Por Virginia Feinmann

Cuarentena en un departamento de 34 m2 en Once. No me voy a quejar. Es mío. Tengo dónde hacer la cuarentena. El encierro es complicado, pero la queja no me corresponde. Si distribuyeran el derecho a queja, callados la boca los que tienen jardín, ni una palabra los recluidos en departamentos de más de 150 m2, silencio los que se pueden asomar a un balcón, los que tienen terraza, rezongo mínimo los que tienen sol, sol durante un rato en el piso del monoambiente, refunfuño leve los que vivimos en departamentos internos de menos de 35 metros y queja, queja infinita, catarata de queja, bronca y miedo los hacinados y los forzados a salir.

Miro la página de la OMS para no guiarme por whatsapp truchos. There is a current outbreak of coronavirus dice arriba de todo en rojo. Es la noticia más vieja y a la vez la más actual del mundo. La noticia total. Sí, flaco, ¿quién no lo sabe? Pero a la vez, ¿qué se puede decir que no sea eso? ¿No sigue siendo una noticia irreemplazable por ninguna otra y, cada día, de nuevo, vigente? Veo la progresión en el mapa de la Johns Hopkins University. Ese conteo en tiempo real. Antes eran los días, las horas y los minutos que faltaban para el año 2000, ahora son los que faltan para morirnos.

Hacía dos meses que no venía al departamentito de Once. Lo había alquilado a estudiantes extranjeros y me había ido a pasar el verano a lo de mi novio en Villa Devoto, tres ambientes, cama doble, acolchado generoso y plasma de 10 mil pulgadas. Cuando todo se aceleró cada uno fue a aprovisionar a sus padres. Nos vimos el segundo que bajé a buscar las botellas que compró él. Le di un beso y se fue para atrás. Ahora no, le puede hacer mal a tu mamá. Después cuando nos desinfectemos. ¿Venís para casa, no?

Fue como “La decisión de Sophie”. Por qué pavadas se toman las decisiones que nadie debería verse obligado a tomar. Como no existen motivos a la altura, como nadie debería decidir qué hijo manda a la cámara de gas o a quién abandona durante meses por una pandemia, usamos los motivos triviales. Los mismos que sirven para decidir qué cenamos esta noche. Hacía unos días que veníamos con discusiones, yo estaba indispuesta y enojada, y mi taller, tengo que seguir dando taller, le dije, todos los libros y apuntes me quedaron en casa.

Nos miramos y se fue.

Dos días tardé en darme cuenta de que no iba a poder seguir dando taller. La reconversión a virtual no es lo mío. El micrófono de la notebook hace fritura, la ficha se corta y además no tengo la cabeza para darlo, ni la gente la tiene para tomarlo. Recibí aliviada la noticia de los 10 mil pesos a monotributistas y pensé Dios proveerá.

Lo que no pensé es que los vecinos también estaban en casa. A la derecha Lucio, el abogado carancho que atiende a sus clientes en Café Martínez y les dice que tiene la oficina en refacción. Del otro lado sale un pibe sin remera. Me ubico a distancia sanitaria.

–¿Y Yanina?

–Quedó varada en Rosario. Me prestó el depto. Ella es Lula.

Lula me saluda desde adentro mientras acomoda unas macetas con cactus. Sonríe como una recién casada que se instala en el barrio y conoce a su nueva vecina. Sale un perrito al que le dicen Atilio.

–Bueno. Hola Atilio, cuidado.

–Tyrion, se llama Tyrion. Porque es enano.

Trato de recordar si las mascotas contagian o no, el perro que dio positivo en Hong Kong, creo que tenía virus depositado en el pelo, pero no estaba enfermo, las patitas, había que desinfectar las patitas que pisan la calle donde tose la gente, ya me las puso encima, ya me puso encima las patitas.

Entro y tiro la ropa en el lavarropas. Me baño.

Pienso si el pibe y Lula serán pareja o sólo amigos. Como sea, es cuestión de tiempo hasta que escuche gemidos.

Dos horas más tarde hay movimiento en el pasillo. Sillas y voces. Olor a cebolla rehogada. ¿Trajiste el oliva? ¿Tienen rúcula o llevo? Se juntan los tres a cenar todas las noches. Con las puertas de los departamentos abiertas. Fuman. Hablan, hablan, hablan del otro lado de mi puerta. Hablan como para impregnar el edificio entero de virus. Lucio dice: “el tiempo no avanza. El tiempo va para atrás. Vos no estás yendo hacia una situación. La situación ya pasó y vos estás volviendo”. Y el pibe y Lula: “¿en serio?” De pronto golpean y me preguntan ¿ya cenaste?

–Sí, ¡gracias! –le paso alcohol rebajado a la manija de la puerta.

Por qué no me gustará la cerveza, por qué seré alérgica al porro, por qué no seré lo suficientemente boluda como para abrir los ojos y decir yo también “¿en serio?” y reírme como Lula. No, la teoría del tiempo que retrocede no vale para mí las gotas de saliva que expele.

Trato de leer “Las dos mitades del vizconde”, que siempre me relaja. Tiene letra demasiado chica y no encuentro los anteojos. Los anteojos de ver de cerca, la última vez que leí algo con letra chica, sí, el diario, los dejé en lo de papá. Los necesito.

–Están acá, te los guardamos –dice papá por teléfono.

–Pero los necesito.

–Cuando pase la cuarentena.

–Pero... –lloro un rato–. Papá ¿me guardás los anteojos?

–Sí.

–¿Termina la cuarentena y los busco?

–Sí.

–¿Y me los vas a dar vos? ¿Me lo prometés?

–Sí, querida, te los voy a dar yo.