¿Qué quiso hacer exactamente en su última película la documentalista chilena Maite Alberdi, directora de largometrajes como La Once y Los niños? ¿Montar un pequeño procedimiento de ficción sobre un registro de lo real? ¿Describir las luces y sombras de la vida en una institución de retiro para personas de edad avanzada? ¿Darles un lugar preponderante a los ancianos y ancianas en un terreno artístico, el cine, que no suele dedicarles demasiado tiempo o espacio? ¿Hacer reflexionar al espectador, conmoverlo, provocar sus risas y llantos? Tal vez el deseo de El agente topo sea cubrir todos esos flancos e incluso algunos más. Lo cierto es que, a partir del estreno mundial en el Festival de Sundance, en aquel lejano mes de enero de 2020 aún libre de covid-19, la película de Alberdi ha recorrido festivales como los de San Sebastián, Karlovy Vary y Busan –por nombrar apenas un puñado–, se ha estrenado de forma virtual y con éxito en Chile y fue adquirida por la poderosa plataforma Netflix, donde desde ayer está disponible en todo el mundo. No sólo eso: además de recibir una nominación en los premios Goya como Mejor Película Iberoamericana, acaba de quedar en la “lista corta” de contendientes para participar no en una sino en dos secciones de los Oscar: Mejor Película de Habla no Inglesa y Mejor Largometraje Documental. Nada mal para un documental de bajo perfil; esto es, sin presupuestos holgados, grandes productoras en bambalinas o una temática urgente, de las que los miembros de la Academia de Hollywood suelen favorecer. Pero, ¿cuánto de real y cuánto de fabulación hay en esta historia de un caballero de más de ochenta años que, cual espía profesional, se instala en un geriátrico de la comuna de El Monte para investigar las condiciones de vida de sus habitantes? ¿Cómo fue el rodaje dentro de esas paredes, donde la fragilidad de los cuerpos y las mentes convive con los recuerdos, los deseos, los encuentros con familiares –o la falta de ellos– y la inevitable sensación de final del recorrido? Una pista: la directora no se ha cansado de repetir, en cuanta entrevista ha dado a lo largo del último año, que todo lo que se ve y se oye en la película es estrictamente real.

No es la primera vez que Maite Alberdi se acerca los integrantes de la así llamada tercera edad. La Once, que tuvo su paso por el Bafici en el año 2015, registraba las conversaciones de unas amigas que se conocen desde los años del bachillerato y que, muchas décadas después, continúan encontrándose una vez por mes, tazas de té de porcelana mediante. El cortometraje documental Yo no soy de aquí (2016), por otro lado, narraba la historia de una mujer de casi noventa años que, víctima del olvido recurrente –como si se tratara de un Día de la Marmota real– despierta todos los días pensando que acaba de llegar del País Vasco, y sólo con el correr de las horas cae en la cuenta de que vive en Chile desde hace casi siete décadas. “Me gusta la idea del infiltrado, la figura de la persona que tiene que vivir otra vida por un tiempo para investigar, y el proyecto parte desde ahí, de la idea de ver qué tiene que hacer alguien para infiltrarse”, declaró Alberdi en una entrevista con Culturizarte, medio cultural de su país. Cuenta también allí que la estrategia de preproducción fue doble. Por un lado, conversó con muchos detectives privados –en su mayoría exmiembros de la Policía de Investigaciones de Chile– hasta dar con Rómulo, quien no sólo dejó que lo entrevistaran sino que permitió que la realizadora lo acompañara durante las investigaciones, en su mayoría casos de infidelidad o ligados a conflictos económicos y fraudes. Pero una clienta apareció de golpe con un motivo atípico: investigar si la vida de su madre en la residencia para ancianos donde estaba recluida era apropiada, sana, correcta. Es decir, si recibía todos los medicamentos, su ropa era cambiada diariamente, el cuidado y la atención eran amables y rigurosos, sus pertenencias estaban a resguardo y lejos de hurtos. Cuando uno de los colaboradores de Rómulo, un hombre de cierta edad, tuvo un problema de salud, surgió la necesidad de poner un aviso para reemplazarlo y es entonces cuando aparece Sergio Chamy, el protagonista. El agente topo. La segunda estrategia fue menos azarosa y, en cierta medida, consecuencia de la primera: el hecho de haberle dedicado dos películas previas a sujetos documentales de edad avanzada le permitió al equipo de producción acceder fácilmente a la residencia donde tendría lugar la investigación.


