“Los abuelos morían, pero para nosotros la vida no tenía ningún límite”, dice la narradora de un cuento al recordar su infancia en un pueblo de España. El maestro de ciencias estaba obsesionado con la manera que ella tenía de tomar el lápiz. “Parece que tuvieras un muñón, me decía, se te van a hacer callos en los dedos, así solo te sale mala letra, vas a escribir bien cueste lo que cueste (...) Yo tragaba saliva, contenía las lágrimas y trataba de colocar los dedos como había que hacerlo –o como Dios, al parecer, mandaba hacerlo–, el índice apoyado suavemente sobre el lápiz, el pulgar más abajo, sujetándolo, sin arquear ninguno, sin presionar, ahora venga, escribe más rápido, venga, escribe. Pero así iba despacio, y siempre me quedaba atrás cuando él dictaba. No aprendes y no quieres aprender, me gritaba, al final vas a convertirte en una analfabeta. Cuánto me gustaría ahora –si es que aún vive– decirle a aquel maestro que a pesar de coger mal el lápiz, y con mi mala letra incluso, acabé por hacerme escritora”. En los magníficos relatos de Mala letra (Anagrama), Sara Mesa narra pequeños momentos de la infancia o adolescencia de niñas o niños que no quieren ser domesticados y que transitan con dolor, rabia y perplejidad el complejo proceso de crecer.

Aunque nació en Madrid en 1976, Mesa vive en Sevilla desde niña y aclara que se considera “sevillana”. La autora de La sobriedad del galápago (cuentos), No es fácil ser verde (cuentos), El trepanador de cerebros (novela), Un incendio invisible (novela) y Cicatriz (novela), entre otros títulos, empezó a escribir a los 30 años. “Antes de escribir estaba demasiado ocupada en vivir. La escritura es el refugio de los tímidos. Pero ya no es así porque se te exige que expliques tu libro, o posar con tal ropa y viajar de acá para allá. A veces es un poco circo, pero no he entrado en ese mundo. Uno elige si entra o no. Nadie te obliga”, cuenta la escritora en la entrevista con PáginaI12.

–¿Un niño de la escuela en la que estudió se suicidó?

–Sí. Y se llamaba Mármol, igual que el título del cuento. La única diferencia es que el niño no estaba en mi clase, sino en la clase de mi hermana. Pero todo es real: la reacción de la profesora de religión, la llamada que la niña recibe por teléfono, que en este caso era yo... Ese cuento representa el mundo de la infancia en que las cosas importantes no se te explican y como niño incluso tú aprendes que no debes preguntarlas y se quedan para ti. Y luego había una insistencia tremenda en cosas tan nimias como coger el lápiz según el criterio de cómo había que cogerlo bien.

–Hay algunas cuestiones que no se resuelven, como la amenaza telefónica de matar al padre, que le da más extrañeza a los cuentos, ¿no?

–Sí, había tantas cosas que de niña no entendía, pero la vida es así también. En la vida hay un montón de cosas que nos pasan, que nos inquietan, que nos duelen, que nos alegran, y no sabemos de dónde vienen, ¿sabes? Muchas veces, como escritores le exigimos a la narrativa una estructura cerrada y artificial que no tiene la realidad, porque nuestra apreciación de la realidad es fragmentaria y confusa. Intento llevar a la narrativa esa naturalidad de la apreciación. Mi manera de escribir trabaja mucho la elipsis para llevar la apreciación fragmentaria de las cosas a la narrativa. Lo que pasa en la escuela es lo que luego va a pasar prácticamente en la sociedad. Me fijo en esas cosas pequeñas, con lo cual no puedo escribir la novela total ni la gran novela española. No soy ese tipo de narradora, mi mirada es mucho más mínima.

–En “Palabras-piedra” la narradora plantea que aprendió a fingir para sobrevivir. ¿Qué implica ese fingir?

–Creo que muchas veces implica sufrimiento. Hay una tendencia natural en el ser humano a proyector una imagen beneficiosa de sí mismo; hay cosas que sabes que no conviene decirlas y no las dices. Y así funciona la sociedad. Cuando no podemos mostrarnos como somos porque vamos a enfrentarnos al rechazo o a la clasificación como raro, extraño, anómalo o “puta”, como le dicen a esta chica, entonces empezamos a ocultar partes de nosotros, porque pensamos que pueden ser coartadas. Y creo que esa “doble vida” genera sufrimiento y soledad.

–Varios cuentos transitan por ese momento bisagra entre la infancia y la adolescencia. ¿Qué encuentra ahí?

–Los psicólogos y los psiquiatras hablan mucho de la primera infancia. Pero en la primera infancia nos falta quizás una parte de raciocinio, con lo cual no puedes recordar cosas que luego sí puedes. El problema está en enfocar esa etapa como “etapas en proyección hacia algo”, que no son en sí misma nada, sino que se encaminan a algo. Pensamos que un niño es un proyecto de hombre o una niña un proyecto de mujer, y todo nuestro esfuerzo educativo va hacia eso. No tenemos en cuenta que un niño es en sí mismo un niño y que los sentimientos que tiene un niño son tan grandes o más que los que tiene un adulto. Viví la infancia con mucha intensidad y no tuve una infancia desgraciada ni mucho menos, pero sí tenía una hipersensibilidad. Luego la vida te va limando eso. Crecer es un proceso muy doloroso.