El jardín, que albergaba dos rosales y un poco de césped raído, estaba separado de la vereda por un tapialcito con una breve reja. Una puerta pequeña, siguiendo la estética de la reja, con un sencillo pasador daba paso hacia la casa. La puerta principal estaba abierta, como era costumbre en esos años en que la “inseguridad” no era una preocupación y no precisamente porque la seguridad fuese perfecta. La tarde primaveral invitaba al descanso y a los placeres más sencillos; el inminente atardecer ponía una luminosidad especial al pequeño jardín que dificultaba la visión del interior de la casa.

Desde la calle se veía, como si fuese un cuadro lavado y borroso, a una jovencita que, de espaldas a la puerta, se ejercitaba en el piano. Aunque ya había dejado de estudiar formalmente el instrumento, con cierta frecuencia se sentaba frente al teclado. Sentía un especial placer en pulsar esas teclas; la primera nota ya la introducía en un estado de satisfacción. La música la rodeaba y se expandía sin que ella dejara de sentirla pegada a su piel. Y a la calle llegaba un vals, algún tango, a veces un tema de los Beatles o de su ídolo Spineta y, casi siempre, algo de Beethoven y algo de Liszt.

Dejó de tocar cuando sintió la mirada en su espalda. Giró su cuerpo haciendo girar el taburete y la sorpresa la dejó inmóvil por un instante. Recostada sobre el marco de la puerta, marcado su cuerpo por un halo extraño que producía el resplandor exterior, estaba la Chela. El pelo desgreñado. Pantalones de hombre, por lo menos tres talles más grandes de lo que ella necesitaba sujetados por un hilo sisal a modo de cinto. Una chomba descolorida y manchada. Zapatillas sin cordones. El aspecto −sucio, desagradable, incomodante− era el de siempre. Pero la mirada, la expresión general de su rostro le pareció distinta. La dureza de su rostro, la mirada, el aturdimiento acelerado de sus movimientos... nada de eso estaba.

Todos conocíamos a la Chela; la veíamos caminando por las calles del barrio hablando sola, a los gritos; asustando (como un juego) a los chicos pequeños; soportando las burlas de jóvenes y de algunos adultos; provocando el gesto de rechazo y asco de señoras correctas. Era al mismo tiempo la “nota simpática” y el escándalo del pueblo. Mal vestida, sucia, con el rostro endurecido por un gesto que resumía miles de frustraciones y dolores (anda siempre enojada, decían). La mirada, desorientada, perturbada y perturbadora… la mirada parecía perdida o, mejor, concentrada en el piso, como buscando alguna respuesta, algún indicio. Se reía falsamente a carcajadas cuando la saludaban burlonamente. Los que la miraban bien descubrían que, cuando se le decía algo agradable o se la saludaba con afecto y respeto, casi imperceptiblemente su mirada se enternecía.

La joven la vio distinta. Otra mujer en el cuerpo y la ropa de la Chela. Sus ojos humedecidos, su boca amagando una sonrisa.

Sin que dijera nada, la Chela habló, sin gritos. Como quien continúa una conversación después de tomar un trago del vaso medio lleno en una sobremesa de amigos.

−Qué lindo que tocá. Yo tocaba el piano. No me acuerdo por qué dejé de tocarlo al piano. Ahora no tengo más piano. Qué lindo que tocá.

Sin esperar devolución a sus palabras, se marchó. Apurando el paso, con la cabeza más baja que de costumbre. Gritando enojada a cualquiera que se cruzaba en su camino.

Dicen que la Chela tenía una familia. Que tocaba el piano. Que tenía algunos problemas (“era un poquito retrasada”, según el comentario de las señoras educadas). Dicen, sin dar mayores precisiones, que se quedó sola, que nadie pudo hacerse cargo de ella. Que durante un tiempo un hermano le daba algo de plata. Cuentan que en ese tiempo empezó a deambular por las calles. Silenciosa, tan solitaria que nadie notaba su presencia.

Dicen que alquilaba una pieza en una vieja casa; una habitación pequeña sin ventanas. Viviendo de lo que obtenía de prostituirse. Prostituirse sin quererlo. Dicen que a esa pieza empezaron a llegar “muchachones” para reírse de ella. Que, entonces, sufrió abusos y violaciones (“los muchachos se aprovechaban de ella”, decían las señoras correctas pretendiendo disculpar a la Chela y a los “buenos muchachos” en una igualación criminal). Esos “muchachos” la sometían y, a veces, le dejaban algunos pesos. Más tarde, dicen, cuando su falta de higiene, sus gritos, su violencia, su ira se hizo repulsiva para los hombres que se metían en su pieza la Chela quedó más sola aún.

Cuentan que entonces deambulaba por las calles del pueblo. Su silencio convertido en murmuraciones y gestos, como quien mantiene una conversación. Dicen que primero molestaba su deambular –ahora, los vecinos notaban su presencia− pero, más tarde, pasó a ser motivo de burlas, de diversión. “No es mala”, decían los vecinos juiciosos, “sólo está loca”.

Dicen que hubo quejas, que el propietario de la piecita “se cansó” y, dicen, que terminó en la calle, sin casa, sin familia, sin amigos, sin vecinos. Viviendo de las sobras que le daban las personas buenas y de lo que obtenía de una… de una particular forma de prostituirse: a jovencitos –casi niños− deseosos de iniciarse sexualmente les cobraba cinco pesos de entonces por mostrarle su vagina. Soportando, después, las burlas y los insultos de esos mismos niños envalentonados por la humillación que provocaron con sus obscenos cinco pesos.

En esos años dejó de ser la Chela para pasar a ser Lalocachela; así, de corrido; una sola palabra. Una sola cosa ella y la locura.

Seguramente la vida de Lalocachela −en manos de un buen escritor− daría para una larga y jugosa novela. Una novela sobre el dolor y la humillación, la soledad y el miedo. Y sobre las miserias de todo un pueblo. Una novela donde la protagonista volvería a ser abandonada, violada, humillada, sometida a burlas. Con miles de anécdotas y situaciones; recuerdos de los vecinos más viejos, especialmente los varones que evocarán miles de chascarrillos entre risas y festejos. Y quizás –sólo quizás− esa novela serviría para hacer que Lalocachela reciba (sí, reciba. En presente; dicen que Lalocachela vive aún en el recuerdo de los vecinos del pueblo) sino amor, al menos misericordia.

A veces, la vida de una persona se puede resumir en algo muy breve; en un hecho que lo marca para siempre, en una frase que lo resume todo. La vida de Lalocachela –creo− se resume en esta: “Yo tocaba el piano. No me acuerdo por qué dejé de tocarlo al piano. Ahora no tengo más piano.”