Consumación o consumo es la única opción,
Para todo el que pudo soportar la conexión.
Consumación o consumo, pero nunca sensación eléctrica
con su mayor tensión.

(Richard Coleman, 1986)

Se hace difícil empezar a cerrar el año (¿cerrar? ¿Acaso se cierra algo el 31 de diciembre?) sin una imagen recurrente dando vueltas en el marulo: una pantalla que brilla en la oscuridad. Nada de lo que vivimos desde marzo entró en los planes de nadie. Ninguna premisa de brindis de Año Nuevo 2020 podía predecir el Año Perdido. Ni el sueño más delirante preveía esta pantalla del mundo nuevo.

A esta altura es casi una obviedad señalar que, entre las muchas catástrofes provocadas por el coronavirus en la Argentina, la cultura sufrió un golpe de nocaut, y todavía está en la lona. No significa que no vaya a levantarse. Siempre hay una posible revancha,  este país tiene experiencia en eso de salir de pozos insondables. Y la cultura argentina ha hecho suficientes demostraciones de potencia como para sostener esperanzas. Las salas estuvieron cerradas casi todo el año, la creación no va a detenerse. Ese sería el verdadero final.

2020, el año de la pandemia, deja tal montaña de deformidades que el recuento abruma. Y destaca una paradoja, la que tiene que ver con el contacto. Eso que quedó vedado en las primeras líneas de todo protocolo sanitario, eso que con el correr de los meses se convirtió ya en necesidad física y aún así hay que seguir aguantando, bancando, porque ante todo está cuidar la vida propia y de los otros. Pero al mismo tiempo nunca existió tanto contacto del otro, del virtual: cuando comenzó la etapa más rígida de la cuarentena, la conexión por vía digital se convirtió en casi lo único posible. Si ya vivíamos hiperinformados y estimulados, la pandemia nos convirtió en animales exclusivamente digitales.

Y con eso, claro, vino la exposición a un cúmulo de informaciones, imágenes, sonidos, que abarcaron todo el abanico, del entretenimiento a la opereta política, pasando por toda actividad de la suspendida vida real que se pudiera resolver por medio del sucedáneo virtual. Viéndonos solo la mitad del rostro, anduvimos además con los ojos clavados en pantallas. En contacto. Perdiendo el contacto.

La pandemia macrista, con su megaendeudamiento y fuga de divisas, sus políticas devastadoras, su desprecio por la salud, la educación y la industria argentina, el bien común, había dejado un país ruinoso. La pandemia del coronavirus vino a dinamitar las esperanzas de reconstrucción expresadas por Alberto Fernández en su plataforma y su discurso de asunción. Los trabajadores de la cultura –entendiendo por ese colectivo a creadores, artistas y miles de laburantes de rubros técnicos y de servicios- debieron lidiar con la persiana cerrada por un virus que no negocia. La asistencia del Estado no fue suficiente. Ni hablar de la ausencia en el alma del alimento artístico de las ceremonias en vivo.

¿Sirve un streaming para recapturar algo de esa emoción? Las experiencias fueron diversas, buscaron diferentes maneras, pasaron de los primeros lives artesanales de Instagram a instancias más profesionalizadas, pero a las que no todos pueden acceder. Las pantallas nos ofrecieron recordatorios de lo que es el teatro, la danza, el baile, la música, la sala de cine, el circo; fueron un soplo de ánimo en un ambiente gris, pero también eso: un recordatorio de tiempos en los que quizá no sabíamos que éramos tan felices. A pesar de todo.

Hablando de recordatorios, lo sucedido este año debería reforzar la apreciación de valor de la cultura. Sí, es cierto que hay problemas más acuciantes en un país que, gracias a la doble pandemia, llegó a los niveles de pobreza que hoy exhibe. Pero en la escala de prioridades no debería ser ninguneada. El Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires no pareció tomar nota: en una continuidad de las políticas impulsadas desde la primera gestión de Mauricio Macri, abundaron los mensajes alentadores y sentidos en posters coloridos, pero la billetera se cerró rápidamente y hubo una negativa rotunda a declarar una emergencia cultural evidente. No hay cifra precisa de los espacios perdidos –la marea aún no bajó-, pero el daño será difícil de remontar. Y el mismo Gobierno citadino utiliza ahora la corrección de un injusto reparto de dinero para impulsar recortes de presupuesto (que nunca alcanzan a la sobredimensionada Justicia porteña o la pauta propagandística en medios). No se le puede pedir mucho a quienes celebran que un tribunal porteño certifique eso de que a la escuela pública “se cae” y dictamine que solo los pobres pueden reclamar un lugar allí.

Entre esos pequeños oasis de cultura transmitida de modo virtual, las omnipresentes pantallas fueron renovado foco de emisión de falsedades malintencionadas. Las fake news no son un invento reciente, pero la obligación de conectar con el mundo a través de los aparatos las llevó al paroxismo. Hubo demasiados temas que agitaron el avispero, muchos relacionados con la pandemia pero otros de larga data, como el debate alrededor de la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo y la de los Mil Días. En más de un caso hubo que sobreponerse a la sensación de asco; muchos hicieron catarsis multiplicando en más plataformas virtuales su rechazo al cinismo con el que se expresan ex funcionarios -y voceadores- macristas que voltearon el Ministerio de Salud, que dejaron vencer millones de vacunas, que persiguieron, espiaron y metieron en cana con procesos espurios a rivales políticos, que diseñaron un esquema de fuga de miles de millones de dólares. El Año de la Pandemia nos obligó a pegarnos a las pantallas, y las pantallas fueron más tóxicas que nunca. El énfasis con el que algunos comunicadores militan su entusiasmo porque el Gobierno nacional fracase en salvar la vida de millones de argentinos da cuenta de su moralidad.

Así, entre una realidad horrorosa y lecturas recortadas para llevar agua al propio molino, el público buscó algo de refugio en la ficción. La mayor tensión pasó por la guerra de plataformas de streaming, estimulada por la multiplicación de usuarios. La “conversación” pública alrededor de las series, siempre intensa, se retroalimentó por la cantidad de horas consumidas, dando protagonismo periódico a títulos que coparon la atención un par de semanas hasta que asomara el siguiente. La "vieja" televisión -lo viejo es el modo de consumo-, en el punto más bajo de producción local y no solo por la pandemia, fue quedando cada vez más relegada en el discurso, salvo cuando ocupó el aire el programa de cocina con famosos. En ese fárrago de preferencias y discusiones –la más reciente y quizás más encendida, la que apunta a la producción de Netflix sobre el rock latinoamericano- apenas pudo asomar la desesperante situación de la industria editorial argentina, no hace tanto pujante y hoy acosada por la concentración, el costo de los insumos dolarizados, las librerías mucho tiempo limitadas a solo delivery, la profundizada falta de guita del público consumidor. A les artistas independientes de toda disciplina les gustaría participar de esas discusiones, si no fuera porque no tienen un mango para pagar la luz.

El año de la pandemia termina con la certeza de que todo es además una convención, que 2021 no será precisamente un paseo por el campo. El relajamiento que pudo verse en las calles en los últimos dos meses estimula el temor de que más temprano que tarde una segunda oleada de contagios lleve a otro confinamiento. Sería una nueva prueba para la legendaria resiliencia argentina. Nadie se anima a contemplar la posibilidad de otra temporada de pantallas que brillan en la oscuridad. En contacto. Sin contacto.