

Era el año 1946, el profesor de 60 años toma un tren rumbo a La Plata. Al pasar descubre al colega Augusto Cortina, coloca el sombrero en la repisa con ánimo de conversar, lleva su mano derecha a la frente y desfallece, muriendo en el acto. El hecho acuñó la frase más apátrida proferida por Ernesto Sábato: “Lo trataron como argentino”.

 

Estas líneas, de ningún modo establecen analogías, ni siquiera similitudes entre lo regular del inicio del ciclo lectivo, con la inscripción de un suceso aplastado en el tiempo, extraordinario sólo por el personaje; supone sí una permanencia en las condiciones laborales. Y en un marco de diálogo paritario no viene mal, repito, un toque de atención.