El léxico político occidental nos dejó uno de los términos más complejos que, sí o sí, requiere de una mirada histórica para entender, en cada época, qué significo. Ese término es el de “socialismo”. Podemos pensarlo como un “socialismo utópico” que identifica a las producciones de Charles Fourier, Robert Owen o Saint-Simon, pensadores que criticaban la industrialización y proponían formas de agrupación por fuera del orden sociopolítico que empezaba a definirse en Europa entre finales del siglo XVIII y las primeras décadas del siglo XIX; o podemos hablar de “socialismo científico” a partir del descubrimiento que lleva adelante Marx con su noción de “plusvalía” y de materialismo histórico como conceptos que explican el desarrollo mismo de la historia y el inevitable fin de la propiedad privada. Y, aún así, nos quedamos cortos. Especialistas posteriores, en diversos momentos, trataron de recoger las derivas semánticas del término, mejor, los puntos de tensión que había puesto en evidencia una sola palabra dentro de todo el espectro intelectual del mundo. André Lalande, en 1927, en su Vocabulario técnico y crítico de la filosofía, recoge diferentes usos del término, pensando al socialismo como una doctrina que discute con la idea del libre juego individualista en la sociedad y propone un nuevo orden más equitativo que busca lo mejor para la mayoría, generando condiciones “más favorables para el completo desarrollo de la persona humana”. De ahí, los adjetivos de “socialismo”: mutualista, cooperativista, municipalista, asociacionista, comunista, de Estado, democrático, aristocrático, reformista, evolucionista, experimental, de cátedra. Y la lista sigue.

Luego del impresionante trabajo El socialismo romántico en el Río de la Plata (1837-1852), Horacio Tarcus, profesor, investigador y uno de los fundadores del CEDINCI (Centro de Documentación e Investigación de la Cultura de Izquierdas), continúa su estudio sobre el desarrollo del pensamiento socialista en el país y sus diversas aristas en dos tomos titulados Los exiliados románticos. Socialistas y masones en la formación de la Argentina moderna (1853-1880), libros que se concentran en cuatro figuras claves que nuestra historiografía (todavía liberal) pone en un segundo o hasta tercer lugar. Y cuya trascendencia en la conformación de nuestro país en el ajetreado siglo XIX recién a partir de estos textos podemos empezar a medir. Hablamos del chileno Francisco Bilbao, del francés Alejo Peyret y de los españoles Bartolomé Victory y Suárez y Serafín Álvarez. Cuatro nombres que surgen en el entramado de nuestra historia cuando peinamos la bestia liberal conservadora como quería Walter Benjamin en su Tesis de filosofía de la historia: esto es, a contrapelo.

“En realidad, El socialismo romántico en el Río de la Plata y Los exiliados románticos eran en un principio una y la misma obra”, comenta Tarcus en relación al ciclo que se cierra, al menos, en apariencia, con estos dos últimos trabajos publicados por el FCE. “Cuando en 1998 presenté mi proyecto de tesis de doctorado sobre la recepción argentina de Marx, incluí algo así como los prolegómenos a esa historia, que era la recepción de los socialistas saint-simonianos en nuestro país. Lo que pasó es que este momento preliminar fue ganando espesor y peso propio a medida que avanzaba en la investigación. En determinado momento entendí que el modelo engelsiano de socialismo utópico vs. socialismo científico, podía ser un obstáculo para pensar el socialismo romántico, que tuvo mucho de utópico pero también fue político. En mi proyecto inicial, Bilbao, Victory y Suárez, Peyret, Serafín Álvarez eran un mero prolegómeno, o si querés el eslabón perdido entre el socialismo romántico que esbozaron Echeverría, Alberdi y Sarmiento en 1837, y el socialismo moderno, que nace con Juan B. Justo, José Ingenieros y Alfredo Palacios en la década de 1890. Pero fueron mucho más también. De modo que en cierto momento de la investigación comprendí que estas figuras tenían que ser tratadas en su especificidad, como parte de un momento intenso de la organización del Estado y la Nación argentina, donde se cruzaban las redes masónicas con ese socialismo que había estallado en toda Europa en las revoluciones de 1848, y donde una verdadera pléyade de educadores, periodistas, geógrafos, agrimensores, apostaron por realizar en América Latina la República social, moderna, laica, igualitaria, democrática y libre que acababa de fracasar en Europa”.

