"No es frecuente la práctica de la alegría; la hemos difrutado en el amor a Spinoza, escuchando a Los Beatles, o cuando la lluvia apenas moja”. El prólogo de Modo Muñoz, el libro que reúne parte de la cancionística de Alberto Muñoz, desliza una melancólica belleza. Es el material que su gran intérprete y curadora de la antología, Liliana Vitale, viene presentando hace meses. El prólogo escrito por Muñoz recupera la sensación que tuvo cuando concurrió a ver el espectáculo. Alegría, y más: “Los que estábamos allí, nos movíamos en una plenitud que simulaba la teta de las primera horas. (…) El aire repartía por las mesas una tormenta, estábamos tocados, abiertos y húmedos. Era necesario comprender que se trataba de poemas y canciones pero no había respiro para eso, era demasiado tarde, el viento y los golpes de los parches desplegaban algo muy antiguo, que atravesaba el tiempo. Lo que ahí sucedía no era tanto para escuchar como para tragar. La garganta era el oído”.

Modo Muñoz compila piezas de las décadas del ’70 y ’80. Desde la monumental “Estadía en la casa de las arañas” , de la Cantata Profana “Saturno” (que Muñoz, Liliana y Lito Vitale estrenaron en 1974 en el Teatro San Martín) hasta la estremecedora “Pasaron cuervos” , de 1987, resulta complejo mensurar la marca de Alberto Muñoz en la cultura argentina. Aparece diluída en una obra serpenteante como los ríos de las islas del Tigre donde quiere pasar sus últimos días. Según pasan las décadas, esa obra conserva una orgullosa clandestinidad y, al mismo tiempo, un triste destrato. A Muñoz parece no importarle: es un elfo felizmente atónito entre los matorrales del Delta. Su tendencia es la de bajarse paulatinamente de la civilización.

Como el de ese paisaje, la obra queda unificada por su exuberancia, colores vivos que se repiten y multiplican. El núcleo duro de las canciones, las obras de teatro, los folletines, los guiones para televisión (de Magazine For Fai a Okupas) y, sobre todo, de la poesía, es, dice, “la metafísica”. “La metafísica está presente en todo lo que hago”, vuelve a subrayar. “Dibujo en el aire una ventana: alguien del otro lado se acerca, abre los postigos y con un lápiz me dibuja. Soy ahora una flor tatuada en un brazo. Soy ahora un árbol, un sauce en la orilla del río; soy ahora el río que corre, una manada de caballos que cruza el río; el agua que salpican los animales. Soy gota de agua, sudor en la frente. Campesina que trabaja la tierra sin descanso”, escribió Muñoz en uno de los textos que integran la antología y recita en vivo Vitale. De esa se habla, impregnada por sauces y arroyos del Paraná. Una poética de río.

Junto con Eduardo Mileo y Javier Cófreces forma una suerte de cofradía isleña y lleva adelante Ediciones en Danza. Allí Muñoz ha publicado muy diferentes libros de prosa y poesía, a la par de teatro “para el oído” y la producción de una discografía dispersa que tuvo como punto de partida el extraordinario El gran pez americano (1987).

La escenografía de la entrevista resulta adecuado para tiempos de peste. Dominada por los libros del viejo escritorio del padre de Liliana y Lito, hay algo familiar y cercano en la casa de San Telmo de los Vitale. Donvi y Esther Soto ya no están, pero su nieto Juan Belvis cruza el patio rumbo al estudio donde graba Escalandrum. Se escucha la batería de Pipi Piazzolla. Lito Vitale asoma desde la cocina y se pierde en la penumbra. Un señor delgado con melena de león blanco habla por celular en un rincón: es Jairo. La tarea en el estudio es frenética, un desfile de extrañas figuras. Siempre lo fue, en los 70 y en el 2000 también. En Villa Adelina y luego en San Telmo, grabaron desde Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota hasta Gabo Ferro. Si en los 70 era un ámbito bohemio que sorteaba y desconcertaba a los militares, ahora, esta tarde, se erige como un cobijo a la amenaza del virus. “Esto es la nieve mortal de El eternauta o El Decamerón, donde acechada por la peste la gente se pone a contar historias”, dice Muñoz. Le queda bien la luz mortecina del escritorio, la madera, los miles de lomos de libros. “Conversaba mucho con Donvi. A los dos nos gustaba el teatro independiente. La cuestión que se planteaba era cómo trasladar esa manera de hacer las cosas a la música. Así nació Músicos Independientes Asociados”,

Muchas de las canciones de Modo Muñoz son de la época de M.I.A.

