Javier Montes no deja de sorprenderse cada vez que se lo etiqueta como un escritor viajero. Hace unos años, hizo una residencia en Buenos Aires, otorgada por el Museo MALBA y en una entrevista del canal de Youtube, Montes dice no reconocerse como alguien capaz de escribir en los aeropuertos ni en los hoteles. Sí es, dice, un escritor que se ha mudado, y mucho. En esas mudanzas, que él las denomina como “trasplantes”, moviendo la metáfora hacia el terreno de la flora antes que la fauna, ha podido acentuar las condiciones de vulnerabilidad, de permeabilidad y de observación que todo escritor necesita.

Lo cierto es que este Licenciado en Historia del Arte, que hizo estallar muy tempranamente toda sensiblería literaria gracias a la lectura prematura de Roald Dahl, que ganó el premio Novela Pereda de Novela Corta por Los penúltimos, publicado en Pre Textos, y escribió el ensayo La ceremonia del porno junto a Andrés Barba con el cual obtuvieron el Premio Anagrama en el 2007, viajó, y viajó bastante. Y como todo viajero que tiene una patria a la que volver o añorar mientras se encuentra lejos, también tiene un país escurridizo al cual idealizar, que en su caso no es otro que nuestro país vecino, Brasil. Lugar que le ha dado hasta la fecha dos libros eclécticos y que, a falta de categorías, podríamos llamar novelas. “La raíz de todo es una estancia larga de varios años en Brasil” dice la voz elocuente y enérgica de Javier Montes desde su casa en Soria, en las afueras de Madrid, “que me fascinó como país y como cultura. Brasil es un país-mundo. Quizás por la cosa tan parecida y tan distinta al ámbito hispano, digamos. En relación a México, a Argentina, Brasil es como un elefante en la habitación. Y desde entonces estoy tratando de sacarlo del sistema, como dicen los ingleses.”

El primero de esos dos libros es Varados en Río. Un ingenioso recorrido literario que analiza, desde el territorio y la imaginación, la estadía de cuatro escritores disímiles y anacrónicos que por alguna razón fortuita se vieron obligados a vivir una temporada voluntaria o no en la ciudad de Río de Janeiro. Desde los treinta años que pasó Rosa Chacel prácticamente en el anonimato hasta los paseos por la playa que sirvieron de inspiración a Manuel Puig para escribir sus últimas dos novelas, desde la poesía cáustica de Elizabeth Bishop quien se mudó a la ciudad carioca persiguiendo el amor de la arquitecta Lota Macedo hasta el suicido de Stefan Zweig en las afueras; Montes se mete en esa ciudad invisible que condiciona, como diría Italo Calvino, toda ciudad visible; la ciudad imaginaria y sus rastros literarios. El resultado es un tour de force pausado y elegante, que toma elementos de la propia biografía del autor, quien también se vio forzado a vivir aventuras y desventuras, amores y desamores, en una de las ciudades más emblemáticas de Sudamérica.

La segunda parte de este díptico involuntario es Luz del Fuego. Una novela biográfica sobre un personaje atípico de la cultura brasileña llamado como el título lo indica: Luz del Fuego. Hablamos de Dora Vivacqua, artista de inusual potencia estética, que vivió los años dorados de la bohemia carioca en plena emancipación modernizadora de la ciudad. El libro nace de mi gusto por los personajes heterodoxos, los que el canon oficial se ha dejado en el tintero. Luz del Fuego encarna muchas ideas que hoy nos parecen de total actualidad y sin embargo su mito es invisible. Es un personaje que ha pasado por debajo del radar. Me gustan los personajes como ella, a tumba abierta, que vivieron sin frenos.”