LAS VENAS ABIERTAS DE AMÉRICA LATINA

De los cuatro nombres, el que abre el primer libro y también presenta el panorama más interesante para nuestra propia historiografía es el de Francisco Bilbao (Santiago de Chile, 1823 – Buenos Aires, 1865). Bilbao representa al profeta romántico característico de las primeras décadas del siglo XIX: sus ideas iban en contra del catolicismo y de toda forma jerárquica e instituida de religión, pero entendía que había una conexión posible entre el Ser Supremo y el pueblo, una especie de discurso anticlerical que lo llevaría a diversos encontronazos con las principales figuras políticas de su Chile natal. Cercano a Sarmiento (exiliado en el país vecino), lector del abate Lamennais vía el pensador peruano, también exiliado en Chile, Pascual Cuevas, Bilbao publica en las páginas de la revista El Crepúsculo el ensayo “Sociabilidad chilena”, un texto que lo catapultaría a una fama revolucionaria a través de una serie de propuestas no desprovistas de la característica retórica romántica. Entre los puntos más destacables, insistía en retomar el rumbo de la Revolución Americana, que consideraba perdido, a través de una serie de nociones que incluían la emancipación de la mujer, la eliminación de la oligárquica Cámara de Senadores y una suerte de democracia directa apoyada en una auténtica transformación del pueblo, el cual debía acceder a la misma educación que la de las clases privilegiadas, así como a cierto modo de propiedad privada. Esto es, una repartición más racional y equitativa de los bienes.

El escándalo no tardaría en despertarse. Inmediatamente, diversos sectores de la política chilena se pronunciaron en contra de las “trasnochadas” ideas del romántico Bilbao, que incluso fue vilipendiado por los exiliados argentinos que antes compartían algunas ideas con él, como el ya citado Sarmiento, Vicente F. López o Félix Frías. Luego de un juicio por “blasfemia, inmoralidad y sedición”, Bilbao tuvo que escapar de su país en 1844 para llegar ni más ni menos que a Francia. Allí, asistió a las clases de Michelet y Quinet las cuales, más que un espacio estrictamente académico, eran tribunas públicas donde se discutía con el gobierno de Luis Felipe. El clima no podía ser sino el mejor para el temprano espíritu revolucionario de Bilbao: si ya se había convertido en una figura controvertida en Chile por sus ideas, no haría otra cosa que profundizarlas en los años previos a la Revolución del 48, y claramente las vio encarnarse en las jornadas de febrero, en donde peleó en las barricadas junto a su maestro y también amigo Edgar Quinet. Vuelve a Chile en 1850, pero pronto tiene que refugiarse en Perú por una nueva serie de choques con el ambiente político de su país, dividido por las elecciones presidenciales que debían elegir al sucesor de Manuel Bulnes. Realiza un segundo viaje a Francia, pero se encuentra con el peor panorama: el clima de cambio social del 48 está totalmente sepultado, y lo que ve en las calles es el conservadurismo del Segundo Imperio. En ese ambiente de derrota, Bilbao va a acuñar un término que quedará por siempre en la historia, en una conferencia que dicta en París el 24 de junio de 1856: el de América Latina. En oposición a lo que llama la “América Sajona” (la cual también mostraba un progresivo fracaso de su espíritu democrático), Bilbao reclama por un sueño que todavía hoy nos queda cumplir: la auténtica unión de todos los latinoamericanos (así nos bautiza) en pos de una verdadera emancipación de la humanidad, retomando aquello que en Europa había quedado como un proyecto sin cumplir.