-Es cierto. Pero M.I.A. era mucho más que música. Era una acción tan artística como política. Funcionábamos como activistas.

¿Qué te pasó cuando escuchaste esas canciones, todas juntas, en vivo?

- Pensé que iba a representar un viaje hacia el pasado. Pero no: fue un viaje hacia al deseo. Esas canciones son lo que me gustaría hacer ahora. Pero no me salen. Me salen otras cosas: más grandes, pequeñas, torpes, ingenuas, reveladoras, pero no esas canciones. Sentí que era lo más completo que yo había hecho musicalmente. Pero bueno, el mundo cambió; y una cuadra antes, cambié yo.

¿Te reconociste en el que eras hace 40 años?

-Vi indicios. Indicio es una palabra muy buena. El baqueano busca indicios en la bosta del animal: la huele a ver si está fresca o seca o dura para saber si el animal pasó hace un rato o hace una semana. Esas canciones son el indicio de que algo estuvo bien.

¿Qué rescatás?

-Una canción: “Mama, deja que entren por la ventana los siete mares”.

¿Por qué?

-Se la hice a mi mamá. Cuando la compuse estaba internada en el Hospital Francés, bastante mal. Habla de Tres Lomas, el pueblo de ella, y de La Grafa, la fábrica donde se empleó de jovencita. Mamá me contaba el horror que era trabajar en La Grafa. Si quería ir al baño, por ejemplo, tenía que esperar a que le dieran una chapita. Muchas veces tardaban tanto que ella y sus compañeras se meaban encima. Mi canción, en el medio, se rompe. La interpretación de Liliana es maravillosa: se pone pegarle al piano y la canción queda toda rota. No fue un capricho: era el sonido de La Grafa. Le llevé el casete al hospital, puse auriculares y di play para que la escuchara. Pensé que iba a parecerle una porquería. Cuando llegó la parte de los ruidos, mamá dijo con la mirada en el techo: “Era así. Era así”.

¿Y tu padre?

-Era camionero, tenía un reparto de fideos. El me enseñó a manejar. Por eso un libro mío se llama Camiones. Falleció antes que mi madre. Mis padres nunca me entendieron. Pero el amor compensaba todo. Me amaban. Se preocupaban por mí, pero no me entendían. ¿Por qué Albertito se queda leyendo hasta las cuatro de la mañana? ¿Por qué los lunes se mete en la peluquería?, preguntaban. Mi vieja en una época tenía una peluquería y yo los lunes, cuando estaba cerrada, montaba espectáculos y le daba clases de teatro a la gente del barrio. Armaba un bochinche bárbaro. “¿Qué hace Albertito los lunes en el salón?”. “Teatro, mamá. Teatro”, le decía. En general nunca nadie me entendió. No me puedo quejar: lo que escribo es raro.

Sin embargo, tenés un anclaje popular: has hecho circo, folletín, radio, tangos; has escrito sobre revistas como Billiken o manuales como el Kapelutz…

-No confío en lo popular y no popular. No me gusta. Para mí es veneno para ratas. También la filosofía forma parte de una tradición popular. Digamos que hay muchos conventos. Y para bien y para mal, yo tengo la llave de los conventos. Me dejan entrar a todos. Debo aclarar igual que, por ejemplo, el tango no me gusta. Nunca me gustó. Pero compongo tangos. Y siempre con temáticas femeninas. Lo hago para la cantante Claudia Tomás, que además es mi mujer. Me queda bien que mis tangos los cante ella y a ella le queda bien que los componga. Hago tangos feministas, ¡y nadie lo advierte!

