Lo bueno de todo esto es que, como no soy ni hipocondriaco, ni pesimista, ni paranoico, el COVID-19, si quiere atraparme, deberá luchar bastante. Pero no conmigo. El virus no conoce la inminente emergencia de otros trastornos que seguramente me llevarán a la tumba antes de que el gobierno decrete el fin de la cuarentena. Dejando de lado, por ahora, la posibilidad de que mi novia decida finalmente asesinarme de acá a dos semanas, mi intranquilidad obedece a una suma de factores de orden clínico/ambiental: 

Las últimas palabras del médico, después de que mi análisis de sangre arrojara índices de colesterol desconocidos para la especie humana, habían sido, unos veinte días atrás: “Lo que te puede salvar es que hacés mucho deporte”. En efecto, juego (jugaba) al tenis y ando (andaba) en bicicleta. A diferencia de mi pareja, que recicló entre cuatro paredes, y pantalla mediante, los hobbies que venía acumulando en los últimos meses (karate, yoga, reiki,y siempre sorprende con alguno nuevo), mis actividades físicas habituales lucen incompatibles con el encierro, salvo que la locura me impulse, ya perdido por perdido, a romper a raquetazos todo lo que me rodea, empezando por las bicicletas que parecen cada vez más grandes e inútiles en un departamento cada vez más chico y colapsado.

Así que aquí me tienen, apoltronado en este sillón, que también me está quedando chico, aunque por otras razones. Porque el que (o la que) decidió, con un criterio feng-shui más que discutible, poner el sillón a cuatro metritos de la heladera y a dos del televisor, debería ser imputado por inducción a la pancreatitis. Los budines de pan, los salamines picado grueso, los licuados de banana con leche, la mayonesa que empieza a ser liquidada sin culpa de a cucharadas soperas, todos esos son aliados perversos de Netflix y de esas fucking series que nos inmovilizan con ocho temporadas de diez capítulos cada una.

El barrio tampoco ayuda: hay una panadería al lado de mi edificio y otra a la vuelta; dos maxikioscos en treinta metros cuadrados; para llegar a la verdulería más cercana, en cambio, hay que caminar como tres cuadras, demasiado para volverse con una triste plantita de rúcula. Con la producción ilegal de triglicéridos en inexorable curva ascendente, lo único que me faltaba para asegurar un final digno era que unos amigos me regalaran, justo hace un mes, una botella de vodka, generosa ella, pero no tanto como para aguantar más de tres días de cuarentena.

Mi novia dice que tengo que tomar más agua, porque los riñones no se qué y la glucemia no sé cuánto. También me reprocha haber comprado, después de meses de cuidado riguroso de la presión alta, un enorme paquete de sal. Hay que ser realistas: uno puede soportar la cuarentena. También puede comer sin sal. Pero las dos cosas juntas no.

Para colmo el ritmo cardíaco se desbarajusta con final incierto cada vez que esos incitadores a la violencia agrupados bajo el gremio de “zocaleros” nos clavan un ¡¡URGENTE!! con música tremebunda. Y después, cuando salto del sillón ante alguna nueva noticia espeluznante, el nervio ciático –ese sí que no anda con vueltas-- me avisa que también debería moderar mis emociones.

Y no digo nada de la tortícolis para que no crean que somatizo, o algo así. En fin, COVID-19, si vas a pasar, apurate, porque te quieren ganar de mano.