Bilbao vuelve a Sudamérica, pero esta vez se instala en Buenos Aires, en donde desarrollará sus textos maduros y entrará en varias polémicas con viejos enemigos: otra vez, Sarmiento, pero ahora, también acompañado por Mitre en su calificación de Bilbao como un joven que no se dio cuenta de que la “política real” reclamaba abandonar la aventura socialista. El chileno entiende que la Argentina en formación luego de la Batalla de Caseros de 1852 tiene que hacer un esfuerzo por lograr la unidad real y superar una orientación conservadora que vuelva a dejar en suspenso el proyecto revolucionario de 1810. Todas estas idas y vueltas tienen lugar en diversos periódicos: en El Orden, de parte de Bilbao, y en El Nacional (dirigido por Dalmasio Vélez Sarsfield), por parte de Sarmiento. El sanjuanino llegó a responder, chicaneando, como era su costumbre, el plan de democracia directa cada vez más contundente del romántico chileno: “Déjese de zonceras… Hable derecho argentino. El pueblo elige sus representantes, este es su único acto de soberanía directa”.

Hasta tal punto estaba comprometido Bilbao en la unificación nacional que, luego de abandonar la redacción de El Orden, comienza a escribir en el diario el Nacional Argentino, órgano de prensa que respondía a los intereses de la Confederación de Urquiza. Veía en la posibilidad de que Buenos Aires se reúna con el resto del país ya organizado un momento dentro del proyecto mayor de unidad del continente, de la América Latina. Su sueño se cumplió luego de la Batalla de Cepeda, pero, para lamento de Bilbao, el desarrollo del proyecto nacional no fue bajo el signo federal urquicista, sino bajo el proyecto conservador mitrista. Muere, romántico y desesperado como era, tuberculoso, en 1865, luego de contraer la enfermedad por salvar a una mujer de ahogarse.

EL PASADO ES DE LUCHA, EL FUTURO ES NUESTRO

Los exiliados románticos de Tarcus, además de las formas socialistas de Bilbao, reúne proyectos más concretos que abonaron, literalmente, el desarrollo de la Argentina contemporánea. Así lo demuestra la propia historia de Alejo Peyret (Serres Castet, Francia, 1826 – Buenos Aires, 1902), quien abre el segundo tomo, con un desarrollo del pensamiento económico afincado en la lectura de la obra de Pierre-Joseph Proudhon. Peyret, por mandato de Urquiza, es el primer administrador de la Colonia San José, un plan de vivienda armado para recibir a colonos de los cantones de Valais y de Berna en Suiza, de la zona de la Alta Saboya en Francia y algunos pocos alemanes. En 1857, 104 familias de extranjeros europeos habían llegado a Corrientes, traídos por un contrato firmado en 1853 entre el emprendedor inglés John Lelong con el entonces gobernador de la provincia, Juan Pujol. Como el contrato se consideraba vencido, Pujol le señaló al entonces presidente Urquiza que no tenía los fondos como para hacerse cargo de los colonos. Por intermediación del agente inmigratorio Charles Beck, Urquiza decide darles espacio dentro de territorios entrerrianos de su propiedad: se funda así la Colonia San José. Peyret se encarga de asegurar las tareas de agrimensura para, luego, repartir 160 lotes de manera igualitaria entre los recién llegados. Luego, comienza un lento proceso de plantación de maíz, papa, batata, porotos, cebolla, junto con la correspondiente modernización de las técnicas de cultivo a través de máquinas para trillar y segar que mandó a traer de Montevideo. Peyret logró lo imposible, de la mano de Urquiza: un lugar dentro del país en donde se llevaba a la realidad el sueño de integración, con artesanos que provenían de diferentes culturas y religiones unidos en el desarrollo comunitario agrícola. No exento de conflictos en los que Peyret funcionó como mediador, muy pronto la Colonia San José era una utopía realizada fruto de aquello que el socialismo de la época promulgaba como principio: la igualdad de las personas en tanto trabajadores, sobre todo, de la tierra.

