La casa se armaba en el sueño con una fidelidad que iba a ser puesta en tela de juicio en la vigilia, cuando ya no todas las imágenes resistieran a la luz del día. Fiat lux, exclamación triunfal y paradójica que condena a bajar los pies, apoyarlos al borde de la cama y practicar el futuro, en el que viene inscripta la caducidad de todas las cosas.

Hace mucho tiempo, una anciana que tenía “visiones” había descripto la casa --que no conocía, por supuesto-- con asombrosa precisión: allí, contra la pared del pasillo, la máquina de coser; en el comedor, la gran mesa con tapa de fórmica; en la sala, los muebles tipo escandinavos, tan característicos de los años sesenta y el detalle de un florero de cristal tallado a mano, con las flores que le gustaban a mi madre. 

¡Imposible! decían en mi familia, mientras la viejita recuperaba el aliento y parecía salir del trance, regresar desde ese pasado (no sé si es válido hablar de espacio y tiempo) que tan bien había descripto. Con sus bendiciones y sus males, entre éstos, un cantero de cemento en un rincón del patio cuya tierra contenía alguna cosa extraña y una ventana baja de estilo colonial, en la que alguien insistía en colocar residuos negativos (no sé cómo llamarles sin apelar a lo que en lengua guaraní se dice payé).

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Aquella visión revivía el universo que empezaba a dejar atrás. Los aromas de la cocina nutrida por el recetario Royal (el bizcochuelo horneado los sábados por la tarde) o el libro de doña Petrona C. de Gandulfo, la música del tocadiscos Wincofon y hasta los silencios de techos altos moderando los veranos. La casa fue, en ocasiones, el escenario de relatos que escribí con sus contextos: la vecina italiana, mofletuda y exuberante, que me besaba dejando sus marcas de carmín, los chicos jugando a las escondidas en la vereda o en la plaza. No por nada aparece en los sueños, físicamente, para dejarme extraviado entre dos planos, adherido a los enigmas de la niñez en los tiempos de secreto, de incursiones veladas (los años de la dictadura) en la noche temeraria de una ciudad que se fue desvaneciendo, transformándose en bruma, en límite y marginalidad, en pobreza.

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Por alguna razón más cercana a la frustración que a los planes, quise tomar un descanso. La literatura suele ser agobio. Cosido a rechazos, el escritor da golpes a tientas, pinceladas rabiosas en el borde de la incertidumbre pretenden dar forma a un deseo que se sabe imposible, como bien escribió Blanchot. 

Abandonado, errante, como un vagabundo, me crucé con un libro de Alessandro Baricco. Una página donde se habla de Dickens, de lo mal que escribía Dickens y de lo muy envidiable que es, a pesar de ello, su literatura. Cita un azaroso prólogo de Orwell sobre el andar poco “jugado” de la escritura de este clásico. Baricco, un surfer cuando aborda la crítica con teorías un poco antipáticas, pero al menos me sirvió para detenerme en una línea que cataloga a las novelas de Dickens como un solo corpus, siempre el mismo libro, indiscernible, acaso repetitivo.

Esa idea me llevó a Modiano, a la colección de recuerdos y reposiciones al estilo de Proust, un modo de rehacer el tiempo, de reconciliarlo con la memoria que agita la angustia; y también a Eduardo Halfon, esos textos que figuran la persecución obsesiva de alguna salvación, que miran al pasado mientras corren de un lugar a otro sin parar nunca en ningún sitio. Leí Monasterio (Halfon) y Tan buenos chicos (Modiano) y sentí que mordía la manzana otra vez, que me dejaba llevar por el encanto del lenguaje en el Tiempo.

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Me dolía un poco que tanto solaz (estar a gusto, solos, o bien en la llamada “burbuja”) surgiera a expensas de una crisis. Palpable acá no más, en la provincia de Buenos Aires, donde la pandemia ha sido devastadora. No conozco las cifras, pero se notan las pérdidas: falta de trabajo, cierre de locales, ausencias, muy a pesar de la presencia del Estado. Me dolía que, de algún modo y gracias a ese Mal, pudiéramos disfrutar en forma exclusiva del espacio urbano. Entonces hice lo de siempre: fui hasta la casa, la que se arma en los sueños, la que me obsesiona.

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Me acordé de una deliciosa nota que se incluye en el libro Gente con Swing II de Horacio Vargas. La nota de Joaquín Sánchez Marino es de esas que uno quisiera haber escrito y le ha pasado de largo, así que debe contentarse con leerla y envidiarla (como Baricco y Orwell con Dickens). Allí están los viejos tiempos, cuando Bill Evans tocó acá, en San Nicolás, en medio de los festejos populares de la primavera, de paso hacia Buenos Aires. Y así, arrobada la memoria, pocos metros antes de llegar, vi que la fachada de la casa aparecía diferente. Estaba pintada ahora de un marrón ofensivo, con unos carteles que anunciaban la próxima instalación de un mercado.

Me senté en un banco de la plaza entre un revuelo de pájaros y un fuerte olor a eucaliptos. Por un instante la imagen de un espacio sin tabiques, un cubo de aire con perspectivas de depósito allí donde estuvieron alguna vez el jarrón y el Winco, eclipsaba siniestra la trama de mis sueños, los clausuraba por completo. Quedé abatido, mirando el piso, tratando de no pensar más allá del garabato pardo de una baldosa.

 

“Qué suerte que tenés las fotos” --dijo mi mujer aludiendo a otras visitas en las que tomé postales del frente y de la calle. “Y que podés seguir escribiéndola”, agregó quizá para animarme, en voz baja, con una confianza tan tenaz como el sueño. Pero más difícil.

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