Es domingo a la tarde y me pregunto por qué tengo tantas ganas de llorar. Por qué a pesar del agotamiento no puedo dormirme más de diez minutos seguidos.

Me tienta hacer lo que hacen todos. O, mejor dicho, me tienta hacer lo que hacen la tele, las radios, los opinadores de Internet. Buscar culpables, señalar con el dedo, indignarme. Indignarse es muy fácil. Se me ocurre que la mayoría de las personas que se indignan lo hacen porque es cómodo, porque es gratis. Pero también porque la indignación tiene un doble fondo. Mostrarse indignado es tapar que el motivo de la indignación no nos importa nada.

A nadie le importa que se mueran dos personas en un recital de rock. No le importa al tipo que conduce un noticiero. No le importa al intendente de una ciudad evidentemente no adecuada para recibir 300 mil personas. Probablemente no le importe a la organización. Ni a los que estábamos en el concierto, que queríamos que haber viajado tantas horas valiera la pena.

A lo largo del domingo no puedo pensar en otra cosa. No puedo hacer otra cosa. Trato de repasar qué estuvo mal. Si fue que hubiera tanta gente en el predio del show. Si fue que la salida fuera tan caótica, tan difícil, por calles angostas que no estaban preparadas para recibir tanta gente. Si la organización y el estado municipal fallaron. Si había pibes que estaban demasiado rotos como para cuidarse ellos y cuidar a los que tenían alrededor.

En un comienzo se me ocurre que el problema de los medios de comunicación es secundario. Que primero hay que analizar lo que pasó, que primero hay que enfocarse en los muertos, en los heridos, en los que no pudieron volver a su ciudad. 

Unas horas después, ya de noche, se conoce el resultado de las autopsias. Resulta que los motivos de las dos muertes no tuvieron que ver ni con las avalanchas ni con los múltiples errores de organización. Me pregunto, entonces, si estuve todo el día tratando de pensar sin sentido. Me pregunto, y me sigo preguntando a la madrugada cuando no puedo dormirme, si será tan secundario el rol de los medios. Me respondo, muy rápido, que no. Que no puede ser secundario en la medida en que construye con tanta eficacia el discurso que van a reproducir miles de personas en sus trabajos, en el subte, en la fila para comprar pan. 

Es lunes y voy al trabajo. Me sorprende que personas que a menudo piensan, o al menos hacen el ejercicio de analizar ciertas cosas, ahora estén tan convencidas de creer lo que leyeron o escucharon por ahí. Dicen cosas que no son ciertas. Que los que estuvimos en Olavarría sabemos que no son ciertas. Respondo como puedo. Pero son impermeables. No están dispuestos a escuchar porque ya decidieron que tienen que indignarse, que la obligación moral que se les presenta es alinear sus pensamientos con las palabras efectistas y mugrientas que salen desde las pantallas. Aprendieron, con el tiempo, a rezarle a la televisión que les come los ojos.

Me siento un poco impotente, y me pregunto si seré yo el que está leyendo mal la situación. Si estaré poniéndome ciego por la admiración a un artista. Creo que no, pero que es posible. Y también se me ocurre que el ejercicio que intento hacer es arduo y doloroso. Y que por eso mismo tal vez llegue, en algún momento, a alguna conclusión.

Me pesan los ojos. No lloré lo suficiente. Lloré muy poco, en verdad. Me contuve. Intenté argumentar con tranquilidad ante personas que no querían argumentos. Hablé con otras personas que sí me escucharon, y que me ayudaron a pensar. También con personas que están tan tristes como yo. Y con otras que aun con miradas distintas a la mía me propusieron un pensamiento, una idea. 

Lo que hay es la tristeza. Una tristeza pesada y difícil de procesar. Me pregunto, como puedo, si estoy triste porque el tipo al que fui a ver tal vez no toque más en vivo. Si estoy triste porque ese final no es el que merecía la complejidad y valentía de su búsqueda artística. Me pregunto si estoy triste porque se murió gente. O si me entristece que no se pueda hacer nada ante esa maquinaria invencible que construye la vida de las personas aceitando los engranajes con odio. En el fondo es eso. Me parece absurdo que todo sea tan complejo. Que la manera de vivir en sociedad sea a través de ese odio penetrante. Qué o a quién odian, me pregunto. Odian, me respondo, a todo lo que no es como ellos, o lo que no les gusta, o lo que no entienden.

La tristeza me hace pensar que tal vez todo esté demasiado embarullado como para intentar una reflexión ahora. Que quizás sea mejor tomar un poco de distancia. Pero, también, pienso que necesito decir alguna cosa ahora porque no hay otra manera de vivir. Porque cada uno elige de qué lado de la mecha estar, y porque eso requiere un compromiso. Requiere tomar partido. En mi caso, creo que tomar partido no significa decir quién es culpable y quién no. Quién es una mierda y quién está a salvo del infierno. Me interesa dejar en claro algo tan sencillo como esto: estoy del lado de la desazón. Del lado de las personas que se entristecieron conmigo. Del lado de los que daríamos cualquier cosa por hacer que nada de esto hubiera pasado. Del otro lado, como en muchas otras cosas, quedan los que se alegran. Los que están esperando una muerte más para confirmar que ellos detentan algún tipo de verdad sagrada. De esa gente que elige celebrar las desgracias de lo que odian, me paro enfrente. Siempre me voy a parar enfrente de esa manera triste de vivir.

Escribo estas últimas líneas en un colectivo. Me pongo a llorar, finalmente. Mucho. Sin consuelo. Me cuesta creer todo esto. Pienso en el viernes y en el mismo sábado, cuando todavía planeaba escribir otras palabras. Palabras en las que iba a hablar de la experiencia única de ver en vivo al artista más importante de la historia de la cultura popular argentina. O, mejor, palabras en las que iba a hablar de la experiencia única de escuchar al artista más importante para mi propia historia. Esas palabras no pude escribirlas.

Lo que hay, en este momento, es la nostalgia por una época que ya no va a volver. Y la tristeza, claro. La infinita y aplastante tristeza.

* Periodista.