Bartolomé Victory y Suárez y Serafín Álvarez, los dos nacidos en España de esta historia, tuvieron un rol determinante en el desarrollo de las ideas socialistas del período de mitad del siglo XIX hasta finales de esa época. Victory y Suárez, tipógrafo, se encargó de promover el mutualismo en el territorio, fuertemente apoyado en el lugar entre la intelectualidad y el rol de obrero que ese oficio suponía. Asumió la dirección del periódico El Artesano en su número 8, de abril de 1863, desde donde dirigió un proyecto cultural pensado para los trabajadores, proponiendo asociaciones del más diverso tipo y estableciendo la necesidad de democratizar la República. En su léxico, “democratizar” era sumar, a la conquista del voto, la presencia de derechos como la instrucción pública, laica y gratuita; el derecho a una pensión por ancianidad o invalidez; el derecho a una justicia gratuita y hasta el derecho a una industria protegida. Se reconocía como un socialista democrático, y su intento de formar asociaciones que se apoyaran en la importancia del trabajo agrícola como modelo del accionar legítimo del hombre sobre el mundo llega hasta el punto de dirigir una asociación de carácter progresista que, luego de algunos años, terminaría convirtiéndose en sinónimo del control de los terratenientes sobre la producción nacional y hasta sobre la política. Durante sus seis primeros años, Bartolomé Victory y Suárez fue gerente de la Sociedad Rural Argentina, fundada en 1866 con el objetivo de modernizar la agricultura nacional y promover el desarrollo social e incluso intelectual de los trabajadores del campo.

Serafín Álvarez es el último exponente del socialismo romántico. Como señala Tarcus, llegó tarde al apogeo de esta línea de pensamiento, y demasiado temprano al desarrollo del socialismo científico de 1890. En uno de sus principales trabajos, El credo de una religión nueva (fechado en Madrid en 1873), entiende que la emancipación de la humanidad, aunque difícil, resultaba inevitable, y que el asociacionismo era una forma humana de seguir con el curso natural de la vida en el Universo. Allí escribió: “la fuerza vital del ser se llama atracción. La atracción de los astros se llama gravitación, en los cuerpos cohesión, en la inteligencia, lógica, entre los individuos, amor”. El socialismo que defendía era una continuación racional de algo que ya se percibía en el contexto: superar el individualismo era obra de la aplicación de la razón. Es por eso que, sumado a su rol periodístico, Serafín Álvarez termino llevando adelante una carrera dentro del Poder Judicial, ingresando como juez de Primera Instancia en lo Civil y Comercial en Santa Fe, de la mano del gobernador José Gálvez. Su relación con figuras como José Ingenieros y Juan B. Justo marca el declive de este modelo de socialismo: ellos lo citan como un antecedente del moderno Partido Socialista Argentino, pero ven con reparos algunas de sus propuestas. Y es hasta el día de hoy que el nombre de Serafín Álvarez queda perdido, siendo un claro antecedente del pensamiento socialista nacional que tomará forma en el joven siglo XX.

FRANCISCO BILBAO POR H. MEYER, 1856

En los dos tomos de Los exiliados románticos, Tarcus cierra su investigación sobre el siglo XIX para mostrar, a través de la recuperación de cuatro figuras, por un lado, las operaciones de la historiografía argentina, o latinoamericana, en general, que sepulta en el olvido el accionar de algunos nombres claves para entender la conformación de las ideas socialistas (o ideas en general, sin ningún adjetivo) en el territorio. De allí el esfuerzo para entender a qué se refería el término “socialismo” en diversos momentos del 1800, y la manera en la cual esa palabra se vinculaba a otras operaciones sociales y políticas del más diverso tipo, algo que queda en evidencia en el notable epílogo del tomo 2. Por otro lado, es también un intento de ahondar en la noción de “socialismo romántico” para entender que hay un más allá del socialismo científico, un más allá que en realidad forma la misma médula de la cual emerge el pensamiento comunista del siglo XX. Lo cual permite releer la supuesta crisis de esta orientación a finales del siglo pasado no como una derrota de sus postulados, sino como un momento más en la transformación de una corriente global que discute los méritos del libre mercado, de la concentración de la riqueza y de la explotación de la mayoría por ese temible 1% de la población mundial dueña de una absurda cantidad de dinero y bienes. Tarcus, en definitiva, lleva adelante una labor que se mezcla, en partes, con la filología, o con la idea de arqueología de Michel Foucault, o con la noción misma de crítica levantada por el mismo Marx: las palabras no son términos inocentes, sino que esconden tensiones internas que es necesario repasar históricamente en pos de cambiar, de una vez y para mejor, el mundo.