¿Quién es ese personaje heterodoxo, alejado del canon? Dora Vivacqua fue una bailarina de los años dorados del Carnaval de Río de Janeiro, cuyos números sacudieron la acartonada mirada bienpensante de la comunidad carioca y que tuvo su pico de gloria en los años 50. Vivió prácticamente desnuda e intentó fundar un partido naturista con la nada secreta intención de candidatearse para presidenta. Finalmente, compró una isla para llevar a cabo una utopía naturista que atrajo a las celebridades de todo el mundo. Aún así, con ese prontuario de exhibicionismo, Javier Montes señala que el personaje no es conocido: “A Luz del Fuego no la conoce casi nadie, ni siquiera en el propio Brasil. Recién hace poco se la está reconociendo, gracias a su carácter de pionera por la emancipación de la mujer, por una relación directa con la naturaleza y en la reivindicación del cuerpo femenino. Ella encarna todo lo que Bolsonaro odia y todo lo que la gente que lo sigue odia. Era una mujer que tenía un vínculo muy fuerte con la comunidad trans en Brasil; tenía muchas cosas muy modernas y actuales. No existían palabras para nombrar las cosas que hacía. Han pasado varios años desde que la mataron en 1967, en plena dictadura. Y fueron años de olvido total.”

La forma que tiene Montes de abordar al personaje no es una biografía clásica que sigue al pie de la letra la vida de esta artista del shock nacida en Espíritu Santo, en una familia rica en contactos con el poder político y económico. Es, lo que el propio Montes llama, una “quest literaria”. Un género híbrido que pone en jaque la propia voluntad del narrador por ordenar la vida de los otros. Un ejercicio nabokoviano (o borgeano, según la orilla desde donde miremos) que tiene como referencia el libro de A.J.A Symons The quest of Corvo: an experiment in Biography, en donde el biógrafo intenta reconstruir la vida de un escritor menor llamado Frederick Rolfe (algo similar a la biografía que Borges hace de Evaristo Carriego). “Es un género muy apropiado para personajes reales que dejaron pistas confusas. Permite ver que toda reconstrucción de hechos siempre tiene algo de arbitrariedad y de ficción; de invención. Te permite recordar, una vez más, que la biografía es una variante de la ficción.”

COMO EL FUEGO

Dora Vivacqua tiene una biografía canónica que intenta reconstruir, o al menos mapear, su paso por el mundo. Su título es Luz del Fuego: a bailarina do povo y fue escrita por la periodista Cristina Agostinhio. Allí, la periodista se remonta hasta Cachoeiro do Itapemirim, un 21 de Febrero del año 1917, cuando el nacimiento de Dora completó el número de catorce hermanos de la familia Vivacqua: siete hombres y siete mujeres. Muchos de ellos se convirtieron, con el tiempo, en personajes influyentes en la vida política y cultural de Río de Janeiro y Belo Horizonte (uno incluso llegaría a senador). En la capital de Minas Gerais, Dora vivió una vida apacible en un imponente caserón conocido como Salón Vivacqua. El poeta Carlos Drummond de Andrade visitaba con frecuencia a la familia, más que nada porque estaba enamorado de su hermana. Para resaltar el espíritu rebelde de la futura Luz del Fuego – que años después se traduciría en un puja constante con su familia – Montes narra cómo Dora, en una tarde de playa, a una edad muy tierna, decide cortar su ropa para convertirla en malla de dos cuerpos anticipándose a su futuro naturista.

Antes de cumplir 21 años, en plena década del 30, Dora fue internada en varios neuropsiquiátricos. Aunque las intenciones de la familia fuesen la de curar, en apariencia, a su hija, había una intención de ocultarla del ambiente social por causar problemas en la escuela, en la casa y en la calle. Dora fue enviada en 1937 a un internado de mujeres, en el barrio de Botafogo, de la ciudad de Río de Janeiro. Y ahí comienza una nueva pasión para la futura bailarina: el impacto con la ciudad. “Río siempre fue una ciudad muy ambigua” dice Montes. “Encarna el paraíso y uno se da cuenta que no lo es, pero a veces sí, y luego no. Y se supone que es una ciudad de sol y playa, y luego llueve muchísimo, y el sol nunca sale. Tiene una modernidad asombrosa y contradictoria.”

