Dejemos de lado el tono. Supongamos por un minuto que el --todavía, por ahora-- fiscal de Cutral Có Santiago Terán no anduvo con toda la violencia al aire. Hagamos de cuenta que no gritó “conmigo no te vas a hacer la torita”, que no dijo “no te hagas la loca” ni “sos de esas personas que se victimizan”. Supongamos que no dejó de lado nociones como derechos humanos, legalidad, intervención del Estado para impedir que la vida cotidiana se convierta en el far west.

Agreguemos otro minuto y pensemos con generosidad. Hagamos de cuenta que el fiscal Terán habló como un señor consciente de la importancia de su cargo y del trabajo que se espera de él. Supongamos que no gritoneó prepoteando a una periodista para hacerla callar y --oh--  respetando su turno para hablar cuando oía la voz de un varón porque vamos, es distinto.

Aun con todos esos resguardos, si Terán hubiera tenido la astucia de camuflar sus privilegios bajo cierta presunta cortesía (educación, se dice también), de todos modos hubiera exhibido una ignorancia supina. Porque lo bravucón, a fin de cuentas, no quita lo burro.

El señor fiscal alardeó, entre muchas, otras cosas, de haberse capacitado en los términos de la ley Micaela no una, sino "dos veces". Una de esas veces, dijo, "hace cuatro años".

La ley Micaela, que establece que todas y todos los agentes del Estado deben capacitarse en género, y que con su obligatoriedad puso en blanco sobre uno de los nidos más concentrados de la reacción conservadora (el que protesta contra la "ideología de género", el que habla de "dictadura" cuando se hacen valer los derechos de la diversidad), fue promulgada en 2018. Tiene sentido, porque Micaela García, la joven cuyo femicidio motivó la ley, fue asesinada en 2017 y no antes.

Hay dos opciones: o bien el fiscal Terán mintió o bien a él todas las capacitaciones lo dejan bien. Como si fueran colectivos difusos, cuyos recorridos de todos modos lo van a alcanzar a su jubilación --que supuestamente le corresponde en 2021--, el fiscal posiblemente haya concurrido al programa de capacitaciones en género obligatorio para el Poder Judicial que existía desde antes, y que había obtenido cierta visibilidad alrededor de 2013, luego del segundo fallo por la desaparición de Marita Verón.

Es más: Terán posiblemente haya concurrido a esa capacitación. Lo seguro es que lo hizo como torito en rodeo ajeno y convencido de que era un desperdicio de su valioso tiempo porque de género él, por favor, ya lo entendía todo. 

No cuesta nada imaginarlo. En la sala, debe habérselo visto como a algunos diputados y senadores se los vio, al comienzo de la pandemia, durante una de las primeras actividades televisadas del Congreso nacional en modalidad semi virtual, en la capacitación obligatoria en género, ya sí ordenada por la ley Micaela: a desgano, sobradores, prestando atención a cualquier otra cosa y, tal vez, hasta tuiteando en contra (porque las redes sociales sí existían hace 4 años).

El desprecio por la perspectiva de género deja en blanco sobre negro la ignorancia: los tiempos cambian. Y aunque no les guste, aun los operadores más rancios del Estado deben entenderlo y aplicarlo. Los agentes de la Justicia, ese mundo opaco, cuyo funcionamiento muchas veces arbitrario impacta negativamente en las vidas de ciudadanas y ciudadanos sin visibilidad y poder, sobre todo.

¿El funcionario público no puede? ¿No quiere? ¿No está de acuerdo? Pues entonces su lugar es otro. 

Esta Justicia patriarcal ejercida con espasmo bravucón, que necesita demostrar vaya una a saber qué para compensar qué otra fragilidad, no va más. Y en realidad patotean porque lo saben.