El CoViD-19 está provocando el mayor estrago a la economía mundial desde la crisis de 2008. Pero si aquella nació en las finanzas al explotar la burbuja de los títulos de hipotecas subprime creada por el “ingenio” especulativo de banqueros y economistas de casino estadounidenses que lo derivaron a sus pares europeos, y luego contagió al conjunto de la economía, esta crisis arrancó en el corazón mismo del aparato productivo y tecnológico mundial, hoy en China.

El país asiático tiene el segundo mayor PIB mundial (equivale a 12 billones de dólares), detrás del de Estados Unidos (19 billones). Pero en influencia global, hoy China iguala o supera a la gran potencia. Mientras EE.UU. sigue siendo primer importador e inversor externo, China lo es como exportador y receptor de inversiones.

El peso de China en el curso del PIB global, desde la crisis de las subprime, trepó a más de 30%. Es el principal mercado para la Unión Europea, Japón, Brasil, Corea del Sur y casi todos los socios del G-20. Ni que hablar la gravitación que tiene sobre el sudeste asiático, región con la cual (junto a Japón, Corea e India) forma el área más dinámica del siglo XXI, con China como hub esencial. A eso se suman sus crecientes conexiones con otros grandes mercados como Rusia o Irán y todo el centro asiático. También, con regiones menos desarrolladas, pero que completan el cuadro: Latinoamérica, Oceanía, Europa oriental, el mundo árabe, África. De modo que el drástico freno que sufrieron las fábricas y el comercio chinos en el primer trimestre por la epidemia sanitaria golpeó de lleno a una actividad económica mundial que ya, de por sí, venía débil como resultado de una globalización en crisis y -quizá la causa de fondo- una larga transición hacia un esquema donde emergen otros países y economías dirigentes.

La clave de esa imbricación está en las cadenas globales de valor. Los sectores de punta de la producción y la tecnología mundiales tienen en el suministro chino su principal eje. Un tercio de las exportaciones chinas son de ensamblaje. Si se toma de ejemplo autos, computadoras y celulares (por citar sectores populares y reconocibles, pero hay muchos más) su mayor cantidad de componentes los fabrica China. Un corte de insumos por cierre de plantas en la zona más afectada por la enfermedad, reducción dramática de horas laborales en otras áreas de China o de puertos y transporte de cargas en general transmite un parate sensacional a la cadena. Eso es lo que pasó en el primer trimestre de 2020. Las cifras, cuando se conozcan, marcarán récord de caídas en varias variables y sectores.

En estos años, China bajó de un crecimiento anual de dos dígitos a otro de entre 6 y 7%. Occidente se asusta. Pero fue deliberado, porque era insostenible aquel ritmo enloquecido y con ecos desequilibrantes en lo ambiental, lo inflacionario, el desarrollo desigual entre regiones y clases sociales, etc. China entró en lo que llama “nueva normalidad” y crece más en calidad que en cantidad, en innovación que en acumulación, en mercado interno (una dotación para consumo de casi 1.400 millones de personas) que en externo. Y además Occidente cuenta mal: China suma más al mundo con un PIB que crece 6%, pero de 12 billones de dólares, que con otro que se expandía al 10, 11, 12%, pero sobre una base mucho más pequeña.

Para este 2020, antes del brote de Wuhan, el Gobierno chino esperaba un crecimiento de 6% o algo más. Es evidente que el primer trimestre habrá crecido mucho menos anualizado, o incluso quizá decreció, ya se sabrá, y dependerá de cuán rápida sea la remontada para ver en qué magnitud el estornudo oriental engripó a una economía planetaria que ya venía como un adulte con enfermedad preexistente. Si para el segundo trimestre China no sale de freno -algo muy improbable- y si en todo el año crece mucho menos, habrá recesión mundial con bloques importante hundidos en ella, como la UE o Japón. De hecho, ya las previsiones de un PIB global creciendo 3% este año cayeron a la mitad.