Por aquellos años, Río era la meca de Brasil. Desde los años 30 hasta la dictadura militar en 1964, la ciudad pareció vivir siempre en una burbuja, haciendo ojos ciegos a las constantes turbulencias políticas y sociales, primero bajo la presidencia de Getulio Vargas y, luego del sucidio del mandatario en 1954, entre quienes se disputaron el poder, con intrigas separatistas por parte de San Pablo y presiones desarrollistas hacia la zona amazónica. La fiesta y la música se convirtieron en la causa de la ciudad en los años cuarenta y la canción popular se afirmó en las calles cariocas como el rasgo esencial y más evidente de la fisonomía musical del Brasil moderno. El Carnaval se institucionalizó como una fiesta nacional. Fueron años de oro para la samba urbana, con compositores como Ary Barroso, Wilson Batera y Noel Rosa.

La joven Dora no estuvo exenta de los movimientos convulsionados que la ciudad sufrió, y decidió salir del convento de señoritas para bajar a la calle; descender de su clase acomodada para ver qué se palpitaba en las angostas calles del barrio de Lapa. “Luz del Fuego es un personaje desclasado. Los arribistas siempre nos atraen por sus peripecias novelescas, pero también son interesantes los “abajistas”; Luz del Fuego, que nace en un entorno privilegiado, en una familia de clase muy pudiente, e influyente en la política de su Estado en Belo Horizonte, es una mujer que voluntariamente rompe con su clase. Una persona que en lugar de aprovechar sus privilegios los vuelve contra la familia.”

Como dice Montes, Dora pasó por los patios traseros de los años dorados de la samba; los teatros de variedades, los prostíbulos, los cines de mala muerte. Frecuentó las salidas de los artistas de los teatros, a los malandras, a la joven comunidad trans, los cuartos de atrás de la imagen tan brillante que Río de Janeiro se encargó de exportar al mundo. Mientras tanto, en la cabeza de Dora crecía la imagen proyectada de un alter ego.

Y había una figura muy popular que rondaba entre los estratos bajos y altos del barrio de Lapa. Una figura que Brasil se encargaría de empaquetar y de exportar como la imagen de lo que es Brasil. Y la joven Dora, como narra Montes en su libro, se encargó de consumir con los ojos cada vez que tuvo la ocasión de verla tanto en la calle, en el teatro, en Carnaval como en el cine. Y esa figura fue la de Carmen Miranda; la gran sambista y actriz de la cultura brasileña, que, penacho de frutas en la cabeza mediante, triunfó en el star system de Hollywood. Como señala Caetano Veloso: Carmen Miranda es tanto un retrato de Brasil como una caricatura. “Me gustaba esa idea de la construcción del mito, de esa leyenda, de un ícono, que es Carmen Miranda; qué fuerzas se ponen en movimientos cuando alguien se lanza a construirse como encarnación de sueños, de regiones enteras del mundo, de un montón de cosas que no pueden salir bien como experimento, pero que al mismo tiempo resultan fascinantes. Carmen Miranda es, incluso hoy, conocidísima. Luz del Fuego, en cambio, es como un reverso oscuro, una anti Carmen Miranda”.

Carmen Miranda tenía una voz notable y un magnetismo ineludible a la hora de enfrentar un primer plano. Dora Vivacqua en cambio no tenía otra cosa que su cuerpo y su energía que crecía como una pira de fuego cada vez que salía a las calles de la ciudad a empaparse de mundo. ¿Y qué mejor lugar para exponer la potencia de un cuerpo que las Escuelas de Samba que se preparaban para el mayor evento del país, el Carnaval? El nombre de Luz del Fuego comenzó a aparecer en las revistas y diarios cariocas de la época a partir del año 1945 y desde entonces, su nombre no dejó de circular, con mayor o menor medida, en la prensa, acompañado de contrariados adjetivos calificativos como “inmoral”, “provocativa”, “existencialista”, “ofídica señora”, “discutida, combativa, aplaudida”, “loca”.