Sergio Chamy es ingresado al hogar de ancianos San Francisco por su propia hija, sabedora de su rol y de la misión secreta. Antes de eso, el agente tuvo que adquirir nuevos conocimientos, como el correcto uso del teléfono celular: hacer videollamadas, enviar mensajes y archivos adjuntos, sacar fotos y grabar videos. Además de ese aparato, dos gadgets que parece salidos de una película de espías de Hollywood: unos anteojos con microcámara de video incorporada y la lapicera que permite tomar fotografías. La banda de sonido de Vincent van Warmerdam, que recuerda a los acordes inmortales de la saga cinematográfica de James Bond, no hacen más que acentuar esa filiación con la ficción y la mitología de los espías. Mientras Sergio se adapta al ritmo de la nueva vida e intenta acercarse al “blanco” sin levantar sospechas, el equipo de rodaje de Alberdi comienza a registrar la cotidianeidad del lugar, como si se tratara de un documental convencional. La mirada lo es todo en la primera parte de El agente topo, pero eso es antes de que el “caso” comience a pasar a un segundo plano. La realizadora recuerda que “en el montaje, para mí la clienta era un personaje súper importante y la filmé mucho. Pero después me di cuenta de que la tenía que sacar porque la película no era eso; ya no nos importaba el caso, me importaba mucho más lo que le estaba pasando a Sergio. Eso fue un descubrimiento en la película, en el proceso, que no me esperaba”. En cuanto al doble rodaje, el más tradicional y el sigiloso, Alberdi destaca que “lo que no se podía notar eran las cámaras ocultas de Sergio y que él era detective. Entonces, no le podían descubrir el lápiz, los anteojos. Mi registro era algo que ellos veían todo el tiempo: era alguien más en ese lugar y se acostumbraron a mi presencia. Me sentía como pez en el agua, es algo que sé hacer y con el equipo llevamos diez años filmando juntos. Sabemos cómo filmar y hemos grabado varias veces en hogares de ancianos. Ellos ya estaban bastante acostumbrados a nosotros y a la cámara, entonces, cuando Sergio entra, lo hace como uno más”.

Al comienzo todo es un poco absurdo. Pero, como afirmó Maite Alberdi en una video entrevista concedida al Festival de San Sebastián, donde la película obtuvo el Premio del Público a la Mejor Película Europea (se trata de una coproducción de Chile con Alemania, España y Holanda), “la realidad es absurda, graciosa, ridícula, inverosímil. La gente me pregunta todo el tiempo si es todo verdad, porque es muy insólito. Como suele decirse, la realidad supera a la ficción y El agente topo parte de ahí. De allí, de ese punto de partida, nos vamos a una temática más profunda y emotiva, que creo que no engancharía tanto si partiéramos de cierta crudeza”. El detective tarda algunos días en dar con el blanco, Sonia, una mujer delicada, de escasas palabras y poco afecta a entablar conversaciones. Pero, al mismo tiempo, descubre que hay otras personas –en general mujeres, que son mayoría en el establecimiento– dispuestas a charlar hasta por los codos, ya sea para compartir trivialidades y recuerdos agradables o dolorosos, pero siempre profundos. Y así, El agente topo comienza a presentar a una galería de personajes (reales, desde luego), cada uno de ellos con una historia personal diferente. Como sus presentes, más allá de compartir techo y comida. Está Bertita, la anciana lúcida y coqueta que, sin demasiados preámbulos ni rodeos, le pregunta a Sergio si le gustaría compartir con ella el resto de su vida. (“Me quiere, me adora, no me quiere”, recita la mujer mientras deshoja una margarita, como si hubiera regresado de pronto a la adolescencia). También está Petronila, la señora que recita poesías y que, a pesar de los años y las mañas, posee una memoria prodigiosa. Y una tercera mujer, quien todo el tiempo ansía salir a la calle e incluso les pide a los transeúntes que le abran la puerta. Es uno de los personajes más complejos del film, alguien con problemas de ubicación temporal que se la pasa “conversando” con su mamá –eso incluye llamados telefónicos– y que, en cierto momento de la historia, se revela como una pequeña cleptómana, uno de los casos que Sergio resuelve en la residencia sin que nadie se lo pida ni pague por los servicios.

Para la realizadora, la diferencia esencial entre su película previa La Once –protagonizada por un grupo de mujeres activas y en la misma situación económica– y El agente topo es que en esta última “todos los personajes tienen la misma edad, pero están en situaciones completamente distintas. Sergio tiene ochenta y tres años y es hiperactivo; quiere encontrar un trabajo y hasta ahora está muy integrado. Berta igual, se quiere enamorar y casar. Otra persona con alzhéimer, a la misma edad, lo único que quiere es escaparse e irse a ver a la mamá. Otra echa de menos a los hijos. Y hay otras a quienes el cuerpo no las acompaña. Siento que El agente topo hace ver que hay muchas formas de ser a esa edad, que es muy difícil catalogar y encasillar y tener un discurso que le calce a todo el mundo. Creo que lo que sí les calza a todos es lo que dice Sergio: que se sienten solos”. Cuando la película ha abandonado en gran medida el punto de partida –esa investigación sobre las condiciones en el lugar–, comienza a aflorar un sentido comunitario en el cual el encuentro de soledades permite la posibilidad de compañerismos y amistades. E incluso de amores. Sin golpes bajos, Maite Alberdi registra ataques de angustia, confesiones dolorosas e incluso la despedida final de una de las habitantes de San Francisco. Por cada uno de esos momentos hay otros más amables: un cumpleaños sorpresa, una fiesta aniversario, un abrazo inesperado. A esa altura, El agente topo ha dejado de ser una particular apropiación de las historias de espías y detectives en plan documental para transformarse en un retrato de seres humanos que han vivido muchos años y todavía quieren seguir haciéndolo. De la mejor manera posible.