Baja el sol. Y sus rayos distraídos quedan impregnando la laguna donde pastan algunos caballos demorados del arreo. Se ve a lo lejos una camioneta portentosa. Uno imagina que puede atravesar todo un campo aunque esté anegado por alguna lluvia loca del verano. Adentro un hombre solo, en una especie de danza enloquecida, gira el volante haciendo como un slalom por entre las vacas, que sin inmutarse siguen pastando. El hombre mueve los dedos sobre el volante, como hacen los chicos cuando cuentan. Sí, él también está contando. Va contando una a una las vacas que pastan en su campo. Y se sabe que dispone de otros medios para hacerlo, pero realiza una especie de ritual semanal que le entrega el placer de constatar todo lo que ha logrado en tantos años de sacrificio. Como si esas vacas fueran la única prueba de que ya no tiene nada que temer, que ha llegado donde se propuso. Y sin embargo aun no lo cree. Siente miedo. Por alguna razón que no entiende tiene miedo de perder todo, de quedarse sin esa tierra que sumó, hectárea tras hectárea, como se sumaron los años en su vida.

Y en ese momento, en una casa del pueblo cercano a ese campo, hay un hombre joven, casi un niño, que prepara una valija del tamaño de un barco. Su cara contraída delata resabios de alguna discusión, y sus gestos, al moverse, resuman seguridad. Aunque de tanta firmeza que muestran, no dejan de parecerse a señales de una recién estrenada rebeldía.

En esa misma casa, sentada en una silla de una gran cocina, una mujer apoya sus codos en la mesa que aún tiene encima un mantel lleno de flores de todos los colores, sembrado de migas de pan del resto del almuerzo que se enfría en los platos. La mujer llora. Llora y no se decide a terminar de entender. Siente que ha quedado en el medio del deseo del hombre que cuenta las vacas y el joven que hace la valija. Y sus lágrimas se derraman confundidas por la indecisión de mantenerse en algún lado preciso del enfrentamiento. En ese momento el hombre de la camioneta está cerrando la última tranquera pensando en quién contará las vacas por él cuando él ya no esté. Y luego se distrae mirando una cosechadora que trabaja en el campo vecino. Es una gran cosechadora, el hombre la mira y piensa que le gustaría tener una así, pero insiste otro año más en quedarse con la que tiene aunque no sea tan cómoda. Lo amenaza la sombra, otra vez, de arriesgarse y perder. Sobre todo ahora que no habrá otras manos que cuiden sus cosas en lugar de las suyas.

Vuelve a mirar la cosechadora del vecino que trilla la soja y piensa que él no sembró este año. Y no está seguro de haber tomado la decisión correcta. Vio la tierra cansada, y pensó que no era ese el momento de pedirle más. Al alejarse mira por el espejo retrovisor y tiene una imagen ya lejana del campo lindero y piensa que ese vecino sí que puede darse el lujo de equivocarse, es dueño de tantas hectáreas que es posible que ya ni le importe el rinde. Piensa en eso y ni siquiera queda espacio en su cabeza para acordarse de que ese hombre sigue enfermo. Que aunque en el pueblo no se sepa nada con certeza, se habla mucho de que ya lo suyo no tiene solución.

Para qué le sirvió tanto dinero, pensará al entrar al pueblo, si al final se va morir como todos. En ese momento tampoco se imagina que un coche fúnebre esté pasando por la esquina de su casa, llevando en su buche un cajón con el cuerpo de su vecino. Un cajón lustroso y con herrajes brillantes. El mejor de los cajones.

La mujer del hombre que contaba las vacas, ahora está mirando por la ventana. Ha parado de llorar por su pena y empieza a soltar lágrimas por la despedida de aquel vecino. Ve que detrás del coche fúnebre sigue una fila de autos desconocidos, enormes autos que no se ven en la zona. Piensa que deben ser parientes de la Capital. Intuye que a partir de ese momento empezará a pasar aquello de lo que la gente habla desde hace rato. Cómo será la pelea por la herencia de ese hombre que rebalsa hectáreas y cosechadoras. Ese hombre que ha sido tan claro con sus negocios y tan oscuro con sus emociones.

 

[email protected]