Así fue que Dora Vivacqua tejió sus números de feria para presentarse en público. En 1947, en el Teatro Municipal, bajó de un descapotable con un pelo larguísimo y cuatro mujeres cubiertas por hojas de parra. Ella apareció totalmente desnuda y con decidido gesto de tigresa caminó hacia el interior del teatro del que fue expulsada. Era la primera vez que alguien se atrevía a mostrar un cuerpo desnudo en público. Dora entendió, como señala Montes, “que un cuerpo desnudo sigue siendo algo potencialmente amenazante”. Pero eso no era todo. Su cuerpo, bañado en un aceite exótico, llevaba a rastras una enorme boa que hizo escandalizar a la gente. Durante cinco años consecutivos, Dora no hizo más que llevar a la práctica sus húmedos sueños ofídicos. De a poco, se convirtió en quien siempre había querido ser: Luz del Fuego, un nombre que, según cuenta Montes (aunque los datos, asegura, tampoco son claros) tomó de un perfume que alguien le llevó desde Buenos Aires.

Coronada por grandes serpientes, Luz del Fuego dio espacio a su irreverencia, a mostrar cada vez más su cuerpo desnudo en escena, algo que, como señala Montes, era impensado para la época. Su nombre comenzó a correr por esos patios traseros que antes había frecuentado con mirada ensoñada. El mito de su presencia en las tablas del Carnaval estaba sacando chispa: faltaba muy poco para que se prendiese fuego. Y la ocasión no tardó en llegar. Javier Montes abre su libro con una escena mítica ocurrida en 1952. En una ciudad abatida por los cortes de luz y el calor, mojada por las lluvias torrenciales, embarrada por la mugre de los morros poblados por favelas y caseríos, un barro que al llegar a las calles al borde de la playa se vuelve lodo, apareció en el medio del griterío que expulsa a la gente del Teatro Municipal, en el barrio de Cinelandia, una mujer cuyo cuerpo hizo desbordar las tablas. En ese inframundo de música, alcohol y violencia contenida, Luz del Fuego, que era una celebridad y su nombre circulaba como contraseña de escándalo, sacó dos pistolones y, antes de disparar contra el techo provocando una estampida de gente, gritó: “¡Yo no soy la novia de Brasil! ¡Soy la novia pistolera!”

COMO LA LUZ

Javier Montes vuelve a la comparación con Carmen Miranda: “Luz del Fuego, me da la impresión, por los testimonios que se recogen, y por lo poco que ha quedado de material visual, era uno de esos personajes que se pierden en el carisma que irradia. Así como Carmen Miranda es un animal de pantalla, sobre todo las primeras películas, era una artista seria, que consumía muy bien por grabaciones, Luz del Fuego tenía un carisma que se transmitía, por alguna razón, en directo. A mi eso me gusta. Me gusta esa idea de lo que se despilfarra, arde y se consume.” Luz del Fuego era un personaje de acción. Hoy, dice Montes, la llamaríamos performer, o guerrillera urbana, o artista sin obra. O más bien, una artista que hace de su vida una obra, como Marina Abramovic o Alberto Greco. Una especie de artista total, que construye con su cuerpo y con su vida, una obra, que la enfoca como arte y como representación, pero claro, dice, no estaba exenta de ideas.