Los dos sectores más castigados en todo el mundo son viajes y ocio (turismo, hotelería, espectáculos masivos, aerolíneas, que trabajarán a pérdida varios meses con enorme deterioro y posibles quiebras) y exportaciones (en especial, los precios de commodities, lo que golpea a países como Argentina). En este punto, una materia prima central para toda la canasta, el petróleo, se vio sacudida por varias pujas, a las que se sumó el CoViD-19. Por un lado, la OPEP, en particular Arabia Saudita, y un socio externo como Rusia, dos pesos pesados entre los exportadores de crudo, pelearon sobre la ecuación producción/precio. Saudíes y aliados prácticamente vendieron a dumping (por debajo del costo) frente a la crisis, mientras los rusos ansían la recuperación china, un aliado que antes de la pandemia venía subiendo sus compras gracias a la inauguración reciente del gasoducto Siberia Power y de cara a proyectos para otros oleoductos. Por otro lado, los iraníes esta vez se alinearon con los saudíes en cuanto a ofrecer precios bajos, pero entre ellos es más grande la puja por el liderazgo del movimiento musulmán. Y una tercera confrontación es por modelo productivo: la forma tradicional de explotación de pozos en todos estos países (a su vez, algunos aliados y otros rivales de EE.UU.) pelea contra el tipo shale que encabezan los norteamericanos. Dentro de este cruce de intereses de todo tipo, se coló el virus y fue la tormenta perfecta para hundir el precio del crudo hasta niveles récord, lo cual al mismo tiempo, junto con los riesgos de una contracción global, derrumbó acciones, bonos y activos financieros de cualquier tipo en todas las bolsas.

Esta semana, el índice MSCI de acciones globales, que observa cotizaciones en medio centenar de mercados, perdió 16% y más allá de un leve recupero muy volátil el viernes tuvo su peor racha desde octubre de 2008. En varios paneles, el derrape superó incluso al del crack de octubre de 1987, uno de los peores de la historia.

Si bien, como señalamos, esta crisis difiere de la de hace 12 años por concentrarse más en el aparato productivo-tecnológico que en el financiero, este frente también podría explotar si la economía no reacciona. Sólo un dato ayuda a entender el riesgo: las obligaciones acumuladas de todos los estados, la llamada “deuda soberana”, acumula la friolera de 100 billones de dólares. Para entender aún más la fragilidad global, no hay que olvidar asimismo las deudas empresarias y familiares de todo tipo y en todo el planeta, donde lo que le falta a las mayorías lo acumula, en general ganado en forma espuria, ocultado al fisco, fugado de sus naciones y puesto en guaridas fiscales, una extrema minoría.

Algo que finalmente llama la atención es la descoordinación de las grandes potencias, cada una de las cuales por la suya anuncia estímulos sin entusiasmar a nadie. En otras crisis, los grupos G-5, G-7, G-20, etc. al menos intentaban algún acuerdo monetario, cambiario o fiscal como contención. Hoy no se advierte ningún liderazgo para eso. Tampoco en las instituciones formales, todas huérfanas de legitimidad, como el FMI, o paralizadas, como la Organización Mundial de Comercio, ni en los informales, como el virtual “G-2” que podrían coordinar EE.UU. y China. Ambos más bien están peleados por la cándidamente llamada “guerra comercial”, y en un escenario que tiene que ver menos con tarifas aduaneras aranceles y operaciones mediáticas de todo tipo sobre las supuestas conspiraciones en torno al virus, que con el auge asombroso de las inversiones en economía digital y en investigación y desarrollo, patentes y saltos en la vanguardia tecnológica por parte de China.

Si a algún cineasta no lo pensó, apenas reabran las salas que cierran por los miedos al contagio, difícil que fracase una película a llamarse “2020, el año de la hecatombe económica”, o “del posible giro en la transición hegemónica” (el primero, más taquillero). Después de todo, sería ficción.