Estimulado por la sentencia incluida en las Sagradas Escrituras, se me afloja el nudo en la garganta y empiezo a destrabar la cabeza congelada desde el mediodía del miércoles. Pero caigo en cuenta de que el que resucitó al tercer día fue Jesucristo. Entonces parece irremediable que D1OS no volverá a arrastrar su chuequera entre los vivos, a arengar a pibes en la Estancia Chica de la que dijo que “lo sacarían muerto”, o a corear desde al banco el “Dale Lobo” que es el santo y seña para todas las batallas, emocionado como si hubiera sido desde siempre uno de los nuestros.

En “Bienvenido a la Manada, Diego”, la nota publicada aquí mismo el 8/9/19, intenté describir lo que significaba en mi vida la llegada de Diego al Club Gimnasia y Esgrima La Plata. Poco más de un año después, mi vida, la de millares de triperos y la de la propia institución nunca volverá ser la misma. Él nos hizo vivir dentro de una fábula intensa y breve, en el centro mismo de un sueño fantástico del que jamás despertaremos.

Ningueneado por la élite de los clubes millonarios del país y por la AFA misma, Maradona deambuló por clubes de los Emiratos Árabes Unidos y de la segunda división mexicana antes de que Gimnasia le ofreciera volver a trabajar en su país. Lo que comenzó como una tibia fake news, fue tomando cuerpo hasta convertirse en una realidad arrolladora que trastocó el ritmo de toda La Plata. La llegada de Maradona a la ciudad conmovió sus cimientos y dejó perplejos a los vecinos de la otra vereda.

No tiene sentido alguno, ahora, analizar si la decisión del presidente Gabriel Pellegrino fue oportunista y marketinera, motivada en el intento por enderezar el curso de su errática gestión. Protegido tras la armadura de Diego, el titular tripero fue y vino en sus decisiones de permanecer al frente del club. Pero será su decisión de traerlo a casa lo que debamos agradecerle para siempre.

El flechazo entre Maradona y el Lobo fue instantáneo, sincero y recíproco. Verlo cada día uniformado con nuestros colores, con el escudo pegado a su pecho, se nos hizo imagen potente y cotidiana sea que Diego estuviera al frente de un entrenamiento, dando una entrevista o pasando las horas en cualquiera de las casas que habitó desde que se hizo gimnasista. D1OS eligió todo este tiempo vestirse de Lobo, y nosotros emocionarnos al verlo en cada foto, cada flash televisivo, sonriendo acunado por nuestro hermoso escudo. Hasta hay quien dice que en su lecho de muerte, Diego vistió un pantaloncito tripero.


Esos retratos lo muestran feliz en cada práctica, en cada cancha que visitó, en cada homenaje recibido, envuelto en los mimos de todas las hinchadas. Y esos instantes de felicidad plena, natural y auténtica fueron posibles por la generosidad de Gimnasia, la banda soporte de la gira triunfal de despedida del ídolo inmortal.

Los opinators de turno gritan que Diego murió solo y triste, encerrado en una sombría depresión. Pero mientras pudo contagiar entusiasmo en los entrenamientos y recorrer campos de juego por toda la Argentina, Diego los regó de un plácido bienestar, recibiendo y dando cariño sincero.

La pandemia interrumpió ese viaje apacible, y de algún modo selló el comienzo del fin, ese que se nos reveló brutal el día de su cumpleaños 60, cuando los intereses comerciales de una AFA desalmada y un entorno voraz lo obligaron a arrastrarse por el pasto de 60 y 118 que meses atrás lo había revitalizado.

Diré algo quizás políticamente incorrecto: al conocer su muerte y en las horas posteriores, lloré más que en la partida de mis propios padres. Y no por el final de la vida del futbolista más maravilloso que viera danzar sobre un campo de juego, sino por la pérdida del Maradona humano, comprometido siempre con sus orígenes, ese que nunca se hizo el distraído a la hora de defender causas justas y enfrentar a todos los rostros del poder.

“Gimnasia me robó el corazón”, dijo en una entrevista en abril, y en uno de los videos con que el club lo despidió, retumban sentidas sus palabras: “Lo primero que encontré fue la gente de Gimnasia que me mima, que me demuestra cosas, que mira hacia el futuro y a mí me encanta eso. Por eso soy un tipo feliz, y yo sé que mi mamá está feliz y eso es lo que me empuja”.

En aquella nota del año pasado, escribía que “me faltaba la foto con el Diego del Pueblo”. La pucha, no me alcanzó el tiempo para tomármela y ya no la tendré. También decía que “desde hace años vengo pensando en cómo será el día en que el inmortal 10 deje este mundo –al fin de cuentas, nadie escapa a ese destino–; me imagino en ese multitudinario y desgarrador sepelio, y me veo transformado en una hilacha humana teñida de dolor y agradecimiento eterno”.

Así me sentí en la tarde del miércoles cuando fui al Sagrado Templo del Bosque a fundir mi dolor con el otros cientos. Y ni que hablar el jueves, en la extensa fila de dolientes sobre Bernardo de Irigoyen, bajo un sol abrasador y reprimido por las balas de goma y los gases lacrimógenos de una administración que, con el ropaje macrista o larretista, sólo es capaz de expresar desprecio ante cualquier expresión popular. Creía que ya había visto todo de parte de esos tipos, pero me no: me faltaba la bestial agresión a un pueblo que sólo quería velar a su hijo más amado.

En estas horas he escuchado y leído conceptos aislados de colegas respecto a que el fútbol argentino le debe un reconocimiento al Lobo platense. Lamento disentir. Creo que el mundo entero le debe a Gimnasia la posibilidad de que desde cualquier rincón del planeta pudiera verse a un Diego radiante y gozoso despidiéndose de las canchas, del olor a pasto que fue su cuna y trampolín hacia una vida exuberante y caótica, pero que eligió transitar con la coherencia de los que tienen conciencia de clase.

Si es tu deseo, descansá en paz, Pelusa. Y si desde tu lejana estrella tenés ganas de seguir alborotando a este mundo en el que siempre perdemos los mismos, seguí pegándole de zurda. Los triperos te regalamos amor, y vos el privilegio de elegirnos para tu despedida.    

(*) Periodista y tripero.