Y las ideas proliferaron hasta el día de su asesinato en 1967. Una de ellas fue la de postularse en 1954 como Diputada de un partido creado por ella misma, el Partido Naturista. El programa que presenta es totalmente irrealista para la época, o mejor dicho, algo que la realpolitik no consideraría: promovía la emancipación de la mujer, el divorcio libre, defendía la vida de los artistas, el abaratamiento del costo de vida. La postulación llegó a una candidatura por la presidencia. “Las medidas eran irreales, pero ya el hecho de postularse para entrar en un club eminentemente masculino como lo era la política de la época, y si me apuras, hasta nuestros días, con una propuesta desorbitada y excesiva, como todas sus ideas, constituye un gesto vanguardista muy interesante, porque fundando un partido y creando un movimiento hace carne un lema que hoy está en boga que es lo personal es político.

La aventura política dio como resultado otra idea aún más utópica; la compra de una isla de 8 mil metros cuadrados, en las Bahía Guanabara, en Río. Luz del Fuego fundó ahí lo que sería la primera playa naturista (o nudista) de la historia de Latinoamérica. Pero la playa nudista no era un simple gesto frívolo ni escandaloso (ni un escape insular luego de todos los asaltos y persecuciones legales que tuvo en vida). Era un gesto político. Luz del Fuego creía que la desnudez del cuerpo también podía darse gracias a la desnudez de la mente; por esa razón, no comía carne, luchaba por los derechos de los animales, y tampoco tomaba alcohol, ni fumaba. El mito descontrolado de la Luz del Fuego que desbordaba en el Teatro Municipal de Río durante los Carnavales parecía contrastar con esta otra forma de vivir sacada de las cartas de Séneca. En la entrada de su Isla del Sol, una placa advertía al visitante: “En esta isla está prohibido proferir palabras bajas o realizar actos indecorosos. El nudismo sólo puede ser comprendido por aquellos que posean una mente sana”.

Luz del Fuego, dice Montes, entendió el naturismo no como una herramienta para excitar el deseo – o, aclara, no solamente – sino como un cortocircuito andante. “Es curioso porque el cuerpo desnudo es algo que todos vemos a diario, y si tenemos suerte vemos el de alguien más, pero basta con sacarlo de un contexto muy concreto, basta con trasplantarlo del dormitorio a la calle, para que incluso hoy siga siendo explosivo. Y en ese sentido, Brasil, que es un país carnal, voluptuoso, también es un país en donde el desnudo está muy mal visto.” 

Y así fue percibido a tres años de que los militares se hicieran del poder el 31 de marzo de 1964. El clima social había cambiado, la fiesta carioca parecía acabar. Un barco con dos pescadores encalló en las costas de la Isla del Sol. Pidieron agua y comida a la dueña de casa. Luz del Fuego se subió con ellos al bote, pero un piedrazo en la cabeza le nubló la vista para siempre. Es curioso, su asesinato – la forma de matarla – fue similar a cómo se matan las serpientes: por la cabeza. Los asesinos le abrieron la panza, sacaron las tripas y pusieron piedras dentro, y echaron su cuerpo al mar. Pocas semanas después, los asesinos fueron hallados y procesados no sin antes llevar a la policía para que rastreara el cuerpo mutilado de Luz del Fuego en las profundidades de la costa carioca.

En su libro, Montes se pregunta porqué Luz del Fuego no fue celebrada por la intelectualidad de la época, digamos por un Tom Jobin o un Vinicius De Moraes, y fue recién Rita Lee quien celebró su vida en una canción de 1975. Cuando se le vuelve a formular la pregunta que se plantea en su libro, Montes piensa por unos segundos. “Creo que acá hay una insuficiencia de lenguaje. No había palabras para pensar o describir, o resignificar, como dicen los cursis, lo que Luz del Fuego hacía. Al no haber palabras, directamente no hay ojos para verla. Hay un problema de capacidad descriptiva del lenguaje, pero lo que sería interesante es pensar qué Luces del Fuego actuales hay, y qué está pasando en el mundo en términos de lo que es aceptable, y lo que no. Porque si hay algo que nos dejó Luz del Fuego es una herramienta muy poderosa para pensar aquello que no estamos viendo ahora y que será de vital importancia para la siguiente generación.”