Alberto Muñoz se parece a lo que escribe. Hay algo anacrónico en su traza. No cuesta imaginarlo a los veinte años planificando combinaciones de colectivos para llegar desde su casa de La Paternal o desde el Centro hasta Villa Adelina. Ahora, a los 69, la mirada conserva una intensidad jovial, una llamarada. Como un titiritero de su propio rostro, maneja los gestos con maestría: los ojos se achinan y se redondean alternadamente, en sintonía con su tono de voz que, como parte de una dramaturgia, pasan del énfasis al susurro. Pone toda la teatralidad posible para señalar: “Nunca lo dije, pero yo fui desertor. Deserté del servicio militar. Y durante años soñé que me agarraban. Aún hoy tengo sueños. Un día llegué a mi casa, y había en la puerta dos camiones del ejército. Huí. Me tomé un colectivo hacia ningún lado. Estuve tres horas dando vueltas, hasta la terminal. No sé dónde aparecí. Estaba turbado. Nunca supe si esos camiones llenos de milicos me buscaban a mí”.

¿Tuviste amenazas en dictadura?

-Sí. Pero en realidad, siempre me sentí amenazado. En la escuela, en el colegio secundario, con los milicos… Siempre. El terror estaba. Y a mí lo que me aterra es la muerte. Me aterra. No tengo ninguna idea inteligente al respecto. Te podría decir que escribo para estar lejos de la muerte, pero no es verdad. Sería pura retórica. Hice planes con ese tema.

¿Cuáles?

-Tengo dos hijos: Manuel de 30 y Moro, de 18. Ya saben: si alguna vez quedo en una cama de esas de hierro, en un hospital, enchufado a un suero, deben sacar el tubito y conectar champagne al suero. Quiero morir embriagado de champagne. Antes, espero vivir todo el año en el Tigre. Todavía voy y vengo. Allá soy un mal isleño y acá, un mal ciudadano.

¿Qué hacés en el Tigre?

-Oficios físicos e intelectuales. Hago las cosas de la casa, trabajo con las manos, con madera, desmalezo, leo, escribo y, sobre todo, corrijo. Yo puedo escribir un libro en un mes. Pero tardo siete años en corregirlo.

Para él, dice, “la música está primero que la palabra, el oído antes que la voz”. “Primero Bach y después Shakespeare. Al ladito de Bach, Spinetta. Al nivel de Los Beatles y Astor Piazzolla. Aunque debo decir que de joven, el que me volaba la cabeza era un cantante francés llamado Antoine. No lo conoce nadie. El único que una vez habló de él fue Eduardo Mateo. Antoine me habilitó a cantar. Era una especie de Bob Dylan francés… ¡pero malísimo! Un plebeyo. Mi hijo Moro, que es músico, me dice: ‘Rajá papá: ¡es horrible!’ Y yo le digo: ‘Sí, ¿y?’”. Ríe Muñoz, los ojos achinados. Atusa la barba y cambia de expresión: “¿Sabés qué pasa? Me estoy quedando sin mundo”.

¿Por qué?

- Lo que hay ahora es otra cosa. Hubo una torsión, como con un dentífrico: ahora el mundo tiene otros códigos, otros procedimientos. Mis problemas éticos y estéticos son de un mundo que está dejando de existir. Soy un sujeto del alma y de la palabra. Están bajando una cortina como de hierro y yo grito del otro lado, como un loco: “¡Escuchen Bach! ¡Escuchen Bach!”. No hay tiempo, nadie tiene tiempo y Bach necesita del tiempo. Sigo poniendo long plays. Me dicen “plataforma” o “nube” y es como si me pegaran un tiro. Mis hijos son de donde ya no pertenezco. Me miran con cariño. Por eso el Tigre.

¿Cómo te imaginás?

-Que si preguntan por mí, nadie me conozca. Desarrollé una importante fobia social. Y fumigo. Me gusta estar con mis amigos: Mileo, Cófreces, Liliana, un psicoanalista llamado Diego Alfón. Tal vez pensar en hacer radio…

Aquel programa legendario, La panadería. El arte de las masas duró poco. Fue como un proyecto trunco.

-Enfrente de la isla parece que van a poner una radio. Ya instalaron una antena gigante. ¿Quién te dice? La estoy mirando con cariño.

Los ojos vuelven a achinarse, se para, habla de la lombriz solitaria, de rock, de Freud y de más conventos, y repite en un susurro: “Este no es mi mundo. Esto es otra cosa. La cortina está bajando”.

El libro Modo Muñoz se presenta el viernes 10 de abril en Hasta Trilce, Maza 177. Con Liliana Vitale en piano y voz, Facundo Guevara en percusión y Eliana Liuni en vientos.