Michel Pastoureau tiene fans declarados, y muy eclécticos. Historiador parisino, especialista en la historia cultural del medioevo, logró trascender el ámbito académico al escribir sobre la naturaleza de los colores, al comienzo, y luego, sobre el devenir de los animales y de los vegetales en el imaginario europeo. En español, se consiguen los dos Pastoureau. Una historia simbólica sobre la edad media, publicado por la Editorial Katz, es su tesis de doctorado como medievalista. Mientras que Breve Historia de los Colores (Paidos), El oso: historia de un rey destronado (Paidos) y Diccionario de los colores (Paidos), entre una obra que alcanza la treintena de títulos, nos acerca a su intenciones de divulgador histórico, y a su enorme abanico de intereses.

Hace unos años, la editorial periférica publicó Los colores de mis recuerdos. Pastoureau allí hacía gala de su erudición sin encorsetamientos genéricos. Mezclaba recuerdos personales con semblanzas y anotaciones históricas, sobre los colores y su cambios culturales en la moda, el diseño y el consumo de las épocas. Pastoureau le dio rienda suelta también a su estilo, entre cómico y melancólico, con un dejo de autoanálisis y repaso de los traumas de infancia. Un cruce que podríamos plantear entre Edad de hombre de Michel Leiris y las historietas de Tintín.

Periférica vuelve a publicarlo. Ahora es el turno de Animales Célebres. Una galería de semblanzas de animales que van desde el caballo de Troya hasta la reciente Oveja Dolly. Hace tiempo que Pastoureau se ha desprendido de la lógica dogmática del ensayo académico, y en este libro se respira la libertad del anterior, aunque ha mantenido una estructura rigurosa para desarrollar su corpus; reseñas más o menos largas, compuestas entre dos o tres partes, con una exposición literaria de los hechos, de las creencias, de las tradiciones relacionadas con el animal, y un comentario histórico que intenta captar la esencia de su complejidad y su problemática al calor de los procesos. Es un viaje cronológico y ameno, desde la antigüedad, pasando por la Edad Media y la Edad Moderna hasta el fin del siglo pasado. Aunque su oficio como medievalista lo haya empujado, dice en el prólogo, a priorizar el segundo período por sobre el resto, o bien, a tomarlo como punto de referencia. Así, analiza el Monstruo del Lago Ness como un posible desprendimiento de la herencia imaginaria en relación a los dragones.

Mal que le pese a los historiadores, que han relegado la historia animal a simples recuadros o notas al pie cómicas, Pastoreau reflexiona sobre el lugar central de los animales y la cultura occidental. Repasa el imaginario cristiano en el Arca de Noé y la visión que se tuvo sobre la serpiente en el Jardín del Edén y su lugar sustancial como antagonista en el Pecado Original. La elegancia y majestuosidad que tenían los caballos para los griegos y el papel fundamental que tuvieron en la guerra con Troya. La figura diabólica de las ballenas para los cristianos y su metáfora de superación personal. El lugar protagónico que tuvieron los cerdos en la edad media (echa mano a su anécdota favorita, la cerda de Falaise que en 1386 “asesinó” a un bebé en el municipio de Normandía, fue arrestada y juzgada con una careta de ser humano, y fue incinerada frente a un grupo de cerdas y de cerdos para pregonar con el ejemplo). La diferencia que hubo en la realeza francesa entre la caza de ciervos, considerada menor por perezosa, y la caza de cerdos salvajes, mucho mejor rankeada entre los nobles y reyes. La domesticación de los gatos durante el Renacimiento, que pasaron de ser animales diabólicos, asociados con la noche y la lujuria, a mimados felinos dotados de un extraordinario sentido para cazar ratas apestadas y apestosas.

Si bien Pastoureau señala en su introducción que intentó no atiborrar su libro con animales de los últimos dos siglos, sobre todo el XX, es difícil no sentir cierta atracción conforme se llega hasta el final con los animales que describe y que resultan más cercanos. Desde las famosas abejas de Napoleon, los elefantes traídos desde la India como intercambios de regalos (uno podría decir, un pequeño gran souvenir) y la jirafa de Carlos X, que viajó con escasa suerte desde Egipto hasta Inglaterra, como el Osito Teddy de peluche (inspirado, según cuenta la leyenda, en un oso bebé salvado por el presidente Roosvelt), la mistificación de la perra Laika (la primera en mirar el mundo desde el espacio), los cerdos que hacen fuerte y grande a Obelix, el perro Milú y su relación con la alta sociedad belga, y la caída en popularidad de Mickey Mouse frente al politizado Pato Donald.

En ese sentido es interesante el arco que plantea Pastoureau en su libro. Si en la edad antigua se basa en referencias y representaciones literarias, bíblicas y pictóricas de animales, durante la Edad Media y Moderna se da un encuentro y un choque entre los seres humanos y los animales, creando un efecto de fascinación, rechazo o curiosidad, para luego, en el siglo XX, analizar a los animales en función de la representación hecha por la cultura popular, como las historietas y los dibujos animados. Para Pastoureau, tomando la línea de Carlo Ginzburg en su libro El hilo y las huellas, la imaginación forma parte de los hechos que todo historiador debe contemplar cuando analiza un proceso histórico. Resulta difícil, cuando menos imposible, discernir entre fantasía y realidad; la ficción está tan intrincada en el pasado que debe leerse como un hecho y no separada. “Para el historiador, como para el etnólogo, el sociólogo y el psicólogo, lo imaginario no es de ningún modo lo opuesto a la realidad. Forma parte de ella. Si un investigador estudia una sociedad determinada y deja de lado -¡en nombre de la ciencia!- todo lo que pertenece a la esfera imaginaria, mutila totalmente sus investigaciones y su análisis, y no podrá comprender nada de dicha sociedad. Lo imaginario es una realidad y debe ser estudiada como tal”.