Belén Arena es una bailarina que no quiere ser bailarina, una performer desconfiada de las modas, una directora teatral que odia trabajar en grupo. Su primera obra es, como muchas primeras obras, el cúmulo de todo lo pensado y sentido por ella hasta ese momento, pero la particularidad de su caso es que lo condensado es realmente mucho. Belén tiene 26 años y una vida intensa: a su formación como bailarina clásica le sumó entrenamiento militar para entrar en la Armada; su exploración en la más ondera danza contemporánea la hizo darse cuenta que su interés estaba clavado en el pasado moderno; mientras que una desilusión amorosa fue el germen de su primer obra, hacerla la dejó tan frágil, que terminó internada en un psiquiátrico. Mis días sin Victoria –así es el nombre de la obra que la tiene como autora, directora y protagonista en el ciclo llamado Radar, para artistas sub 30 en el Centro Cultural Recoleta– es eso: el modo en que se da a conocer al mundo con un objeto raro y de una fuerza volcánica, de esos que no dejan a nadie en su butaca indiferente.  

Belén es también la chica que el año pasado apareció en las noticias tras haber sido echada por haber abrazado a su novia en las míticas instalaciones de La Biela. Hoy Belén prefiere ya no hablar del episodio –que la tiene en un proceso judicial con los dueños de la confitería– pero se ríe cuando relata el espontáneo y divertido besazo colectivo que ocurrió ese día en la puerta del bar, mientras se cantaban consignas como “abajo las masas finas, arriba las tortas grasas”. No por eso, pero también, Belén es una de las performers jóvenes más originales de la escena porteña y lo muestra en Mis días sin Victoria. Un biodrama danzado, un desvergonzado diario íntimo escénico, una conferencia performática en una primera persona excesiva, sobre expuesta, porque si bien el código de la danza está habituado a los cuidados desnudos de sus intérpretes, estar desnudo de verdad es otra cosa. Algo parecido a lo que Belén Arena hace en MDSV. 

A diferencia de la mayor parte de las bailarinas clásicas, Belén no arrancó a bailar de niña. “Era una bailarina reprimida, si iba a una fiesta me quedaba paralizada, pero en mi habitación bailaba como loca”, cuenta. Fue recién a los catorce años que se animó a tomar clases de tango, luego de clásico y finalmente dio el ingreso a la Escuela Nacional de Danza: “Entré con el peor puntaje ¡pero entré! no lo podía creer. Estaba tan entusiasmada que dejé el colegio y empecé a dar años libres. Hice en cuatro años la carrera que era de diez. Me levantaba a las cinco de la mañana a estudiar y llegaba a las doce de la noche de tomar clases. Yo no quería perder cuatro horas por día en el secundario, quería bailar todo el día.” 

Pero esa época de grandes descubrimiento tuvo un costado doloroso: esa disciplina la obligaba a una condición física que no era la suya: “Estaba obsesionada con bailar ballet, me había vuelto anoréxica y no pude sostenerlo. Me preguntaba por qué era necesario eso para bailar. Si bien me encanta la técnica, no me gusta la ideología, ni la idiosincrasia del clásico. Soy un cuerpo marginal dentro de la danza. Después de recibirme, iba a las audiciones y no quedaba, pese a todas las ganas que tenía de existir arriba del escenario, no encontraba lugar en el sistema de la danza oficial. Hice, por ejemplo, el ingreso para el ballet del Teatro San Martín, donde pedían bailarines que fueran transformadores sociales, artistas, etc. El último día Oscar Araiz me dijo que yo no era lo suficientemente flaca para ser una transformadora social, ni una artista. Yo me fui llorando, era chica, no tenía las herramientas para discutir que tengo ahora, pero me di cuenta de que había algo en la danza que estaba muy mal.”   

Belén comenzó a formarse en danza contemporánea en FASE: “Aunque la danza contemporánea nunca fue absolutamente lo mío, me gusta la danza moderna y la clásica. El flying low y release no me interesan y ¡parece que hoy es lo único que está avalado como lenguaje para bailar! Vas a ver cualquier obra de danza hoy y son secuencias de flying low donde los bailarines se paran con los pies paralelos. Un embole. Por eso, al segundo año entré en crisis. Toda la vida había querido entrar a la Armada y empecé a entrenar. Hice el curso y entré. Pero me rompí los meniscos y decidí esperar para hacerlo” Resulta extraño que una chica de veintipocos fanática de Martha Graham quisiera entrar en el servicio militar, pero así era: “Quería estar al máximo de mi potencial físico. Y yo creía que la Armada me podía llevar a ese lugar. Me interesaba el desafío extremo, la disciplina, la exigencia física, el maltrato. No ser militar, ni ir a la guerra, quería ese entrenamiento.”

Afortunadamente mientras se recuperaba de los meniscos conoció a dos coreógrafos y bailarines –Pablo Rotemberg y Marina Otero– por medio de los cuales accedió a un entrenamiento también duro y una búsqueda de su voz como directora y performer, alejada de los los lenguajes canónicos, los cuerpos convenientes, las obras establecidas. Luego de su primer solo –Muerte en abril– con el que hizo un pequeño recorrido, fue seleccionada para hacer una performance en el Centro Cultural Matienzo: “Mandé un video de once minutos que filmé borracha donde contaba cómo una chica con la que estaba ensayando una obra que después nunca se hizo y yo habíamos hecho el amor en la playa. Quería hablar de algo muy concreto, una noche, en Santa Teresita. Y me llamaron para hacerla. Entonces con Marina Otero armamos una performance que era un sistema de azar, con algunas escenas hechas y otras para probar en vivo. Estrené el 28 de julio de 2015. Fue súper fuerte porque vino Victoria, la persona real, a verla. Yo todavía no había podido ficcionalizarlo y separarme. Entré en una depresión de vuelta, estuve internada en un psiquiátrico. Pero cuando salí dije: Voy a hacer MDSV y lo voy a convertir en una obra. Y la llamé a Fiorella Álvarez Vleminchx, a quien había visto una sola vez en un seminario de Rotemberg. Y empezamos a trabajar juntas. De todo ese proceso salió la obra que ahora se puede ver en el Recoleta”. 

Es que Mis días sin Victoria es sin duda una obra sobre un proceso. La apertura de un diario íntimo de un duelo, una obra que no fue y un amor de chicas de un solo fin de semana. De ese cuaderno compulsivo nació la performance y de la performance esta conmovedora obra: inmadura, risueña, trágica, un grito hermoso y joven sobre el fin de la danza y el fin de un amor.

MDSV se puede ver los jueves y viernes a las 21, en el C. C. Recoleta, Junín 1930. Entrada: $120.