La semana pasada supimos que los principales acreedores privados habrían aceptado la última de las ofertas del ministro Martín Guzmán para reestructurar la deuda argentina. Es una noticia importante sobre todo por el lugar que se abre en la agenda económica de ahora en más. Hace meses que las principales políticas son de corto plazo, y no sólo por las condiciones que impone la crisis del Coronavirus sino también por la incertidumbre sobre los recursos y las limitaciones con las que se cuenta para hacer frente a demandas urgentes.

Junto al debate sobre cómo salir de la crisis de deuda, lo que más debería importarnos es la pregunta por cómo evitar que se repita. Nuestros acreedores tienen sus propios intereses que incluyen, como siempre, dejar el camino allanado para que el engranaje del endeudamiento siga dándoles frutos.

Cuando el feminismo en Argentina levantó la consigna Vivas, libres y desendeudadas lo que hizo fue anudar esos tres adjetivos. Las deudas impagables someten y a la larga, matan. Cada peso que se destina al pago de intereses de una deuda que sólo sirvió para financiar la fuga de capitales es un peso menos en políticas que hacen nuestras vidas más vivibles.

Si no se aprovecha este tiempo para cuestionar la arquitectura financiera global, los mecanismos locales que habilitan la toma de deuda (cómo y para qué endeudarse) y la injerencia de los organismos internacionales en la política (el FMI en este caso), es posible que nos enfrentemos a los mismos problemas cuando se acabe el período de gracia que se acordó en esta reestructuración.

Lo que se hereda…

A pesar del anuncio, recién el 24 de Agosto sabremos cuántos son los acreedores privados que firmarán el acuerdo y si se evita o no que queden por fuera fondos (buitres) que puedan hacer juicios y reclamar mayores pagos. Eso dependerá de las Cláusulas de Acción Colectivas que se activen con los canjes de cada bono. Se trata de una regulación que se incorporó en 2014 y busca evitar que las minorías puedan imponer sus condiciones.

La oferta que los acreedores habrían aceptado incluye una quita sustancial en los intereses (de un 7% a un 3% en promedio) y un cambio en los plazos, que implica no hacer pagos relevantes durante los próximos cuatro años. Esto significa reconocer un 55% del valor de la deuda. Al inicio de la negociación, los fondos pedían un 70% y la Argentina, un 40%.

De todas formas, el alivio fiscal todavía está por verse. En 2021 y 2022 hay vencimientos del préstamo del FMI que Argentina no está en condiciones de afrontar. Hasta ahora, el Fondo sólo se pronunció sobre la deuda con los privados. Dijo que era insostenible y apoyó la oferta de la Argentina. En cambio, mantuvo silencio sobre los $44 mil millones de dólares que prestó al gobierno de Mauricio Macri y que se fugaron, en su mayoría, durante su costosa campaña electoral. Hasta el momento, tampoco se le pidieron explicaciones por el incumplimiento de su propio reglamento que prohíbe avalar préstamos cuando se usen para contener el tipo de cambio, como pasó durante 2018 y buena parte de 2019.

El mecanismo macabro del endeudamiento se ve más claro en este contexto de crisis humanitaria tan particular. Mientras millones en el mundo entero pierden el trabajo, dejan de pagar sus cuentas y pasan hambre, el dinero fluye hacia los grandes fondos que en los últimos años vieron sus ganancias multiplicarse varias veces. Así de cruel y distópico es el paisaje. La deuda es un engranaje clave en el aumento la desigualdad y no se detiene ni siquiera cuando la peor recesión de la historia mantiene frenada a tantas economías.

Por eso, en el mediano y largo plazo, la negociación de la deuda implica mucho más que la discusión en torno al valor y la tasa que rinden los bonos argentinos. Se trata del poder que tienen los dueños de los capitales más grandes del mundo para decidir cómo vivimos quienes habitamos en países con dificultades para generar divisas.

Las malas nuevas: la vida financiarizada

Esta negociación fue diferente a la que enfrentó Argentina en 2005 o 2010 porque el capitalismo es otro. Los acreedores ya no son pequeños ahorristas o jubilados europeos. Ahora son grandes fondos de inversión cuyo tamaño es comparable con el de los países más ricos del mundo. Entre ellos se destaca el fondo BlackRock, administrado por el CEO Larry Fink, candidato a Secretario del Tesoro de los Estados Unidos si gana las elecciones Joe Biden. Para darnos una idea de la asimetría de poderes, imaginemos que con esa persona tuvo que negociar Martín Guzmán.

Si a partir de la crisis de 2008 se impusieron mayores regulaciones a los bancos, los grandes fondos se mantuvieron al margen. En su búsqueda de maximización de ganancias van transformando las formas de acumulación. La economista Daniela Gabor habla del “Consenso de Wall Street” para referirse al conjunto de normas que buscan ampliar los negocios financieros en los países pobres y que tienen a estos fondos como sus principales promotores.

El modelo de capitalismo que imponen, dice Gabor, atenta contra lo poco que queda de los Estados de Bienestar. En su búsqueda de ganancias, presionan a los Estados para que se les garanticen inversiones libres de riesgo. Se oponen a políticas que fijen salarios mínimos, a nacionalizaciones que bloqueen sus posibilidades de invertir en algún sector que consideran rentable y buscan dominar la agenda climática con propuestas como los “bonos verdes”, una forma de producto financiero alrededor de la compra y venta de permisos de emisión de dióxido de carbono.

En definitiva, tienen planes claros para hacer que el riesgo de sus inversiones lo absorba la población, cada vez más expuesta a los vaivenes de los ciclos económicos.

Las viejas malas: recetas del Fondo

Una vez cerrado el acuerdo con los privados, empezará la negociación con el FMI. Desde el Ministerio de Economía esperan que dure cerca de un año y no descartan que vuelvan a pedirse medidas como la reforma laboral y previsional. Que haya cambiado Christine (Lagarde) por Kristalina (Georgieva) no quiere decir que sean distintas sus exigencias. En definitiva, no es la directora sino el directorio quien firma los acuerdos.

“No vamos a aceptar nada que vaya en contra de un sendero de desarrollo virtuoso y estable”, dijo el ministro Guzmán cuando le preguntaron por los condicionamientos del Fondo.

Si en el último tiempo quedó claro que la “sostenibilidad” de la deuda es un criterio político y que lo insostenible está dado por el nivel de ajuste que requería la oferta de los acreedores, lo mismo podríamos decir sobre lo que significa un sendero de desarrollo virtuoso. Para que el FMI no pueda imponer sus condiciones, Argentina debe tener claras las suyas. Y para eso es necesario definir prioridades. Antes de asumir compromisos con acreedores externos, hay una deuda que saldar con quienes, hace un año, expresaron en las urnas la necesidad de un cambio de rumbo. Es la deuda interna con quienes perdieron con el modelo de Cambiemos y a quienes esta crisis lxs sorprendió ya muy golpeadxs.

Reescribir la historia: ¿un Nunca Más?

Parece una eternidad, pero hace apenas seis meses la vicepresidenta proponía, desde La Habana, un Nunca Más a la deuda externa. No se trata sólo de una comisión en el Congreso que investigue la fuga de capitales. La sociedad civil, la población toda, debería participar de un Nunca Más como el que condenó al terrorismo de Estado, decía Cristina Fernández en aquel momento.

Si ya sabemos cómo terminan los ciclos en los que se dispara el endeudamiento en dólares, ¿no sería deseable contar con reglas que limiten la capacidad de los gobiernos de endeudarse en moneda extranjera? Si conocemos los efectos negativos de las recetas de ajuste que vienen de la mano de los préstamos del FMI ¿por qué volveríamos a permitir que se firmen acuerdos a espaldas del pueblo? Ejercitar la memoria y hacernos de las herramientas para no repetir errores son los primeros pasos para que la deuda deje de ser una forma de saqueo y un asunto del que sólo opinan expertos (en negocios financieros).